Tres días en Varsovia en el GFN25, donde la ciencia sobre la nicotina enfrentó a sus fantasmas y la desinformación fue llamada por su nombre. Si aún no lo has hecho, empieza por la Parte 1.
En el segundo día del Global Forum on Nicotine 2025, las salas estaban más llenas. No era solo la densidad de los temas lo que había aumentado, sino la gravedad moral de lo que estaba en juego.
Si el primer día se había dedicado a desenmascarar la omisión institucional —los silencios, los datos archivados, las puertas cerradas a la innovación—, el segundo día se adentró en la perversidad activa de la desinformación: esa que no solo niega la verdad, sino que la distorsiona, la ridiculiza, la criminaliza. La que se infiltra en los titulares, se disfraza de política pública y se institucionaliza incluso en las directrices que forman a médicos y periodistas.
Ya no se trataba simplemente de errores: se trataba de una intención política convertida en pánico público.
El discurso oficial, apuntalado por un supuesto consenso científico, se parecía cada vez más a un teatro de sombras, donde los términos eran conocidos, pero los significados habían sido secuestrados. Hablar de reducción de daños, en ese contexto, era también hablar de quién tiene el derecho a contar la historia. Y, aún más, de quiénes son silenciados sistemáticamente.
La tensión se hizo más visible en torno al papel de los medios de comunicación: cómo moldean la percepción del riesgo, amplificando el miedo y asfixiando los matices. Como recordaría más tarde el periodista Jacob Grier: “Millones de muertes relacionadas con el tabaco no son noticia. Pero unos pocos casos vinculados a vapes adulterados generan meses de cobertura sensacionalista.” Es en esa asimetría de atención donde se construye el imaginario colectivo: uno en el que el peligro no es el cigarrillo que mata, sino el producto que podría sustituirlo.
Y en el fondo, esa distorsión no es solo semántica. Es política. Es económica. Es moralmente letal. Esa frase, pronunciada con un tono de escepticismo resignado, capturó con precisión el escenario que el GFN intentaba enfrentar: no se trata únicamente de una batalla científica —se trata de una guerra narrativa.
El poder del titular y el silencio del matiz
El periodista Jacob Grier, conocido por su postura crítica frente a las políticas de control del tabaco, subió al escenario con la compostura de quien observa el incendio desde fuera, pero aún siente el humo.
Su charla, titulada “Reducción de daños por tabaco y medios de comunicación: evidencia, narrativa y consecuencias”, fue una inmersión quirúrgica en la disonancia entre lo que se sabe y lo que se publica; entre la ciencia que documenta y los medios que dramatizan.
Con ejemplos concretos, Grier desmontó el espectáculo mediático: en ciudades como Portland, donde los cigarrillos con sabores están prohibidos, productos como alcohol con sabor a fresa o cannabis con nombres de golosinas siguen disponibles en las estanterías.
“Prohibir los vapes mentolados mientras el glitter vodka se vende libremente no tiene nada que ver con salud pública —es hipocresía regulatoria”, afirmó, provocando una mezcla de risas y desasosiego entre el público.
Pero el punto más incisivo llegó cuando habló de la erosión de la legitimidad cultural de la nicotina: cada nueva restricción —aunque carezca de fundamento— normaliza la siguiente. Cada titular alarmista allana el camino para una nueva prohibición. Y en ese proceso, lo que se pierde no es solo el debate científico, sino el derecho adulto a decidir.
Grier fue tajante: “Los adultos que consienten deberían tener derecho a decidir lo que introducen en sus cuerpos. Y no se les debería negar el acceso a la forma más segura de una sustancia mientras la más letal sigue disponible en cada esquina.” Su argumento no era una proclama libertaria superficial, sino una visión de libertad basada en madurez política, autonomía informada por la evidencia y un rechazo a tratar a los ciudadanos como menores por defecto.
Harry Shapiro, periodista veterano, escritor y una de las voces más respetadas en políticas de drogas y comunicación en salud pública, respondió sin alarmismo, pero con la claridad de quien lleva cuatro décadas mediando entre la ciencia, los medios y el público. En lugar de demonizar a los periodistas, los invitó a lo que llamó una especie de “zona desmilitarizada”: un espacio donde el matiz pudiera sobrevivir en una cultura mediática hambrienta de extremos.
