El gobierno del Reino Unido propone aumentar los impuestos sobre los cigarrillos electrónicos para reducir su uso entre los jóvenes. Sin embargo, Tim Worstall, escritor y Senior Fellow del Adam Smith Institute, advierte que esta medida podría ser contraproducente. En su artículo «Taxing vaping is really very silly indeed», sostiene que el vapeo es un sustituto del tabaco y que gravarlo podría empujar a los adolescentes hacia el tabaquismo, generando consecuencias negativas para la salud pública.
En el centro de un debate siempre encendido, Tim Worstall se alza como una voz crítica contra la propuesta del gobierno británico de aumentar los impuestos sobre los productos de vapeo.
Tim es un escritor británico, bloguero experimentado y Senior Fellow del Adam Smith Institute, conocido por sus agudas observaciones sobre política y economía. Worstall ha colaborado con medios de renombre como The Guardian, The New York Times, Forbes y The Wall Street Journal, y en su más reciente análisis, titulado «Taxing vaping is really very silly indeed«, plantea una serie de argumentos que invitan a una reflexión profunda sobre los efectos no intencionados de las políticas públicas.
La propuesta de aumentar los impuestos sobre los cigarrillos electrónicos, impulsada por la ministra de Hacienda Rachel Reeves, puede parecer para muchas personas, a primera vista, una medida lógica. El creciente uso de cigarrillos electrónicos entre jóvenes de 11 a 15 años ha encendido las alarmas en el Reino Unido, llevando al gobierno a buscar soluciones que frenen este comportamiento. Sin embargo, ¿es gravar el vapeo la solución adecuada o podría ser, como advierte Worstall, un error estratégico?
Worstall no cuestiona la importancia de reducir el consumo de nicotina entre los adolescentes, pero señala que el enfoque debe ser más matizado. Su argumento principal gira en torno a la naturaleza del vapeo: es un sustituto, no un complemento del tabaquismo. Según la lógica económica, cuando los productos son complementarios, como el tónico y la ginebra, aumentar el consumo de uno lleva al aumento del otro. Sin embargo, en el caso del vapeo, al actuar como sustituto de los cigarrillos tradicionales, un mayor uso del vapeo reduce el consumo de tabaco.
Este punto clave está respaldado por diversos estudios que muestran que los cigarrillos electrónicos son significativamente menos dañinos que los productos de tabaco combustibles. En países donde el acceso al vapeo es más amplio las tasas de tabaquismo entre los adolescentes han disminuido considerablemente, reforzando la idea de que el vapeo puede funcionar como una herramienta eficaz para desviar a los jóvenes del tabaco. Gravar los cigarrillos electrónicos, según Worstall, haría que el vapeo fuera menos accesible y, paradójicamente, empujaría a los jóvenes hacia el tabaco, un producto mucho más dañino.
Para Tim el ejemplo de Australia es especialmente ilustrativo de los riesgos de las políticas restrictivas. En un país donde los cigarrillos electrónicos con nicotina solo se pueden obtener con receta médica, las tasas de tabaquismo entre los adolescentes han aumentado por primera vez en 25 años. Esta situación, que debería haber alarmado a los responsables de políticas de salud pública, plantea una pregunta crucial: ¿qué tan efectiva es una política que, en lugar de reducir el daño, lleva a los jóvenes de vuelta al tabaco?
El argumento de Worstall es que más vapeo significa menos tabaco, una realidad que las políticas restrictivas parecen ignorar. El riesgo, por lo tanto, no está en el vapeo en sí, sino en las consecuencias de hacerlo menos accesible: ¿qué prefieren los gobiernos, adolescentes que vapean o adolescentes que fuman?
Desde una perspectiva económica, Worstall propone una solución radicalmente diferente: en lugar de gravar el vapeo, se debería ampliar la diferencia de precio entre los cigarrillos y los productos de vapeo. Esto podría lograrse reduciendo los impuestos sobre los productos de vapeo, o incluso subsidiándolos, como una estrategia de reducción de daños. Cuanto más caros sean los cigarrillos en comparación con los cigarrillos electrónicos, más probable será que los jóvenes elijan la opción menos perjudicial.
Sin embargo, este enfoque enfrenta críticas desde los sectores más puritanos de la salud pública, que insisten en que ninguna cantidad de nicotina es segura para los adolescentes. Pero la realidad es que el vapeo, aunque no sea completamente inocuo, es considerablemente menos dañino que el tabaco, y las políticas públicas deben ser lo suficientemente flexibles para equilibrar estos riesgos.
Al final, el debate se reduce a una cuestión de prioridades: ¿es mejor proteger a los adolescentes del vapeo a costa de empujarlos hacia el tabaco? Las experiencias con un enfoque prohibicionista suelen presentar consecuencias devastadoras, al contrario de un acceso controlado y regulado al vapeo que puede contribuir a la reducción del tabaquismo juvenil.
El argumento de Worstall es claro: gravar los cigarrillos electrónicos podría ser una política bien intencionada pero equivocada. En lugar de ayudar a los jóvenes, podría empujarlos hacia un hábito mucho más dañino, con consecuencias a largo plazo para la salud pública. Si el objetivo es realmente reducir el tabaquismo entre los adolescentes, es hora de reconsiderar las políticas restrictivas y optar por un enfoque más matizado, uno que fomente el vapeo como una alternativa menos dañina al tabaco.
En última instancia, las políticas de salud pública deben ser diseñadas no solo para proteger, sino también para prevenir el daño. Y a veces, como sugiere Worstall, eso significa permitir soluciones imperfectas pero menos peligrosas, como el vapeo.
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