Desde las laderas del Etna, el instituto siciliano sigue proponiendo una reescritura del futuro del tabaquismo, una nueva vía para pensar el riesgo, la adicción y el futuro de la salud pública.
En un esfuerzo coordinado que reunió a investigadores de Italia, Suecia, Polonia, Moldavia, Indonesia y el Reino Unido, CoEHAR impulsó uno de sus estudios más discretos pero significativos: “Self-reported oral health outcomes after switching to a novel nicotine pouch technology: a pilot study”. Firmado por Giusy Rita Maria La Rosa, Karl Fagerström, Sebastiano Antonio Pacino, Jan Kowalski, Renata Górska, Stefan Gospodaru, Gheorghe Bordeniuc, Valeriu Fala, Amaliya Amaliya, Iain Chapple y Riccardo Polosa, el trabajo exploró un terreno a menudo ignorado en las conversaciones sobre tabaquismo: la boca como primer teatro de devastación.
Al mismo tiempo, otro equipo liderado desde el CoEHAR, con la colaboración de Lucia Spicuzza, Francesco Pennisi, Grazia Caci, Fabio Cibella, Davide Campagna, Yusuff A. Adebisi, Claudio Saitta, Jacob George, Giulio Geraci y Riccardo Polosa, emprendió un desafío diferente: medir los cambios en la capacidad cardiorrespiratoria tras abandonar el tabaco combustible en favor de alternativas de riesgo reducido. Publicado bajo el título “Improved aerobic capacity in a randomized controlled trial of noncombustible nicotine and tobacco products”, el estudio recurrió a una métrica infalible —el consumo máximo de oxígeno (V̇O₂max)— y a una prueba de esfuerzo accesible —el Chester Step Test— para trazar el mapa de esa transformación fisiológica.
Un panorama preocupante
Tras observar los discursos, las piezas de comunicación y el tono general que envolvió el más reciente Día Mundial Sin Tabaco, emerge una conclusión tan incómoda como inevitable: las campañas antitabaco parecen haberse instalado en un terreno baldío.
Lo que en su origen fue una cruzada impulsada por la urgencia de salvar vidas, hoy da señales de haberse fosilizado en consignas repetidas, más atentas a preservar dogmas que a descifrar las mutaciones silenciosas de la realidad. Mientras esa mentalidad sigue sin renovar su vínculo con la evidencia, el tabaquismo —como una maquinaria obstinada y sorda— continúa encontrando nuevas formas de enredar cuerpos, voluntades y biografías enteras.
Es precisamente en los márgenes de este desencanto donde, al pie del Etna —en esa Sicilia de tierra negra, de almendros torcidos por el viento y vides que parecen abrazarse al abismo—, se dibuja otra posibilidad. Desde 2018, el Centro de Excelencia para la Aceleración de la Reducción de Daños (CoEHAR), en la Universidad de Catania, ha comenzado a trazar los contornos de un futuro que pocos se atreven a imaginar: un porvenir donde consumir nicotina no sea sinónimo de condena, sino —quizá— una puerta abierta hacia una vida menos tóxica, menos breve.
Los dos estudios recientes llevados a cabo por este instituto italiano insisten en corroer, con la paciencia de las mareas, algunas de las certezas más arraigadas del discurso antitabaco. No se limitan a insinuar que es posible mitigar los estragos asociados al consumo de nicotina; presentan, más bien, evidencias palpables —casi táctiles— de mejoras concretas en la salud bucodental y en la capacidad cardiorrespiratoria de quienes optan por productos de nueva generación. En un debate fatigado por consignas alarmistas y certezas anquilosadas, estos hallazgos abren una grieta —mínima pero luminosa—, un resquicio que invita no solo a repensar la adicción, sino a reimaginar el modo mismo en que nos acercamos a sus soluciones.
Al abrigo de una investigación rigurosa, el CoEHAR ha ido delineando una hipótesis que desafía viejos reflejos: alternativas como los cigarrillos electrónicos y los productos de tabaco calentado no solo mitigan el daño, sino que parecen inducir mejoras medibles en la salud cardiorrespiratoria.
En apenas doce semanas, individuos que abandonaron el cigarrillo combustible en favor de un uso exclusivo de estos productos registraron incrementos clínicamente relevantes en su consumo máximo de oxígeno (V̇O₂max), ese marcador silencioso pero inequívoco de la aptitud aeróbica y la vitalidad vascular (Spicuzza et al., 2025).
Paralelamente, tecnologías emergentes —como las bolsas de nicotina con barrera impermeable— han comenzado a escribir una historia distinta en la boca de sus usuarios: menos lesiones, menos irritación, un descenso palpable de las condiciones orales adversas que durante décadas fueron la rúbrica invisible de productos como el snus (La Rosa et al., 2025).
