La historia de la salud pública está llena de advertencias legítimas, pero también de dogmas que, repetidos lo suficiente, se convierten en verdad. El cigarrillo electrónico ha sido arrastrado a este torbellino: pasó de posible herramienta para reducir daños a enemigo declarado en los discursos oficiales. Pero ¿qué pasa cuando la ciencia que respalda esta condena es endeble, cuando los medios privilegian el impacto sobre el rigor y cuando las políticas de salud se diseñan más por miedo que por evidencia? En el debate sobre el vapeo, lo que está en juego no es solo la credibilidad de la ciencia o la responsabilidad de los medios que la comunican. Se trata, sobre todo, de la vida de millones de fumadores atrapados entre el hábito y la desinformación.
Durante años, la narrativa dominante sobre los cigarrillos electrónicos se ha construido sobre una premisa alarmante: vapear no solo no es una alternativa más segura al tabaco, sino que podría ser igual o incluso más peligroso. Investigadores, centros de enseñanza, asociaciones de salud y medios de comunicación han repetido esta advertencia con tal insistencia que ha terminado por convertirse en dogma. La conclusión parece inevitable: el cigarrillo electrónico es un enemigo de la salud pública.
Pero ¿qué sucede cuando esta afirmación descansa sobre bases científicas frágiles, estudios metodológicamente cuestionables y una amplificación mediática que privilegia el impacto sobre la precisión?
Una vez más, un nuevo estudio arroja un dato inquietante: muchos de los informes que vincularon el vapeo con enfermedades graves estaban sesgados por fallas en su diseño y análisis. Entonces, vale la pena preguntarse: ¿cómo se construyó este relato de miedo? ¿Quién se beneficia de la desinformación? Y, sobre todo, ¿qué consecuencias tiene para los millones de fumadores que buscan alternativas menos nocivas?
La desinformación sobre los riesgos del vapeo no es un accidente ni un fenómeno espontáneo. Es el producto de un ecosistema donde la ciencia, el periodismo y la política se entrelazan en una dinámica que privilegia la narrativa del peligro sobre la de la reducción de daños.
En este juego ideológico de fuerzas político-económicas, los titulares alarmistas han moldeado la percepción pública, disuadiendo a los fumadores de considerar el cigarrillo electrónico como una alternativa viable.
La afirmación de que el vapeo provoca ataques cardíacos, enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC) y cáncer de pulmón ha sido repetida con insistencia por investigadores y organismos de salud, pero cada día aparecen más dudas fundamentales: muchos de los estudios que sustentan estas declaraciones presentan fallas metodológicas significativas.
Y surge una pregunta que es ineludible: ¿cuánto de lo que se ha dicho sobre el vapeo responde a una preocupación genuina por la salud pública y cuánto a un mecanismo de distorsión que refuerza el statu quo?
Sesgo en la investigación: lo que se dice y lo que se omite
Un reciente metaanálisis publicado en Respiratory Research ha puesto en cuestión la validez de los estudios que vinculan el vapeo con la EPOC. Los autores, Alicia Burns, Alexander Steinberg, James Sargent, Jenny Ozga, Zhiqun Tang, Cassandra Stanton y Laura Paulin, plantean un problema metodológico fundamental: muchos de estos estudios no controlaron adecuadamente el historial de tabaquismo de los participantes, una omisión que pudo seguramente distorsionar sus conclusiones sobre los efectos del vapeo en la salud pulmonar.
Cuando los investigadores ajustaron correctamente las variables, considerando cuántos años había fumado cada participante antes de comenzar a vapear y cuánto tiempo había pasado desde que dejó el tabaco, la supuesta relación entre el cigarrillo electrónico y la EPOC se desvaneció. Dicho de otro modo, el deterioro pulmonar observado en los vapeadores no parecía ser consecuencia del cigarrillo electrónico, sino un legado del tabaquismo previo.
Esta omisión no es un detalle menor; ha servido de base para recomendaciones de salud pública que, lejos de proteger a los fumadores, podrían estar alejándolos de una alternativa potencialmente menos dañina.
Este no es un caso aislado. La historia de la investigación en salud pública está plagada de ejemplos en los que correlaciones mal interpretadas han sido elevadas al rango de verdades incuestionables, con repercusiones profundas en la política sanitaria.
Desde la resistencia inicial a aceptar la relación entre el tabaco y el cáncer de pulmón en los años 50 hasta las controversias en torno a la nicotina, una sustancia adictiva, sí, pero no necesariamente letal, el problema no es solo científico, sino también comunicacional. La forma en que los hallazgos se construyen, se interpretan y, sobre todo, se difunden, determina qué se considera un riesgo y qué se acepta como una verdad indiscutible.
