Sara, Romina y Sofía: tres mujeres, tres cuerpos, un mismo aliento
Durante décadas, Sara, Romina y Sofía vivieron atrapadas en la combustión lenta del tabaco. Nada —ni tratamientos caros ni culpa ni enfermedad— logró lo que un cigarrillo electrónico consiguió: devolverles el aire. Esta es una historia de adicción, autonomía y silencio institucional.
Una era adolescente cuando encendió el primer cigarro. Otra fumaba en los pasillos del hospital con un pulmón a medio funcionar. La tercera arrastraba la culpa de fumar incluso embarazada. Ninguna encontró en el sistema de salud una salida clara. Lo que las salvó no fue una medicina recetada, sino una decisión autodidacta: vapear. En una crónica entrelazada, tres mujeres narran con crudeza y lucidez cómo aprendieron a respirar de nuevo. Lo que respiran hoy no es solo vapor: es libertad.
Abril o el mes del aire
En algún punto de abril, sin precisión de calendario ni ceremonia previa, tres mujeres dejaron de fumar. No fue un milagro ni un accidente. Tampoco una imposición médica ni un producto milagroso vendido por televisión. Fue un cambio de respiración, casi imperceptible al principio, como cuando el cuerpo empieza a desaprender un idioma antiguo.
Una de ellas lo recuerda con una nitidez desconcertante: “Ese día sentí por primera vez el aire limpio bailar en mis pulmones”, dijo Romina, como si el oxígeno tuviera música. Tenía 37 años y dos décadas de caladas acumuladas en la garganta.
En otra ciudad, Sara, más joven y con acento argentino, había pasado de liar cigarrillos a desmontarlos. No por desesperación, sino por curiosidad. Y en una aldea rural en el norte de España, Sofía —cuerpo frágil de adicta histórica— se aferraba a su vaporizador con la serenidad de quien sobrevivió a sí misma.
No se conocían. Nunca se cruzaron en una sala de espera ni compartieron una calada. Pero sus historias, separadas por la geografía e infancias distintas, terminan entrelazadas por una misma pregunta que hoy flota en el aire como una última bocanada no exhalada: ¿por qué nadie les habló antes del vapeo?
Primera inhalación: el origen del humo
Para entender cómo se sale, primero hay que saber cómo se entra. Ninguna de ellas encendió su primer cigarro por ignorancia. Lo hicieron por pertenecer, por imitar, por deseo, por herencia. Lo hicieron por el rito.
Sara, por ejemplo, tenía 16 años cuando encendió el suyo. Lo recuerda con una precisión litúrgica: el roce del papel, el chasquido seco de la cerilla, el aroma acre que se escapaba entre los dedos como un secreto. Era su primer año de universidad, lejos de la casa familiar en Argentina y, también, de las normas tácitas de su entorno. Fumar era más que un gesto: era una declaración de autonomía.
“Lo hacía por el grupo, claro. Pero también por ese olor inolvidable. Era como si el humo me prometiera algo”. Lo que prometía, sin embargo, pronto se convirtió en deuda. Dos paquetes por salida con amigos. Rendimiento deportivo arrasado. El rostro pálido tras cada entrenamiento. Como si el cuerpo empezara a pasar la factura. Ya había dejado el balonmano.
Para Romina, en cambio, el inicio fue más precoz: apenas 13 años y ya el cigarro formaba parte del mobiliario afectivo de sus días. Durante años, el sabor áspero del tabaco fue su despertador diario. No es que no intentara dejarlo. Lo hizo más de diez veces, con Champix, con voluntad, con culpa. Incluso durante sus dos embarazos, cuando el deseo de proteger se vio eclipsado por la ansiedad de la próxima calada.
Sofía, la mayor de las tres, pasó más de media vida atrapada entre humo y pánico. Tres cajetillas al día. Luego tabaco de liar, creyendo ingenuamente que el acto de enrollar reduciría el ansia. Lo que consiguió fue intensificar la dependencia. Dormía semisentada para no asfixiarse. Fumaba durante la madrugada en los pasillos del hospital, desafiando carteles de “Prohibido fumar” como quien se agarra a una soga invisible.
“Era eso o el abismo”, recuerda, sin exagerar.
Segunda calada: el cuerpo que resiste
Todas ellas vivieron momentos de fractura. No fueron campañas antitabaco ni sermones médicos los que operaron la grieta, sino la experiencia corporal del límite.
En el caso de Sara, fue la constatación de que el deseo persistía incluso cuando la nicotina disminuía. Liar cigarrillos ya no era suficiente. El olor —antes seductor— se había convertido en un rastro de encierro. Fue al toparse con un cartel sobre tabaco sin combustión cuando algo cambió. Investigó. Comprendió que el daño físico se reducía, pero que la adicción ritual permanecía intacta.
Era como cambiar el cuchillo por una cuchara: menos peligroso, pero aún presente.
Romina, por su parte, encontró en el vapeo algo inesperado. En una madrugada de cansancio y búsqueda, leyó testimonios en foros en línea: vidas rescatadas del humo como si fueran cartas arrojadas al mar. Compró un kit con 16 mg de nicotina. Pensó: “Si reduzco un 25 %, ya me doy por satisfecha”.