El deterioro silente
Durante décadas, la boca del fumador ha contado una tragedia que casi nadie quiso escuchar. Encías retraídas, lesiones en la mucosa, enfermedades periodontales: signos discretos de una devastación que no necesitaba gritar para ser letal. El humo, cargado con más de siete mil compuestos tóxicos —muchos de ellos catalogados como carcinógenos o mutágenos —, dejó su rúbrica indeleble en millones de bocas alrededor del mundo. Ni siquiera los productos de administración de nicotina sin combustión, como el snus o las primeras generaciones de bolsas de nicotina, lograron disipar por completo la sombra de la sospecha: el daño, aunque mucho más diminuto y atenuado, seguía escribiendo su historia en los pliegues invisibles de la mucosa.
Para arrojar luz sobre esta zona todavía gris, un grupo de investigadores del CoEHAR, en colaboración con universidades y clínicas de Suecia, Polonia, Indonesia, Moldavia y el Reino Unido, emprendió un estudio piloto cuya meticulosidad rozaba lo artesanal.
Durante cinco semanas, veintitrés dentistas suecos —usuarios habituales de snus o pouches— fueron invitados a reemplazar sus productos cotidianos por un pouch de nuevo cuño: el Stingfree Strong Blue Mint, concebido con una barrera interna semipermeable, elaborada a partir de materiales vegetales, diseñada por el activista e inventor sueco Bent Wiberg para minimizar el contacto directo con encías y mucosa oral.
Los resultados, tan silenciosos como el propio deterioro que pretendían combatir, no tardaron en hacerse visibles. La prevalencia de lesiones mucosas descendió del 95,7 % al 69,6 %, mientras que la gravedad —medida según la escala de Axell— experimentó una reducción del 52 %. Todas las lesiones clasificadas como moderadas o severas, esas cicatrices calladas del hábito, desaparecieron. Las irritaciones gingivales, esas molestias insidiosas que minan la vida cotidiana sin alzar la voz, se redujeron en un 90 %. Crucialmente, no se registró la aparición de nuevos daños.
El mensaje, inscrito en la carne y refrendado por las cifras, resulta difícil de ignorar: incluso en los márgenes invisibles de la tecnología, pequeñas innovaciones pueden desencadenar transformaciones profundas en la salud bucodental. La ciencia, cuando logra desprenderse de sus prejuicios y se entrega al escrutinio paciente de la evidencia, revela que la reducción de daños no es un horizonte improbable, sino una posibilidad concreta, casi palpable.
Respirar de nuevo
Si el primer estudio iluminaba la boca como escenario de una devastación discreta pero persistente, el segundo desplazaba la mirada hacia el corazón y los pulmones: esa maquinaria invisible, obstinada, que sostiene cada gesto, cada suspiro. Publicado en Scientific Reports, este nuevo trabajo del CoEHAR recurrió a los datos del ensayo CEASEFIRE —uno de los más amplios en su tipo— para explorar los cambios en la capacidad cardiorrespiratoria de fumadores que abandonaron el cigarrillo combustible y adoptaron exclusivamente cigarrillos electrónicos o productos de tabaco calentado.
El Chester Step Test, acompañado del cálculo del consumo máximo de oxígeno (V̇O₂max), fue la métrica elegida: un espejo clínico implacable de la eficiencia cardiorrespiratoria.
Apenas cuatro semanas después del cambio, los participantes mostraron mejoras sustanciales en su capacidad aeróbica, incrementos que no solo fueron estadísticamente significativos, sino también clínicamente relevantes —superando el umbral del cambio mínimo importante (MCID) de 2 ml/kg/min. La diferencia entre quienes optaron por cigarrillos electrónicos y quienes eligieron productos de tabaco calentado resultó insignificante; el verdadero protagonista, al final, era la renuncia a la combustión.
Para el profesor Riccardo Polosa, fundador del CoEHAR y coautor de ambos estudios, el hallazgo trasciende la estadística. “El cáncer o las enfermedades cardiovasculares pueden parecer amenazas remotas para los jóvenes fumadores”, reflexiona. “Pero las mejoras inmediatas en la condición física, en la recuperación tras el ejercicio, son argumentos que conectan directamente con sus aspiraciones vitales: con su deseo de rendimiento, de cuerpo, de presente”.
La profesora Lucia Spicuzza, también coautora, subraya la rapidez del fenómeno. “Observar mejoras clínicas significativas en apenas semanas demuestra que los beneficios de abandonar la combustión no son promesas lejanas”, señala. “Son realidades inmediatas y mensurables”.
En un paisaje donde las advertencias sanitarias suelen apoyarse en miedos remotos o en horizontes de riesgo tan lejanos que se vuelven casi abstractos, estos hallazgos proponen otra narrativa tangible, inmediata, anclada en la experiencia vital del cuerpo que respira, que se mueve.
Más allá del riesgo y el daño
Más allá de los porcentajes y de los intervalos de confianza, los estudios del CoEHAR lanzan una interpelación discreta pero persistente a la ortodoxia que domina las políticas de salud pública.
Mientras gran parte de las campañas antitabaco ha depositado su fe en estrategias sostenidas por imágenes de cuerpos devastados y pronósticos de muerte lenta, estas investigaciones trazan una alternativa más audaz: hablar desde la esperanza, desde el beneficio inmediato, desde la posibilidad tangible de recuperar algo que se creía perdido: la calidad de vida.
