GFN25 – El derecho a respirar otra historia (4/4)

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Tres días en Varsovia en el GFN25, donde la ciencia sobre la nicotina enfrentó a sus fantasmas y la desinformación fue llamada por su nombre. Cierra aquí esta crónica, pero si aún no la has leído desde el principio, empieza por la [Parte 1], sigue con la [Parte 2] y la [Parte 3].

El Último Día: Entre el Cansancio y lo Que Viene Después

Había algo distinto en el tercer día del GFN25. Tal vez era el cansancio, no de ese que se acumula en los músculos, sino el que pesa en la conciencia tras tantas horas de intervenciones densas, estadísticas implacables, confrontaciones y confesiones. Pero también había otro tipo de energía —más silenciosa, más profunda. No era euforia. Era la fuerza serena de quienes saben que tienen razón y que, por fin, saben que no están solos.

Ese día no comenzó con un gran discurso inaugural. Empezó con voces pequeñas, pero desbordantes de verdad. Consumidores. Comerciantes. Médicos jóvenes. Especialistas que, fuera de los paneles oficiales, compartían sus historias en pasillos, en rincones de cafetería, o durante micrófonos abiertos. Un tipo de conocimiento que no nace en laboratorios ni se publica en revistas indexadas, sino que emerge de cuerpos que sufren y sobreviven. Historias de humo y resistencia. Dolor convertido en argumento, datos que sangran.

Más que un día de clausura, se sintió como un rito de transmisión: el momento en que el conocimiento técnico se fusiona con la experiencia vivida, y donde cada testimonio se vuelve, a su manera, una forma de ciencia. No la ciencia del experimento controlado, sino la ciencia del impacto real. Porque en salud pública —como se repitió tantas veces en el GFN— no existe la neutralidad: o se salva una vida, o se pierde una oportunidad.

Escuchar como Tecnología del Futuro

Mientras los paneles se organizaban en las salas de conferencias y los intérpretes afinaban sus auriculares, algo más sutil —pero no menos decisivo— empezaba a desplegarse: la escucha había cambiado de textura. Ya no era el silencio cauto del primer día, ni el agotamiento apagado del segundo. Era otro tipo de silencio. Uno que anuncia decisiones. Una forma de atención que no espera permiso para actuar, sino que toma nota, para construir.

En los pasillos, en las mesas de café, en esos espacios improvisados donde se cruzaban idiomas y relatos de vida, había menos indignación —y más estrategia. Como si el foro, al nombrar las heridas con tanta precisión, hubiera despertado también una voluntad compartida de sanarlas.

El tercer día del GFN25 no fue menos denso. Pero fue distinto. Abandonó la lógica de la denuncia como narrativa dominante y se orientó hacia otra urgencia: la de reconstruir. Lenguajes. Políticas. Alianzas. En lugar de preguntar “¿Quién falló?”, la pregunta flotaba como una brújula ética: ¿Qué debemos construir ahora para no volver a fallar?”

El Día de Maria

El centro de gravedad del último día, sin embargo, tuvo nombre y apellido: Maria Papaioannoy-Duic.

Canadiense, activista, exfumadora, madre. Para muchos, Maria es la conciencia viva del movimiento global de consumidores que defienden alternativas más seguras a la combustión. Pero es más que eso. Desde las primeras ediciones del GFN, su presencia no ha sido solo la de alguien que defiende una causa —es la de alguien que encarna su urgencia. Maria no habló solo con su voz. Habló con su biografía. Con su agotamiento. Y con la rabia lúcida de quien ya ha perdido demasiado como para seguir callando.

Durante años, Maria no ha sido solo una portavoz, sino una portadora de urgencia, alguien cuyo cuerpo y trayectoria dicen más que las estadísticas que defiende. Y aquel sábado, cuando subió al escenario, no ofreció un discurso: ofreció un ajuste de cuentas.

A partir de su experiencia vivida, confrontó la brecha cada vez mayor entre lo que los consumidores oyen y lo que saben —entre el mensaje oficial y la verdad encarnada. Relató cómo, en Canadá, las contradicciones regulatorias han generado un entorno en el que la desinformación no proviene de fuentes marginales: se origina en el discurso institucional, revestido con la autoridad del Estado y amplificado por los medios generalistas.

Cuestionó la idea de que la desinformación nace en las redes sociales. Más bien, sugirió, nace en los parlamentos, en los comunicados oficiales y en las advertencias sanitarias que, deliberada o inconscientemente, confunden riesgo con peligro y abstinencia con virtud.

