Europa atrapada entre la evidencia y la ideología: lecciones del evento de SCOHRE sobre el futuro de la nicotina

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En el corazón del viejo continente, donde las normas buscan alcanzar a los hechos, una nueva batalla se libra en silencio: cómo regular lo que aún se está comprendiendo, cómo legislar sin reprimir lo que podría salvar vidas.

Ahora que la evidencia y la precisión de los datos desafían la lentitud de la norma, la Unión Europea (UE) se enfrenta a un dilema que trasciende lo normativo: ¿cómo mitigar los daños del tabaquismo sin sofocar la innovación en productos potencialmente menos nocivos?

Esta fue la cuestión vertebral del reciente seminario en línea organizado por la organización científica SCOHRE, titulado “El cambiante panorama regulatorio en la UE: oportunidades y desafíos”, que reunió a destacados expertos como Karl Erik Lund, Damian Sweeney, Clive Bates y el profesor Andrzej Fal.

Más que una discusión técnica, el encuentro se convirtió en un retrato nítido de las tensiones morales, políticas y científicas que atraviesa, hoy más que nunca, el debate sobre la nicotina en Europa.

Europa atrapada entre la evidencia y la ideología

La reducción de daños, un enfoque clásico en salud pública que busca minimizar los efectos negativos del consumo sin imponer la abstinencia absoluta, seguramente ha ganado terreno en el discurso científico contemporáneo. 

Sin embargo, como advirtió Clive Bates, uno de los ponentes con mayor trayectoria en la orientación de políticas públicas, persisten barreras estructurales que dificultan la adopción de productos de riesgo reducido: límites arbitrarios al contenido de nicotina, restricciones a la publicidad, prohibiciones sobre productos orales como el snus y una narrativa institucional que insiste en tratar estos dispositivos como amenazas, no como oportunidades.

«La UE ha creado un entorno regulatorio donde está permitido innovar, pero no comunicar esa innovación», denunció Bates. La paradoja es clara: se autoriza legalmente el acceso a dispositivos alternativos —como los cigarrillos electrónicos o el tabaco calentado—, pero se impide a los fabricantes explicar por qué podrían representar un menor riesgo que el cigarrillo convencional. Así, se legisla el silencio donde debería haber un diálogo informado.

Los consumidores: entre la frustración y el estigma

Desde una perspectiva centrada en los consumidores, Damian Sweeney dio voz a un grupo históricamente marginado en este debate: los fumadores que no logran abandonar el tabaco mediante los métodos tradicionales. Para ellos, las alternativas como los sistemas electrónicos de administración de nicotina (SEAN) no son una solución mágica, sino una posible vía de escape. 

Sin embargo, cuando estas alternativas no son accesibles, variadas, asequibles o lo suficientemente atractivas —por ejemplo, si se prohíben los sabores—, el resultado más probable no es el abandono, sino el regreso al cigarro convencional o, peor aún, la expansión del mercado negro.

«La regulación debe proteger al consumidor, no castigar su intento de cambiar», advirtió Sweeney, señalando el coste humano, frecuentemente invisibilizado, de políticas bien intencionadas pero mal diseñadas.

Repensar el control del tabaco

Clive Bates planteó una visión renovadora bajo el concepto de Tobacco Control 2.0: un modelo anclado en la evidencia más reciente, que reconozca las jerarquías de riesgo entre productos y promueva el abandono del cigarrillo mediante incentivos tangibles, no castigos abstractos. 

Este enfoque ya ha demostrado resultados concretos en países como Suecia, donde el uso extendido del snus ha contribuido a una de las tasas más bajas de enfermedades relacionadas con el tabaquismo en Europa. Lo mismo se observa en el Reino Unido, Nueva Zelanda y Japón, donde las autoridades han adoptado posturas más abiertas hacia las tecnologías emergentes de reducción de daño.

La crítica implícita es contundente: la actual Directiva de Productos del Tabaco (TPD), columna vertebral de la regulación europea, exige una actualización urgente que se alinee con estas nuevas realidades sanitarias, tecnológicas y sociales.

Además de las barreras actuales, Bates advirtió sobre los peligros latentes en futuras regulaciones, pues podrían revertir los avances logrados hasta ahora: prohibiciones de sabores, restricciones a los formatos orales como las bolsas de nicotina (pouches), empaquetado neutro obligatorio, nuevos impuestos y más límites a la publicidad. En lugar de incentivar la transición hacia productos de menor riesgo, estas medidas podrían empujar a los consumidores de vuelta al cigarrillo convencional o al mercado ilegal, destruyendo el potencial transformador de las tecnologías emergentes.