El problema no es solo la ciencia, sino cómo se comunica
El estudio no solo expone errores en la investigación previa, sino que también pone sobre la mesa un problema aún más profundo: la influencia de la desinformación en la salud pública.
Cuando estudios con fallas metodológicas son amplificados por los medios y las redes sociales sin el más mínimo cuestionamiento, terminan moldeando percepciones sociales que, con el tiempo, se convierten en políticas de salud. Así, la ciencia deja de ser un proceso en constante revisión para transformarse en un arma de certezas infundadas.
Aquí entra en escena otro actor clave: los medios de comunicación. En la carrera por captar la atención en un ecosistema digital sobresaturado, el impacto ha desplazado al rigor. Titulares como «El vapeo causa enfermedades pulmonares graves» o «Los cigarrillos electrónicos aumentan el riesgo de infarto» generan más clics y alarma que un matiz esencial: «Estudios mal controlados podrían haber exagerado los riesgos del vapeo». La noticia pierde su vocación de esclarecer y se convierte en un instrumento de refuerzo del miedo.
Y el problema es que, una vez instalada una idea en el imaginario colectivo, desmantelarla es casi imposible. No importa cuántos estudios posteriores la refuten, la inercia de la desinformación es más fuerte que la verdad. En la balanza de lo que perdura en la mente del público, el miedo siempre pesa más que la evidencia científica.
Una estrategia olvidada en el ruido mediático
La reducción de daños ha sido, históricamente, una piedra angular en salud pública. Desde la distribución de jeringuillas limpias para prevenir infecciones entre usuarios de drogas hasta la promoción del uso de preservativos para reducir la propagación del VIH, el principio es claro: si no se puede erradicar un comportamiento de riesgo, al menos se debe minimizar su impacto negativo.
Sin embargo, cuando se trata del tabaquismo, esta lógica ha sido eclipsada por una visión prohibicionista que reduce el problema a una dicotomía tajante: fumar o abstenerse por completo. Esta postura ignora una realidad incómoda pero innegable: la gran mayoría de los fumadores no logra abandonar el tabaco con los métodos tradicionales y considerados adecuados, mayoritariamente provenientes de la poderosa industria farmacéutica.
En este contexto, el vapeo podría representar una alternativa menos dañina, pero el ruido mediático y la desinformación han enterrado esta posibilidad bajo una montaña de titulares alarmistas.
El problema es que el daño ya está hecho. La insistencia en equiparar el vapeo con el tabaco ha sembrado escepticismo incluso entre quienes podrían beneficiarse de esta herramienta. Si los mensajes oficiales repiten hasta el cansancio que vapear es igual de perjudicial que fumar, la reacción lógica de muchos fumadores será la inercia: seguir fumando. La desinformación no solo deforma el debate, sino que perpetúa el problema que pretende combatir.
La necesidad de un periodismo científico más crítico
Este caso es un recordatorio de que el periodismo de salud no puede limitarse a replicar titulares alarmistas ni a transcribir sin cuestionamiento las conclusiones de estudios científicos. La ciencia es un proceso en constante evolución y su interpretación en el ámbito público requiere rigor, contexto y matices.
El verdadero desafío del periodismo en la era de la desinformación no es solo desmentir fake news evidentes, sino también interrogar los sesgos que se ocultan detrás de estudios que parecen legítimos. Preguntar quién financia una investigación, analizar las metodologías empleadas y contrastar los hallazgos con múltiples fuentes antes de amplificar una conclusión preliminar debería ser un principio básico. Un estudio mal diseñado no deja de ser problemático solo por haber sido publicado en una revista científica; su impacto puede ser tan nocivo como la propaganda deliberada.
Al final, la pregunta más relevante no es si el vapeo es completamente seguro —como cualquier sustancia inhalada, probablemente no lo sea—, sino si es menos dañino que el cigarro convencional y si puede desempeñar un papel en las estrategias de reducción de daños.
La respuesta a esta pregunta tiene implicaciones que trascienden el debate científico. Afecta la vida de millones de fumadores que buscan alternativas, la manera en que se diseñan las políticas de salud pública y el papel de los medios en la construcción del conocimiento colectivo.
Y si esta respuesta sigue siendo manipulada por titulares sensacionalistas y estudios defectuosos, la verdadera víctima no será la industria del vapeo, ni siquiera la credibilidad de la ciencia. Será la salud pública.
Referencia
Burns, A.J., Steinberg, A.W., Sargent, J.D. et al. Association of e-cigarette and cigarette use with self-reported chronic obstructive pulmonary disease (COPD): a multivariable analysis of a large United States data set. Respir Res 26, 49 (2025). https://doi.org/10.1186/s12931-024-03087-4