La utopía del humo: la pureza como coartada

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Por qué la prohibición generacional del tabaco en Maldivas es más símbolo que solución.

En tiempos de ansiedad climática, guerras por delegación y algoritmos que reconfiguran incluso nuestros vicios más íntimos, la idea de una generación entera libre de tabaco se antoja, a primera vista, como un pequeño triunfo civilizatorio. Eso es, precisamente, lo que acaba de legislar Maldivas: una prohibición vitalicia para la venta de productos de tabaco a toda persona nacida a partir del 1 de enero de 2007. Un gesto audaz. Un titular complaciente. Una utopía administrativa convertida en decreto.

Pero cuando la política se convierte en símbolo puro suele desligarse de su eficacia. La prohibición generacional aprobada por el Parlamento de Maldivas el 13 de mayo no es solo un experimento jurídico. Es también —y quizá sobre todo— una declaración moral: una reafirmación de que el Estado, como isla de intereses particulares, persiste en la fantasía de que la virtud puede imponerse por decreto. No importa que el país prohíba también el acceso a productos menos nocivos, como los cigarrillos electrónicos. No importa que ya existan indicios claros de un comercio ilícito en expansión y tasas de tabaquismo juvenil que no ceden. En esta historia, la pureza del mensaje pesa más que la complejidad del problema.

La Coalición de Defensores de la Reducción del Daño por Tabaco en Asia-Pacífico (CAPHRA) lo ha expresado con una claridad incómoda: legislar contra el tabaco sin ofrecer alternativas realistas puede ser peor que no hacer nada. En palabras de Nancy Loucas, una de sus voces más elocuentes: “La aprobación de leyes que prohíben el tabaco no elimina la demanda. Esto solo conduciría a un aumento del contrabando, exponiendo a los jóvenes consumidores a productos ilícitos más dañinos y de menor calidad”.

Una advertencia que resuena como el eco de otras cruzadas fallidas: la del alcohol en los años veinte, la del cannabis durante gran parte del siglo XX, la de las drogas duras en la actualidad. Prohibir no suprime el deseo: apenas lo destierra hacia los márgenes, donde la opacidad lo vuelve más peligroso.

Políticas de pureza que amputan

Prohibir, en nombre de la salud pública, tiene una historia larga y llena de contradicciones. Lleva el sabor moral del bien común, pero también el reflejo disciplinario del castigo. Y rara vez se detiene en los matices del deseo, del hábito, de esa economía informal que florece justo donde el poder decide no mirar. En Maldivas, un país con limitaciones evidentes para hacer cumplir una legislación tan ambiciosa, ¿quién vigilará las esquinas? ¿Qué ocurrirá cuando la ley entre en vigor y el cigarrillo —ese símbolo del límite— vuelva a brillar entre los dedos adolescentes con el aura incierta del riesgo?

Nueva Zelanda, pionera en este tipo de políticas, ofrece una lección menos celebrada. Tras aprobar una legislación similar en 2022, el país dio marcha atrás dos años después. No por debilidad, sino por lucidez. La ministra asociada de Salud, Casey Costello, lo explicó ante el Parlamento con crudeza: eliminar la oferta no elimina la demanda; solo genera desesperación. Lo dijo sin adornos: nadie dejará de fumar por decreto. Lo hará —si lo hace— con apoyo, con educación, con acceso a alternativas menos dañinas. Como ya advirtió Nancy Loucas, es ahí —y no en la represión— donde reside la posibilidad real de transformación. En Nueva Zelanda, por ejemplo, la regulación eficaz del vapeo contribuyó a reducir el tabaquismo diario del 16,4 % en 2011-2012 al 6,8 % en 2023.

Nada de esto es anecdótico. Es el tipo de evidencia que suele quedar fuera del discurso prohibicionista, ansioso por imponer normas absolutas en un mundo tejido de matices. Un estudio reciente en el Reino Unido advierte que este tipo de prohibiciones puede generar efectos secundarios significativos: pérdida de empleo en pequeños comercios, desigualdad territorial, debilitamiento de la inversión local y expansión de mercados paralelos cada vez más difíciles de controlar.

Y luego está el problema jurídico, quizá el más inquietante de todos: ¿qué implica que un grupo de gobernantes, en nombre del Estado, niegue a un adulto el acceso a un producto legal únicamente por haber nacido en una fecha determinada? ¿Qué revela esto sobre nuestra relación con la ley, con la salud, con la justicia sanitaria?

Purificar, castigar, fragmentar

Las políticas públicas necesitan mucho más que buenas intenciones. Requieren lucidez. Requieren humildad para aceptar que el comportamiento humano rara vez se ajusta a los modelos ideales. CAPHRA lo repite con obstinación científica: sin estrategias de reducción de daño —sin alternativas reguladas, sin campañas educativas bien diseñadas, sin mecanismos de apoyo real— estas prohibiciones no transforman la sociedad; solo la fragmentan entre quienes pueden eludir la norma y quienes la padecen sin escapatoria.

No se trata, por supuesto, de glorificar el tabaquismo. Ni de romantizar a una industria que durante décadas camufló su violencia bajo la estética del placer. Pero sí se trata de reconocer que el problema no desaparece por negarlo. Y que criminalizar el consumo —de forma directa o por omisión— puede abrir más heridas de las que pretende cerrar.

En las primeras décadas del siglo XXI, cada vez más gobiernos ensayan soluciones fáciles a problemas complejos, y la prohibición maldiva funciona como un espejo que devuelve una imagen incómoda: la del Estado, bajo un abanico de influencias protéticas, que prefiere prohibir antes que educar, castigar antes que acompañar. Quizá por miedo, quizá por impotencia, quizá para satisfacer otros intereses. O quizá, simplemente, porque todavía nos cuesta aceptar que la salud pública no se construye desde la pureza, sino desde el conflicto.

______

Nota: 

En el momento de terminar este texto, se anunció que el próximo 31 de mayo, Día Mundial Sin Tabaco, la Organización Mundial de la Salud (OMS) entregará su galardón más distinguido del año al presidente de Maldivas, Mohamed Muizzu. Lo hará en reconocimiento a su «liderazgo» en políticas de control del tabaco, compartiendo el honor con el Ministerio de Salud de Mauricio. En total, serán 36 los premiados a nivel global. La cifra —prolija, generosa— sugiere que la virtud, como el humo, tiende a expandirse con facilidad cuando hay cámaras encendidas.

El presidente Muizzu ha sido el arquitecto de una de las legislaciones más ambiciosas y celebradas de la región: una prohibición generacional que impedirá el uso, la venta y la distribución de tabaco a toda persona nacida a partir del 1 de enero de 2007. La medida se complementa con el aumento de la edad mínima legal para fumar —ahora fijada en 21 años— y con un veto total al vapeo en todo el país.

Desde lejos, la OMS aplaude. Desde dentro, cabría preguntarse quién celebrará cuando la ley se vuelva trinchera, cuando la virtud se traduzca en vigilancia, cuando la salud pública se transforme en un nuevo régimen de exclusión. Porque premiar una política no la convierte en justa. La legitima. La blinda. La consagra como símbolo. Y en estos tiempos —tan necesitados de gestos, tan reacios a la complejidad— el símbolo vale más que la solución.


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REDACCION VT
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