Señaló las consecuencias concretas de esas distorsiones: propietarios de vape shops multados o procesados simplemente por informar sobre reducción de daños; productos aprobados que luego se retiran sin nueva evaluación científica; ausencia de campañas educativas por presiones políticas. Y, sobre todo, un sistema sanitario donde dejar de fumar está más regulado —y más estigmatizado— que fumar.

No señaló nombres, pero sí describió un patrón: uno en el que las políticas se moldean menos por ciencia que por control narrativo, donde el miedo a la complejidad deriva en prohibiciones absolutas que no benefician ni a la salud ni a la equidad.

Su tono no fue acusatorio por sí mismo —fue una defensa de la verdad conquistada en las trincheras. En un momento, subrayó que miles de canadienses siguen muriendo cada año por tabaquismo, mientras los productos de menor riesgo continúan siendo políticamente radiactivos. El silencio, insinuó, no es ignorancia. Es estrategia. Y es letal.

No cerró con una arenga ni con frases para ovación, sino con algo más raro: una demanda de claridad moral. De una ciencia que no tema a la complejidad. De reguladores que comprendan que ocultar información es también ocultar la posibilidad de vivir.

Y en ese instante, rodeada de científicos, periodistas y defensores, la voz de Maria se convirtió en el eco de tantos otros excluidos de la mesa de la salud pública —no por falta de pruebas, sino porque sus pruebas viven en sus pulmones, en sus duelos, y en su negativa a desaparecer.

El Público como Coautor

Cuando finalmente se pasó el micrófono al público tras la intervención cargada de emoción de Maria Papaioannoy-Duic, la sesión cambió de naturaleza. Ya no era una conferencia. Se convirtió en testimonio colectivo. Lo que ocurrió fue menos una ronda de preguntas y más un acto de memoria compartida y resistencia —una coreografía de experiencias vividas que rara vez capturan las estadísticas, pero que la realidad se niega a olvidar.

Una persona del público, lidiando con el dilema de la confianza pública, lanzó una pregunta retórica tan certera como provocadora:

“¿Qué habría pasado si no fuera el Dr. Konstantinos Farsalinos quien compartiera esta información, sino alguien como ‘Yanni el vapeador’?”

La sala entendió de inmediato. En un mundo donde la verdad compite con los algoritmos, la credibilidad no solo se gana: se curatoria. Y la experticia, por rigurosa que sea, sigue necesitando traducción cuando enfrenta la violencia simplificadora de la desinformación.

Varios asistentes regresaron al campo de batalla de las redes sociales, donde los debates se libran en ráfagas de diez segundos y la matización es penalizada por los algoritmos.

“Si nos extendemos y lo hacemos complejo, probablemente nos borren,” señaló una voz. Otra añadió, con tono más pragmático:

“Tenemos que encontrar mejores formas de usar estas plataformas.”

Pero la frustración era más profunda. Alguien preguntó, casi como un lamento:

“¿Qué hacemos cuando la otra parte no quiere estar aquí?”

No se trataba solo de ausencias. Era una negativa deliberada. Un silencio que habla porque es estratégicamente sostenido. Y esa negativa —a asistir, a escuchar, a dialogar— es, en sí misma, una forma de poder.

También se cuestionaron las barreras invisibles que mantienen incluso a expertos afines al margen del debate.

“La toxicidad de esta conversación… hay gente que teme dañar su reputación solo por ser vista en un evento como este.”

El miedo no es a la evidencia, sino al estigma. Otro participante señaló con amargura:
“La reducción de daños por tabaco ha quedado políticamente contaminada. A menudo la apoya la derecha, mientras que otras formas de reducción de daños las respalda la izquierda. ¿No complica esto integrarlas en una política de salud pública más amplia?”

Y desde ese mismo lugar de exclusión, surgieron propuestas para la inclusión.
Se sugirió incorporar líderes religiosos en los esfuerzos de reducción de daños, especialmente en momentos clave como el Ramadán, donde ofrecer alternativas más seguras al consumo podría tener sentido tanto médico como cultural.

Otra voz reclamó mayor representación comunitaria y diversidad, insistiendo en que las políticas no pueden seguir siendo un circuito cerrado de tecnócratas y burócratas. El consenso era claro: si las personas afectadas por el tabaquismo no están en la mesa de solución, seguirán siendo víctimas de la agenda de otros.