Señaló que, en materia de reducción de daños por tabaco, el peso de la evidencia se inclina fuertemente en una dirección. Sin embargo, las narrativas mediáticas tienden a destacar casos marginales —como el adolescente que empezó a vapear a los 13 años y no puede dejarlo— mientras ignoran realidades más amplias. Shapiro reconoció lo difícil que es responder a estas historias sin parecer insensible o conceder un argumento equivocado. Para él, es clave reformular la conversación: el foco debe volver a los fumadores adultos, especialmente en los grupos más marginados, cuyo sufrimiento está bien documentado y sigue presente.
Recordó que el 80 % de la carga global de enfermedad y muerte por tabaquismo recae en las regiones más pobres del mundo, y que quienes corren mayor riesgo —personas con problemas de salud mental, consumo problemático de sustancias, comunidades indígenas, población LGBTQ+— no necesitan menos opciones, sino más. El derecho universal a la salud, recalcó, consagrado en la carta fundacional de la OMS en 1948, “se aplica a todos, estés o no de acuerdo con su forma de vida.”
Shapiro subrayó también que la reducción de daños por tabaco no debe verse como enemiga del control tradicional del tabaco, sino como una estrategia complementaria —una que ya cuenta con base médica suficiente para ser recomendada de forma responsable por profesionales sanitarios.
En un tiempo donde la desinformación prospera, su mensaje para comunicadores fue sutil pero urgente: cambien la narrativa, amplíen el enfoque y cuenten las historias antes de que otros las distorsionen.
Australia y el fracaso del modelo prohibicionista
Si Jacob Grier había denunciado la captura mediática de la narrativa, Fiona Patten llevó el debate un paso más allá: hacia la denuncia de cómo esa narrativa ha moldeado políticas públicas no solo ineficaces, sino en muchos casos, crueles.
Conocida por su trabajo parlamentario y su activismo en favor de reformas pragmáticas en políticas de drogas y salud sexual, Patten subió al escenario sin rodeos: “Australia, que alguna vez fue líder en políticas de reducción de daños, se ha convertido en el tonto del pueblo global.”
No era solo una metáfora mordaz —era un resumen trágico.
Mientras el país promociona con orgullo su programa de control del tabaco como “modelo mundial” en foros internacionales, las cifras cuentan una historia mucho menos heroica: por cada cigarrillo electrónico vendido legalmente en farmacias, se calcula que se adquieren 1.700 dispositivos en mercados ilegales. Esto alimenta una economía paralela que escapa a cualquier control de calidad, fiscalización o normativa sanitaria. Un verdadero regalo al crimen organizado —envuelto en el empaque oficial de la salud pública.
Pero lo que Patten, política australiana y veterana defensora de las libertades civiles, denunció con aún más urgencia fue el clima de intimidación y control narrativo que rodea el tema.
Describió un panorama en el que los periodistas de salud temen cuestionar la narrativa oficial por miedo a represalias, no solo del gobierno, sino de instituciones influyentes como el Cancer Council. Investigadores, advirtió, ven peligrar su financiación. Los consumidores son sistemáticamente excluidos de los debates legislativos, y su autonomía se erosiona bajo el peso de la autoridad burocrática.
Patten dibujó el retrato de una “prohibición virtual” disfrazada de salud pública —un sistema tan plagado de contradicciones que incluso la policía, según dijo, admite que ya no funciona. Señaló asimetrías políticas absurdas: mientras el alcohol y el cannabis con sabores infantiles están ampliamente disponibles, los productos de nicotina con sabores están prohibidos.
En Australia, apuntó, productos que aún pueden venderse legalmente en farmacias serán criminalizados a partir del 1 de julio, profundizando una distorsión de mercado que ya ha generado una industria ilícita de 13 millones de dólares diarios, con guerras territoriales, incendios provocados e incluso muertes. Una mujer inocente fue asesinada por error de identidad. Y, como lamentó Patten, “nadie parece dispuesto a establecer el vínculo entre esa tragedia y la legislación que la hizo posible.”
Para ella, esto no era solo un fracaso regulatorio —era un ejemplo de cómo las leyes prohibicionistas crean precisamente los daños que afirman prevenir.