En un terreno aún minado por debates políticos a menudo mediocres y por la inercia cultural de décadas, los hallazgos del CoEHAR representan algo más que un conjunto de datos: perfilan un argumento ético a favor de políticas que no solo restrinjan, sino que habiliten. Abren camino para regulaciones capaces de reconocer el potencial de los productos de nicotina de nueva generación —cigarrillos electrónicos, tabaco calentado, pouches de diseño innovador— como aliados estratégicos en la larga tarea de reducir daños y muertes.
No se trata únicamente de mitigar riesgos futuros; se trata de ofrecer una vía concreta de restauración a cuerpos castigados por el humo, de interrumpir el deterioro, de devolver, acaso, la capacidad de respirar, de sonreír, de moverse sin fatiga.
Quizás la pregunta crucial ya no sea cómo reducir los daños del tabaquismo, sino cómo democratizar el acceso a alternativas más seguras. Que el derecho a un futuro menos tóxico no se convierta en un privilegio reservado a quienes pueden costearlo o informarse mejor, sino en una conquista colectiva: una política pública tejida no solo desde la evidencia, sino también desde la compasión.
En un tiempo en que la ciencia corre el riesgo de volverse un ritual repetitivo y anodino de consignas en feeds de redes sociales y la salud pública parece atrapada entre la inercia política, los miedos heredados y los intereses individualistas corporativos, emerge una necesidad urgente: la de un nuevo humanismo científico. Una práctica que no se limite a contar estadísticas de morbilidad o mortalidad, sino que recuerde que detrás de cada número hay cuerpos que respiran, que sueñan, que sufren. Un humanismo que piense en el colectivo, que sitúe la justicia social y los derechos humanos en el centro de sus prioridades. Que reconozca que la lucha contra el tabaquismo no puede agotarse en prohibir, estigmatizar o moralizar, sino que debe construir caminos reales de emancipación, donde la evidencia científica no sea un arma de coerción, sino una herramienta de libertad.
Es posible ver los trabajos del CoEHAR tomando este rumbo. Al explorar alternativas de reducción de daños con rigor y compasión, trazan un esbozo de esa ciencia renovada. Una ciencia que se atreve a pensar en futuros posibles donde la nicotina, desvinculada de la combustión y del estigma, deje de ser una sentencia de muerte para convertirse, quizás, en una oportunidad de vida más larga y de mejor calidad.
Pensar la salud pública desde esta perspectiva es reimaginar su misión fundacional: no solo prolongar la vida, sino hacerla más digna. Democratizar el acceso a productos menos nocivos no es, al final, una cuestión meramente técnica; es un acto de justicia. Porque la ciencia, cuando no se arrodilla ante dogmas ni intereses, puede ser —y acaso también deba ser— un acto profundo de humanidad.
- En un esfuerzo coordinado que reunió a investigadores de Italia, Suecia, Polonia, Moldavia, Indonesia y el Reino Unido, el CoEHAR impulsó uno de sus estudios más discretos pero significativos: “Self-reported oral health outcomes after switching to a novel nicotine pouch technology: a pilot study”.
Firmado por Giusy Rita Maria La Rosa, Karl Fagerström, Sebastiano Antonio Pacino, Jan Kowalski, Renata Górska, Stefan Gospodaru, Gheorghe Bordeniuc, Valeriu Fala, Amaliya Amaliya, Iain Chapple y Riccardo Polosa, el trabajo exploró un terreno a menudo ignorado en las conversaciones sobre tabaquismo: la boca como primer teatro de devastación.
Durante cinco semanas, 23 dentistas suecos —habituales consumidores de snus o pouches— fueron invitados a cambiar a un innovador pouch de nicotina, diseñado con una barrera interna de origen vegetal para minimizar el contacto directo con las mucosas.
Los resultados fueron sutiles pero elocuentes: una reducción del 52 % en la gravedad de las lesiones bucales y la desaparición total de las más severas, acompañadas de una disminución del 90 % en la irritación gingival.
- Otro equipo liderado desde el CoEHAR, con la colaboración de Lucia Spicuzza, Francesco Pennisi, Grazia Caci, Fabio Cibella, Davide Campagna, Yusuff A. Adebisi, Claudio Saitta, Jacob George, Giulio Geraci y Riccardo Polosa, emprendió un desafío diferente: medir los cambios en la capacidad cardiorrespiratoria tras abandonar el tabaco combustible en favor de alternativas de riesgo reducido.
Publicado bajo el título “Improved aerobic capacity in a randomized controlled trial of noncombustible nicotine and tobacco products”, el estudio recurrió a una métrica infalible —el consumo máximo de oxígeno (V̇O₂max)— y a una prueba de esfuerzo accesible —el Chester Step Test— para trazar el mapa de esa transformación fisiológica.
Apenas cuatro semanas después del cambio, los participantes mostraron mejoras sustanciales en su capacidad aeróbica, incrementos que superaron el umbral del cambio mínimo clínicamente relevante. No importaba si elegían cigarrillos electrónicos o productos de tabaco calentado: lo decisivo era renunciar a la combustión.
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