En relación con la política fiscal, Bates señaló que, si bien actualmente no existe un impuesto europeo obligatorio sobre productos de riesgo reducido, muchos Estados miembro están implementando sus propios esquemas tributarios, con diseños dispares y falta de armonización. 

Una política más sensata —sugirió— permitiría a cada país establecer impuestos diferenciados, con libertad incluso para aplicar una tasa cero por razones de salud pública. Así como la Directiva de Impuestos al Tabaco definió parámetros mínimos para los cigarrillos tradicionales, una futura directiva adaptada debería hacer lo propio para los productos de menor riesgo, con un nivel mínimo de tributación que parta de cero y nunca se acerque al del cigarrillo.

La ciencia como brújula regulatoria

El profesor Andrzej Fal fue tajante: no se puede legislar desde la ignorancia ni desde el prejuicio. En su intervención, propuso que la próxima revisión de la Directiva de Productos del Tabaco (TPD) incorpore herramientas más sofisticadas, como una fiscalidad diferenciada según niveles de daño —“menos daño, menos impuestos”—, licencias obligatorias para puntos de venta y la exigencia de estudios clínicos impulsados por los Estados miembro que permitan determinar con precisión cuáles productos realmente reducen el riesgo.

Este modelo no aspira a liberalizar el mercado del tabaco, sino a regularlo de manera más inteligente, rigurosa y responsable. Un marco normativo que equipara al cigarrillo convencional con un producto que podría ser hasta un 95 % menos dañino no solo resulta científicamente insostenible, sino también éticamente inaceptable.

El campo de batalla ideológico: más allá del humo

El telón de fondo es, en última instancia, profundamente político. Como advirtió Clive Bates en una entrevista posterior al evento, muchos de los obstáculos que frenan la innovación no son técnicos, sino ideológicos. “Los productos de bajo riesgo son percibidos como una amenaza por las autoridades, no como una oportunidad”, subrayó. 

Y es ahí donde se revela el núcleo del conflicto: una parte del sistema sanitario continúa viendo a la nicotina como una sustancia demoníaca, incapaz de formar parte de una solución, incluso cuando la evidencia comienza a dibujar otro horizonte.

La pregunta, entonces, no es solo qué regular, sino cómo y, sobre todo, para quién. La política de salud pública no puede seguir funcionando como una cruzada moral, sino como una herramienta para mejorar vidas reales. Y eso exige una dosis de humildad: la capacidad de revisar paradigmas, de aceptar matices, de escuchar no solo a los expertos, sino también a quienes tienen más que perder: los consumidores.

Una oportunidad para escuchar

El desafío que enfrenta la Unión Europea no es menor: regular con firmeza sin deslizarse hacia el prohibicionismo; proteger sin condescendencia y, sobre todo, legislar desde la evidencia, no desde la ideología. 

La revisión de la Directiva de Productos del Tabaco es una oportunidad histórica para abrir un nuevo capítulo en la lucha contra el tabaquismo. Uno que no niegue los riesgos, pero que tampoco ignore las soluciones que ya están salvando vidas en otras partes del mundo.

El resultado del evento es inequívoco: no se trata de redimir al fumador ni de absolver al producto, sino de abandonar el ruido moral que ha opacado durante décadas la conversación sobre el tabaco y quitarse por fin la venda ideológica que cubre los ojos del sistema. 

Se trata de mirar de frente a quienes siguen fumando —no con lástima, sino con respeto— y ofrecerles algo más que prohibiciones: la posibilidad concreta de elegir un camino distinto.

Escuchar —de verdad— a quienes estudian la nicotina y, sobre todo, a quienes la usan implica tolerar la grieta, el matiz, el desvío. Implica entender que no todo cambio nace de la obediencia y que a veces la transformación llega por caminos impuros, imperfectos, humanos. 

Una política de salud pública no debería estar por encima de las personas, sino junto a ellas. Y para eso, antes que imponer silencios, hay que aprender a escuchar. Escuchar incluso lo que incomoda, lo que contradice, lo que no encaja del todo en los viejos manuales. 

Quienes aún fuman no son cifras extraviadas ni cuerpos desobedientes: son historias que resisten. Y una política que aspire a transformar esas historias no puede seguir construyéndose desde la culpa. Tiene que empezar desde la escucha, desde ese lugar incómodo donde la ciencia y la compasión se dan la mano y el humo, por fin, deja de ser cortina para convertirse en señal.

Solo así, mirando más allá del humo, la Unión Europea podrá legislar no solo con evidencia, sino con humanidad.


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