En el fondo de su crítica había una preocupación aún mayor: la desaparición de la agencia adulta. En los debates sobre las prohibiciones de sabores o las alternativas de nicotina, observó Patten, pocos defienden el derecho de los adultos a decidir qué consumen. En su lugar, las restricciones se acumulan, cada una erosionando un poco más la legitimidad cultural del uso de nicotina y facilitando la siguiente —un efecto trinquete que reduce a las personas primero a pacientes, y luego a problemas.
Y bajo todo ello, advirtió, se esconde un paternalismo tecnocrático: la presunción de que deben ser los expertos —no los ciudadanos— quienes decidan qué placeres están permitidos. Eso, afirmó, es el verdadero desvío autoritario: no en la fuerza del Estado, sino en el silenciamiento de la disidencia.
Mientras hablaba, representantes de otros países —como Asa Saligupta, de Tailandia— asentían con reconocimiento. Los ecos de la represión no eran exclusivamente australianos. Pero el silencio que los envuelve —ese sí, estaba cuidadosamente cultivado.
Vidas reales, historias invisibles
Si las sesiones de la mañana giraron en torno al lenguaje —el discurso oficial, los titulares sesgados, las políticas barnizadas de certeza institucional—, la tarde centró la atención en quienes más sufren las consecuencias de esas palabras: personas cuyas vidas, salud y autonomía están determinadas por decisiones tomadas en salas a las que nunca son invitadas.
El panel ¿Quién más debería estar en la sala?, moderado por Martin Cullip, no fue un ejercicio retórico sobre inclusión, sino una interrogación estratégica: ¿por qué quienes están más expuestos al daño son sistemáticamente excluidos de las conversaciones sobre cómo reducirlo?
Cullip, con su experiencia en salud y asistencia social en comunidades marginadas, desafió al público a pensar más allá del consenso académico. “Aquí tenemos clínicos, investigadores, científicos —pero, ¿quién falta?”
A su alrededor, se acumularon historias —no como testimonios de victimismo, sino como fragmentos de un sistema diseñado para proteger la ortodoxia, no la salud.
Desde Malasia, Sharifa Ezat Wan Puteh habló de médicos obligados a operar “en la clandestinidad”, sancionados por mencionar la reducción de daños como una estrategia legítima para dejar de fumar. Incluso dentro del ámbito médico, dijo, el miedo a contradecir la política ministerial o las directrices de la OMS silencia a quienes están más cerca de los pacientes. “Es asombroso,” añadió, “cómo se ignora con tanta facilidad el principio de ‘nada sobre nosotros sin nosotros’.”
Garrett McGovern, médico generalista de Irlanda, recordó a un paciente con EPOC grave a quien un especialista en neumología le desaconsejó el uso de cigarrillos electrónicos —“no son mejores que fumar”, le dijo. McGovern lo llamó por su nombre: desinformación dirigida a los más vulnerables, modelada no por la ciencia, sino por el estigma.
Desde Lisboa, Adriana Curado describió la sospecha institucional: la idea, muy extendida entre altos cargos sanitarios, de que quien defiende alternativas más seguras está “contaminado” por la industria. Esa sospecha, advirtió, no solo desacredita a los profesionales, sino que permite que la mala información circule sin freno.
Desde Australia, Carolyn Beaumont ofreció un atisbo de lo que podría ser la inclusión real. Psiquiatras, señaló, suelen derivar pacientes que desean reducir su consumo de tabaco pero no saben qué alternativas de nicotina sugerir. Fue un raro caso de humildad médica —y el inicio de una pregunta mejor.
Pero los obstáculos al cambio no son solo institucionales. Son culturales, morales y profundamente ideológicos. Jessica Harding lo nombró sin rodeos: el mayor obstáculo es “la toxicidad del debate” —un clima donde vincularse con la reducción de daños conlleva un riesgo reputacional. En ese ambiente, la evidencia se convierte en una víctima, y quienes alzan la voz deben antes atravesar la política de la percepción.
Los panelistas no ofrecieron soluciones fáciles, pero sí trazaron caminos posibles.