Al final, no fue un público que respondía a una charla. Fue una sala que se negó a ser pasiva. Sus palabras no fueron eco, sino réplica. Una corrección a años de decisiones tomadas sin ellos. Y en ese espacio —por breve que fuera— la arquitectura tradicional de la salud pública se invirtió: los regulados reclamaron su lugar como coautores de la conversación.

La Despedida que Miró Hacia Adelante

La sesión final del GFN25 no fue una ceremonia de clausura, sino una declaración de continuidad. Presidida por el profesor Gerry Stimson —fundador del Global Forum on Nicotine y figura central del movimiento internacional de reducción de daños—, el panel lanzó una pregunta tan sencilla como subversiva:
“¿Quién más debería estar en la sala?”

Stimson no usó el momento para resumir ni para pronunciar un monólogo final. Fiel a la ética que ayudó a forjar, cedió el escenario a otros —un gesto que encarnó el espíritu mismo del foro: diálogo en lugar de doctrina, presencia antes que prestigio.

Abrió la sesión cuestionando la idea de un enfoque exclusivo de “expertos”, y llamó a incluir de forma genuina a las voces que a menudo quedan fuera del diseño de políticas: líderes comunitarios, personas privadas de libertad, trabajadores de servicios de drogas y, sobre todo, consumidores.
“La inclusión no consiste en invitar a escuchar,” dejó entrever, “sino en garantizar que te escuchen antes de que se escriba la política.”

Los panelistas respondieron a ese llamado con perspectivas diversas y profundamente arraigadas: desde directores de prisiones que gestionan programas de vapeo, hasta médicos que atienden a poblaciones marginadas; desde activistas que enfrentan el estigma hasta expertos en salud pública que reclaman neutralidad en la financiación de la investigación.

Si hubo una despedida en esa sala, no fue a la lucha. Fue al silencio que antes la rodeaba.

Y aunque Stimson no cerró el foro con un gesto grandilocuente, el mensaje fue claro —no en sus palabras, sino en la arquitectura de la conversación que ayudó a diseñar:
el futuro de la reducción de daños no pertenece a quienes más saben, sino a quienes, por fin, están siendo escuchados.

Lo que queda después del silencio: legado, disputas y la promesa de un lenguaje que cura

Cuando se recogen las sillas, se barren los pasillos, se guardan las credenciales y se desmontan los stands, lo que queda tras un evento como el Global Forum on Nicotine no son solo las diapositivas, los PDF o los resúmenes ejecutivos.

Lo que queda —lo que insiste en quedarse— es la incomodidad.

Una incomodidad muy específica: la que nace del contraste entre lo que ya se sabe y lo que se finge no saber.

GFN25 termina como empezó: con preguntas.

Pero ahora pesan más.

  • ¿Cuántas muertes hacen falta para revisar una política pública?
  • ¿Cuándo un error deja de ser ignorancia y se convierte en complicidad?
  • ¿Quién tiene derecho a existir dentro de las categorías de “ciudadano sano” o “consumidor responsable”?

Detrás de estas preguntas está el legado de un foro que se atrevió a escuchar —y que exigió que otros también lo hicieran. No ofreció todas las respuestas. Pero dejó algo claro: la verdad, una vez dicha, no vuelve a guardarse en la botella. Permanece. Inquieta. Crece.

Y quizá esa sea la verdadera promesa de un lenguaje que cura: no que consuele, sino que se niegue a mirar hacia otro lado.

La reducción de daños como lenguaje de resistencia

La idea de la reducción de daños nunca fue cómoda. Y quizá por eso mismo perdura. Porque encarna la rebeldía de quienes se niegan a aceptar la lógica del abandono. No nació en oficinas, sino en las calles; no en manuales, sino en cuerpos marcados por el uso, la exclusión y el rechazo a que el castigo sea la única respuesta al riesgo.

Aplicada al tabaco, la incomodidad persiste. Subvierte décadas de políticas ancladas en la negación y la culpa. En su lugar, propone algo tan desconcertantemente simple como profundamente humano: fumar mata; existen alternativas mucho menos nocivas; negar el acceso a ellas es una forma de violencia política —una que no se mantiene por ignorancia accidental, sino por elección deliberada.

