¿Está la OMS dispuesta a sacrificar millones de vidas adultas en nombre de una pureza moral que ni la ciencia ni la historia avalan?
En el Día Mundial Sin Tabaco de 2025, la Organización Mundial de la Salud volvió a desplegar su intransigente dogmatismo: exigir la prohibición absoluta de todos los sabores en productos de tabaco y nicotina —desde los cigarrillos convencionales hasta los dispositivos electrónicos y el tabaco calentado. Presentan su cruzada como una empresa moral incuestionable: los sabores, sostienen, seducen a los más jóvenes, disimulan la toxicidad de la nicotina y perpetúan las cadenas de la dependencia.
Pero bajo esta superficie de buenas intenciones y certezas inapelables se oculta una estrategia simplista y, en última instancia, profundamente nociva. No toda exposición a la nicotina es igual, como tampoco toda dependencia desemboca en la misma devastación. Ignorar estos matices no solo es intelectualmente deshonesto: es éticamente irresponsable. Aunque la nicotina no sea inocua, el riesgo que implica su consumo puede —y debe— ser mitigado. Desde una perspectiva histórica, respaldada por décadas de investigación multidisciplinaria, prohibir los sabores equivale a disparar contra el blanco equivocado: una medida que difícilmente salvará vidas, pero que, sin duda, condenará a muchas más.
La nicotina, convertida en chivo expiatorio por su potencial adictivo, no es el verdadero verdugo en la tragedia del tabaquismo. Los ilustres señores y señoras que se resguardan tras la fachada institucional saben —aunque callen— que el enemigo mortal es la combustión: esa reacción química inexorable que transforma el acto de fumar en un lento envenenamiento, cotidiano y silente. En contraste, tecnologías como los cigarrillos electrónicos y el tabaco calentado, especialmente en sus variantes saborizadas, han demostrado ser herramientas eficaces para alejar a fumadores adultos del ritual mortífero del cigarrillo convencional, reduciendo drásticamente su exposición a sustancias cancerígenas.
Prohibir los sabores podría, en efecto, reducir el atractivo de estos productos entre los jóvenes —una preocupación legítima y urgente—, pero también socavaría los esfuerzos de millones de fumadores adultos que buscan alternativas de menor riesgo. ¿O acaso los sabores no resultan atractivos para personas de cualquier edad? La evidencia es obstinada: en países como el Reino Unido y Nueva Zelanda, donde la reducción de daños es política pública, sabores como la menta o las frutas son elementos cruciales para sostener a los exfumadores lejos del tabaco combustible, contribuyendo decisivamente al descenso histórico de las tasas de tabaquismo.
Más alarmante aún es el efecto colateral que la OMS elige ignorar: prohibir sabores no elimina la demanda; apenas la desplaza hacia mercados clandestinos, desprovistos de toda regulación sanitaria, donde el riesgo no solo se incrementa, sino que se diversifica y amplifica. Al clausurar las puertas a alternativas más seguras, se abren de par en par las del contrabando y el consumo inseguro. No se trata simplemente de un error estratégico en salud pública; es una afrenta a la equidad social, que golpea con mayor severidad a las poblaciones más vulnerables, allí donde el tabaco tradicional sigue cobrando sus víctimas más invisibles.
La historia es un maestro cruel para quienes se obstinan en no aprender: las cruzadas prohibicionistas fracasan porque sustituyen la razón por el dogma, la ciencia por el moralismo. No necesitamos más represión. Necesitamos políticas inteligentes, cimentadas en evidencia robusta, capaces de proteger a los jóvenes sin condenar a quienes buscan escapar de su dependencia, ofreciendo vías reales, pragmáticas y compasivas de redención.
Defender la no prohibición no es claudicar ante los intereses de la industria, como algunos insinúan. Es abrazar la ciencia. Es optar por el pragmatismo frente a la ideología. Es, en última instancia, un acto radical de humanidad. Proteger la salud pública no debería significar amputar opciones, sino abrir caminos seguros para quienes, atrapados en su fragilidad, aún desean —y merecen— sobrevivir.
Porque, en última instancia, toda política pública que renuncia a la complejidad del ser humano lo condena a transitar por senderos clandestinos y oscuros. Y es allí, en la penumbra de las soluciones fáciles, donde la salud pública extravía su nombre y su propósito. Defender la ciencia, el pragmatismo y la humanidad no es transigir: es, quizá, la última forma de resistencia lúcida en un mundo que prefiere las certezas cómodas a las verdades incómodas.
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