Un estudio sueco revela que dejar el snus —nicotina oral sin combustión— puede aumentar la presión arterial y el peso corporal. Los hallazgos cuestionan los beneficios inmediatos de la abstinencia y plantean nuevos desafíos clínicos.
En el imaginario sanitario, abandonar una sustancia adictiva suele confundirse con una forma de redención fisiológica. Se deja el tabaco y los pulmones, liberados, vuelven a respirar. Se abandona el alcohol y el hígado, en su silencio bioquímico, agradece. Pero el cuerpo humano —ese territorio de equilibrios frágiles y adaptaciones complejas— no siempre responde con gratitud inmediata.
Un estudio reciente, liderado por el profesor Fredrik Nyström —del Departamento de Salud, Medicina y Ciencias del Cuidado de la Facultad de Medicina y Ciencias de la Salud en la Universidad Linköping University, Suecia— y publicado en Harm Reduction Journal, viene a desestabilizar esta narrativa al demostrar que quienes abandonan el snus —una forma de nicotina oral sin combustión de uso extendido en Suecia— pueden experimentar un aumento en la presión arterial y en el peso corporal. La cesación, lejos de ser una promesa de alivio, puede convertirse en un nuevo punto de inflexión fisiológica.
Este hallazgo, a la vez inusual y clínicamente perturbador, desafía pilares esenciales de la medicina preventiva. Por primera vez, un estudio de cohorte con seguimiento riguroso y mediciones domiciliarias diarias ofrece evidencia prospectiva de que dejar el snus —ya sea con o sin tabaco— no produce beneficios cardiovasculares inmediatos. Más aún: sugiere que la cesación podría desencadenar efectos adversos transitorios, como si el cuerpo, habituado a una sustancia que lo altera, reaccionara al vacío con un nuevo desajuste. La supuesta neutralidad terapéutica del abandono queda, así, en entredicho.
El estudio, inicialmente concebido para comparar los efectos entre quienes lograran dejar el snus y quienes recayeran en su consumo, fue desbordado por una paradoja estadística: el 89 % de los 37 participantes incluidos mantuvo la abstinencia durante las doce semanas de seguimiento. Este éxito inesperado —más propio de un ensayo clínico con intervención intensiva que de un estudio observacional— privó a los investigadores de un grupo control funcional. Sin embargo, lejos de invalidar el diseño, esta contingencia fortaleció el análisis longitudinal en aquellos que sí abandonaron el hábito, permitiendo observar con nitidez las oscilaciones fisiológicas que siguieron a la cesación.
Los participantes —adultos entre 18 y 70 años, en su mayoría varones y sin consumo concomitante de otros productos con nicotina— fueron sometidos a una evaluación exhaustiva. El protocolo combinó análisis de sangre, cuestionarios validados sobre dieta, actividad física y sedentarismo, así como mediciones clínicas de presión arterial y peso corporal. A ello se sumaron registros domiciliarios de presión arterial tres veces al día, una rutina que dotó al estudio de una temporalidad viva, casi respirante. El diseño clínico fue meticuloso, transparente y éticamente irreprochable, lo que refuerza la solidez de los datos observados.
¿Una abstinencia que enferma?
La hipótesis inicial —sustentada en el conocimiento bien establecido de los efectos agudos de la nicotina, como la vasoconstricción, el aumento de la presión arterial y de la frecuencia cardíaca— postulaba que su retirada conduciría, casi de forma natural, a una mejora cardiovascular. Pero el cuerpo, nuevamente, desvió el guión.
Lejos de registrar una recuperación, el estudio documentó un incremento medio de 3,7 mmHg en la presión sistólica domiciliaria, sostenido a partir de la quinta semana. Un cambio discreto en apariencia, pero clínicamente significativo, sobre todo en individuos con tensiones previamente normales. “Realmente no esperábamos este resultado”, reconoció Nyström, desnudando la incertidumbre que aún persiste incluso en los diseños más meticulosos.
El estudio también constató una ganancia media de 1,8 kg en el peso corporal y una elevación en los niveles de HbA1c —biomarcador clave del control glucémico—, especialmente pronunciada en mujeres. A ello se sumaron alteraciones en el perfil lipídico, con incrementos en el colesterol total, el HDL y el no-HDL, así como un aumento transitorio de la proteína C-reactiva ultrasensible (hsCRP), indicador clásico de inflamación sistémica. En conjunto, estos cambios no dibujan un escenario de mejora clínica, sino más bien el de una disrupción homeostática: como si la retirada de la nicotina desajustara, al menos temporalmente, los delicados equilibrios metabólicos.
En un guiño anecdótico tan inesperado como revelador, Nyström comparó estos hallazgos con los de un estudio anterior en el que el consumo prolongado de regaliz —esa raíz dulzona e inocente en apariencia— también elevaba la presión arterial. El paralelismo no es menor: subraya una verdad incómoda y frecuentemente ignorada por la mirada clínica convencional. Algunas sustancias, incluso aquellas que se cuelan en la dieta cotidiana sin levantar sospechas, ejercen roles complejos —y a menudo ambiguos— en la regulación cardiovascular.