En GFN25, esa verdad no resonó en declaraciones grandilocuentes, sino en el peso sutil de los testimonios marcados por la pérdida, la persistencia y la lucidez. Médicos, científicos, consumidores, políticos disidentes y propietarios de tiendas multados por informar —todos entretejen una red silenciosa de resistencia, hecha de biografía y ciencia, duelo e insatisfacción. Una red invisible para la burocracia, pero inconfundiblemente presente en cada historia compartida.

En su intervención, Maria Papaioannoy-Duic no alzó la voz. Y sin embargo, cada palabra que pronunció parecía arrastrar consigo el eco de muchos silencios acumulados. No se limitó a denunciar leyes injustas o decisiones erradas —acusó a un sistema que, sabiendo la verdad, elige la mentira más conveniente. Un sistema que convierte la ignorancia en doctrina y la reviste con los ropajes de la autoridad.

Para muchos en esa sala, la guerra no es contra el tabaco. Es contra la ignorancia institucionalizada —esa que se expresa en discursos ministeriales pulidos y en regulaciones que sofocan la evidencia en nombre de las apariencias morales.

Varsovia como metáfora

No es casualidad que el Global Forum on Nicotine se celebre en Varsovia. En esta ciudad nada es incidental: cada calle, cada sombra carga una memoria que ha resistido el borrado. Esta es una ciudad que conoce el precio del silencio. Y quizás por eso sea el único lugar donde un foro como el GFN puede existir sin máscaras, sin las pretensiones de neutralidad.

Caminar por Varsovia durante los días del foro es atravesar capas de tiempo en disputa. Guerras, tratados, pactos de obediencia y de ruptura. Cada esquina susurra sobre levantamientos aplastados y renacimientos improbables. La ciudad no olvida. Y enseña —incluso sin proponérselo— que reconstruir exige más que cemento. Exige escucha.

En este contexto, Varsovia no es simplemente un escenario. Es un personaje. Una especie de conciencia arquitectónica que observa los debates sobre política pública, reducción de daños, libertad y control. Nada aquí es meramente técnico. Porque cuando se habla de nicotina, lo que está en juego no es solo un producto, sino el derecho a vivir sin ser tratado como una molestia estadística.

GFN25 no ofreció soluciones prefabricadas. En una época de fórmulas automáticas, ofreció algo más valioso: espacio. Espacio para preguntas que suelen silenciarse. Espacio para historias que la política preferiría no escuchar. Espacio para recordar que cada vida salvada al dejar de fumar no es una abstracción: es una biografía que continúa, un cuerpo que respira.

En términos prácticos, el foro encendió alianzas, compromisos y planes. Representantes de países como Kenia, Filipinas y Ucrania discutieron estrategias conjuntas para presionar a la OMS a abrirse a la reducción de daños. Científicos trazaron una coalición internacional para la investigación independiente, libre de ataduras institucionales. Consumidores esbozaron redes transnacionales para el intercambio de información y la defensa legal.

Nada de esto cambiará el mundo de la noche a la mañana. Pero la semilla ya fue plantada. Y quizá la esperanza, en este momento histórico, resida en ese gesto simple y radical: darle nombre a lo que antes era solo un número.

Nada de esto cambiará el mundo de la noche a la mañana. Pero, como nos recordó Summer Hanna con claridad y convicción:

“Puede haber muchas posturas sobre la mejor forma de abordar el tabaquismo, pero a todos nos conviene ser parte de la solución… Y eso solo es posible mediante el diálogo abierto, un intercambio científico riguroso que incluya todas las voces y una colaboración real para acabar con el cigarrillo.”

Y quizá la esperanza, hoy, esté precisamente ahí: en negarse a abandonar la complejidad —y en insistir en que el diálogo, aunque incómodo, es lo único que hace posible el futuro.

¿Y ahora qué?

Al abandonar el hotel aquel sábado de junio, los participantes no se llevaron solo acreditaciones y libretas. Se llevaron el peso de saber demasiado —y la responsabilidad de no guardar silencio.

GFN25 llegó a su fin, pero sus ecos siguen resonando. En las pequeñas tiendas de Canadá, donde decir la verdad aún puede tratarse como un delito. En aldeas rurales de la India, donde dispositivos modestos salvan vidas en silencio, lejos de los focos. En los pasillos de la OMS, donde —si alguien realmente está escuchando— quizás ha llegado el momento de admitir que la era de la arrogancia institucional ya terminó.

Porque esto no trata solo de productos, normativas o marcos legales. Se trata de algo más elemental, más íntimo: el derecho a no ser castigado por intentar vivir mejor.


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