Adriana Curado propuso comisiones formadas por exlegisladores —pares hablando entre pares— como forma de desactivar la resistencia partidista. Daniel Nikitsin sugirió involucrar a líderes religiosos, especialmente durante períodos como el Ramadán, en los que el vapeo podría presentarse como una alternativa culturalmente viable al tabaco.
Fiona y Rowan Pike, ambas de Australia, destacaron el papel de las fuerzas del orden, a menudo puestas en situaciones imposibles por políticas prohibicionistas en las que ni ellos creen. “Los hemos preparado para fracasar,” dijo una de ellas.
Desde Escocia, una voz del sistema penitenciario compartió un caso raro de éxito: ofrecer vapes y terapias de sustitución de nicotina (NRTs) durante una prohibición del tabaco en prisión. Lejos de causar caos, la medida fue estabilizadora, incluso terapéutica. “Los vapes tuvieron justo el impacto que buscábamos,” afirmó. En ese espacio cerrado, la reducción de daños ganó legitimidad porque funcionó.
Para Tony Duffin, veterano de la reforma en políticas de drogas, la clave está en la implicación de pares y la coproducción: no hablar por las comunidades afectadas, sino con ellas.
El mensaje que cruzó fronteras y sectores fue claro: “Elevar la voz del usuario desde una perspectiva de derechos humanos.” Porque lo que está en juego no es solo la eficacia de una política. Es la dignidad, la autonomía y el derecho a no ser abandonado por la ciencia.
Como concluyó Mark Tyndall: “Estamos del lado correcto de la historia.” Estos productos, si se ponen al alcance de quienes los necesitan, podrían salvar millones de vidas. La pregunta ya no es si funcionan, sino quién decide quién los merece.
El sabor como puente: gusto, ciencia y elección
A estas alturas del segundo día, estaba claro que el corazón de la reducción de daños no es solo la ciencia, sino la experiencia vivida. Y pocos temas lo ilustran con tanta fuerza como el debate sobre los sabores. En un mundo donde el discurso oficial aún romantiza la nicotina únicamente como medicamento, hablar de la dimensión sensorial de dejar de fumar roza la herejía. Pero en el GFN25, esas herejías son bienvenidas.
En el panel dedicado a los sabores, moderado por Ian Ferrer —consultor con casi dos décadas de experiencia en políticas de salud—, la premisa fue clara: sacar los sabores de la caricatura moral y devolverles su función real —la de puente. Un puente entre un hábito que mata y una alternativa que puede salvar.
La toxicóloga Autumn Bernal presentó datos que desmantelaron la narrativa alarmista: más del 99 % de la masa del aerosol de los cigarrillos electrónicos está compuesta por propilenglicol, glicerina vegetal, nicotina y ácidos benignos. Los compuestos aromáticos, tan demonizados, están presentes en cantidades mínimas, y su toxicidad potencial es infinitamente menor que los daños bien documentados de la combustión del tabaco.
—No se trata de negar riesgos —se trata de contextualizarlos. Eso es lo que hace la evaluación toxicológica. Y eso es, precisamente, lo que los alarmistas se niegan a hacer— afirmó.
Pero fue Elizabeth, una consumidora y exfumadora, quien quizá expresó con mayor claridad el papel existencial de los sabores:
“Después de dejar de fumar, recuperé el sentido del gusto. Y descubrí que el sabor del tabaco era, en realidad, el sabor de la muerte. Las frutas, el mentol, la vainilla… fueron esas notas las que me mostraron que había otra forma de respirar.”
La diversidad de sabores, argumentó Piotr, representante de la industria, no es un capricho de marketing —es una estrategia de inclusión. Cuando los reguladores restringen las opciones a uno o dos sabores “seguros”, excluyen de facto a grupos enteros de fumadores que podrían dejar el tabaco, pero que no se identifican con el sabor a tabaco. A esto, Autumn añadió una provocación decisiva:
“Estigmatizar el placer sensorial en el proceso de abandono es deshumanizar al sujeto.”
La sesión dejó algo incuestionable: los sabores importan —no en el sentido moralista que sugieren muchas políticas, sino como herramientas funcionales. No son trampas para niños. Son herramientas para adultos. Son elecciones. Y, sobre todo, son prueba de que dejar de fumar no tiene por qué sentirse como un castigo para ser eficaz.
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