Asimismo, estudios previos con parches de nicotina han demostrado que la retirada completa de esta sustancia puede desencadenar efectos metabólicos notables —en particular, un aumento de peso—, posiblemente mediado por alteraciones en el gasto energético, en la regulación del apetito, en hormonas como la leptina o en los circuitos cerebrales del sistema de recompensa. El snus, al liberar nicotina de forma sostenida y sin combustión, habría contribuido a mantener un equilibrio fisiológico artificial que la supresión abrupta desarticuló. Como si el cuerpo, desprovisto de su estímulo habitual, reconfigurara a tientas sus mecanismos de autorregulación.
El equilibrio perdido
Desde la perspectiva de la reducción de daños, los hallazgos de este estudio invitan a revisar los enfoques binarios que oponen, de manera tajante, consumo y abstinencia. Los productos de nicotina sin combustión podrían desempeñar un papel estratégico como sustitutos menos nocivos, especialmente para quienes no logran —o no desean— abandonar del todo el hábito. Que la cesación del snus —una sustancia ya considerablemente menos perjudicial que el cigarrillo— pueda inducir efectos adversos iniciales no implica que su uso deba ser promovido sin cautela. Pero sí exige que el abandono sea un proceso clínicamente acompañado, cuidadosamente monitoreado y comprendido en toda su complejidad fisiológica y psicosocial. Porque no toda abstinencia equivale, de inmediato, a salud.
La ausencia de beneficios inmediatos no invalida los objetivos de salud a largo plazo, pero sí reclama transiciones más matizadas, progresivas y centradas en la singularidad de cada organismo. En particular, en personas con riesgo cardiovascular o bajo tratamiento antihipertensivo, el abandono de la nicotina no debería concebirse como un acto clínicamente neutro. Requiere acompañamiento, escucha y vigilancia: medir regularmente la presión arterial tras la cesación no es solo una recomendación prudente, sino una responsabilidad sanitaria elemental.
¿Qué sabemos? ¿Qué ignoramos aún? Los mecanismos exactos que explican estos efectos permanecen en penumbra. ¿Estamos ante una reacción del sistema nervioso simpático privado súbitamente de estímulo nicotínico? ¿Un rebote inflamatorio? ¿Un giro conductual imperceptible pero fisiológicamente decisivo? Las preguntas se acumulan y los datos aún no alcanzan. Se necesitan nuevos estudios que incorporen biomarcadores hormonales, amplíen la diversidad geográfica y, sobre todo, incluyan poblaciones sin una motivación explícita para dejar el snus. Solo así podremos trazar un mapa más fiel de las consecuencias de su cesación —y escapar de la ilusión de que menos daño es, automáticamente, ningún daño.
También resulta esencial distinguir entre los distintos tipos de snus: el tradicional, que contiene tabaco, y la versión blanca —sin tabaco—, cuyo uso crece de forma acelerada en países como el Reino Unido y Estados Unidos. En esta cohorte, un 32 % de los participantes consumía exclusivamente la versión sin tabaco. Aunque ambos formatos administran nicotina por vía oral, sus perfiles químicos, mecanismos de absorción y posibles efectos secundarios podrían no ser equivalentes. Asumir su intercambiabilidad sin evidencia sólida es, cuanto menos, arriesgado.
Salud sin dogma
Este estudio no cuestiona los beneficios de dejar la nicotina, pero sí exige que no simplifiquemos el proceso ni pasemos por alto sus efectos adversos transitorios. Abandonar una sustancia con implicaciones hormonales, cardiovasculares y conductuales no es un acto trivial. Requiere seguimiento clínico, educación rigurosa y —¿por qué no?— estrategias de sustitución que amortigüen la disrupción fisiológica. Porque cesar no es desaparecer de la ecuación, sino reescribirla con mayor conciencia del cuerpo, del riesgo y del tiempo que toda adaptación profunda demanda.
En paralelo, otras líneas emergentes de investigación sobre la hipertensión —como el ayuno intermitente temprano, el uso moderado de azúcar de coco o la suplementación con vitamina D— sugieren que el camino hacia una presión arterial saludable podría transitar por estrategias nutricionales y conductuales más integrales. Caminos menos dependientes del dogma antinicotínico y más atentos a la complejidad metabólica del cuerpo humano. Porque quizás el corazón, como el pensamiento, no responde siempre a prohibiciones, sino a transformaciones sostenidas.
En definitiva, el estudio dirigido por Nyström devuelve a la ciencia su papel más noble: el de cuestionar lo dado, y nos recuerda que, en salud pública, los atajos morales rara vez conducen a la verdad fisiológica. Porque entre lo correcto y lo útil, a veces se abre una distancia que solo la evidencia —no la convicción— puede recorrer.
Referencia
P., Joelsson, A., Rådholm, K. et al. “Cardiovascular and metabolic changes following 12 weeks of tobacco and nicotine pouch cessation: a Swedish cohort study”. Harm Reduct Journal 22, 54 (2025). https://doi.org/10.1186/s12954-025-01195-y
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