Pero el efecto fue otro. Nueve meses sin encender un solo cigarrillo. Hoy se conforma con 3 mg, sale de casa sin el dispositivo y no echa nada en falta.
“Ni loca vuelvo a encender uno”, dice con firmeza, casi con asombro.
Sofía fue la última en llegar, pero quizá la que cayó más hondo. Cuando su compañero le mostró vídeos de El Mono sobre el vapeo, se rió, escéptica. Pero lo intentó. Compró un kit de segunda mano y, por primera vez en 26 años, pasó una semana entera sin encender un cigarrillo. Nunca volvió atrás. En agosto de 2020, dejó también la nicotina.
“Como quien se cambia de jersey”.
Tercera calada: lo que nadie enseña
A todas les costó lo mismo: desaprender. No el fumar —eso vino después—, sino el creer que solo el médico posee la llave de la salvación. El vapeo no irrumpió en sus vidas como receta, sino como herejía.
Sofía lo dice sin rodeos: “Yo no me curé en una consulta, me curé en YouTube”. Pasó semanas viendo tutoriales, leyendo foros, entendiendo aquello que nunca nadie le explicó con claridad. Aprendió a distinguir tipos de líquidos, resistencias, niveles de nicotina. Aprendió a cuidar un dispositivo del que dependía su futuro. A veces piensa que fue como aprender a respirar de nuevo, pero en una lengua prestada.
Sara también estudió con la precisión obsesiva de quien no quiere fallar esta vez. Treinta horas de vídeos, artículos técnicos, blogs de exfumadores. Cada clic era una pregunta sin respuesta en una sala de espera.
Su primera calada de vapor no fue una revelación, sino un experimento. Pero pronto comprendió que el cuerpo empezaba a ceder, a limpiarse, a soltar.
Lo más difícil no fue dejar el cigarro, fue lidiar con la incredulidad ajena.
—¿De verdad crees que eso es mejor?
—Eso también es fumar, solo que disfrazado.
—La nicotina líquida es peor.
—Te va a salir una oreja extra en la mano.
Romina ríe al recordar esas frases. Las ha escuchado todas. Y, sin embargo, ningún médico le ofreció una alternativa con la misma contundencia con la que recetaba pastillas. “Me asombra que algo tan eficaz esté tan silenciado. ¿Por miedo? ¿Por ignorancia? ¿O por intereses?”
La misma pregunta aparece, con matices, en las tres bocas.
La anatomía del entorno
Es imposible comprender estas historias sin mirar alrededor. Lo que fumamos también depende de dónde estamos. Y de quién nos escucha.
En los muchos barrios donde creció Romina, fumar formaba parte del paisaje. Las madres fumaban, los padres fumaban, las profesoras fumaban. Nadie hablaba de daño: el tabaco era un acompañante, no un enemigo. Cuando intentó dejarlo durante el embarazo, recibió más juicio que ayuda. Cuando por fin lo consiguió, recibió silencio.
Sara emigró a España justo cuando su cuerpo empezaba a reclamar aire. Lo que encontró no fue un sistema sanitario abierto a nuevos enfoques, sino un escenario fragmentado, donde vapear era sinónimo de incertidumbre y desinformación. Aprendió sola lo que bien podría haberle enseñado alguien con bata blanca. Y aún hoy se pregunta: ¿por qué la medicina preventiva ignora lo que funciona?
Sofía vive en un pueblo donde nadie —hasta hoy— habla de vapear. Los estancos aún venden solo tabaco tradicional. Sus vecinos la miran con desconfianza, como si su pequeño vaporizador fuera un artefacto de ciencia ficción. Pero es ese aparato el que le da el 99 % de saturación de oxígeno que muestra en las revisiones médicas. El trofeo más silencioso de su vida.
Última exhalación: lo que queda en el aire
Todas dejaron el tabaco. Todas se curaron fuera de los protocolos oficiales. Todas tienen algo más que decir, no como expertas, sino como sobrevivientes.
Sara, con voz firme, deja en el aire una hipótesis que suena a obviedad:
“¿Y si enseñar sobre el vapeo formara parte de la medicina preventiva?”.
Romina lanza una provocación:
“Sigo sin entender por qué dejan morir a tanta gente. ¿Intereses de qué tipo?”.
Sofía, por fin, observa el mundo con el vaporizador en la mano y dice:
“Yo era humo. Hoy soy aire”.
Sus frases no terminan en punto final, sino en suspensión. Como un respiro abierto. Como si aún quedara mucho por decir entre la invisibilidad y la conquista, entre el aislamiento y la resistencia. Como si el último suspiro no fuera un final, sino un reinicio. Una dignidad discreta.
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Nota:
Este texto está basado en tres historias reales. Por respeto a la privacidad de las protagonistas, sus nombres han sido modificados. Los relatos fueron construidos a partir de testimonios escritos y correspondencia directa. Algunos detalles han sido adaptados para preservar el anonimato sin alterar la veracidad de los hechos.
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