En un mismo mapa caben varias geografías del control. La del castigo y la de la negociación. La del pragmatismo y la del dogma. La del gesto simbólico y la del cálculo frío. En julio de 2025, mientras el verano quemaba Europa, distintos gobiernos desplegaron sus cartas sobre el tablero global del tabaco y la nicotina. Al hacerlo, revelaron más que simples ajustes regulatorios: mostraron la batalla silenciosa por el sentido del placer, el riesgo y el derecho a elegir.
España, con su Real Decreto, decidió apretar la tuerca. Su límite de 0,99 mg de nicotina por bolsita en las nicotine pouches es, en la práctica, una prohibición. Prohíbe sabores, impone empaquetado genérico, suma advertencias sanitarias y fija nuevos topes de nicotina en productos herbales para calentar. El discurso oficial lo resume con la contundencia de lo irrefutable: “No se trata de mercado, sino de proteger la vida”.
Pero las críticas de países como Suecia exponen la grieta: ¿cómo justificar restricciones casi absolutas sobre alternativas menos nocivas mientras los cigarrillos —responsables del 95% de las muertes por tabaco— circulan con menos trabas? Suecia responde con historia y cifras: un 5% de tabaquismo adulto, el más bajo de Europa, alcanzado no con prohibiciones, sino con snus y nicotina oral. No sorprende que lidere las objeciones al plan español.
Mientras tanto, en los Países Bajos, la estrategia fue otra: el gobierno notificó a Bruselas un reglamento para extender el empaquetado genérico a vapes y cigarros. No se trata solo de cambiar envoltorios, sino de despojar al mercado de su lenguaje más silencioso: el de los colores y brillos que venden pertenencia.
Austria, por su parte, afiló el bisturí: prohibió los sabores característicos en productos de tabaco calentado y endureció las advertencias sanitarias, alineándose con el Acto Delegado de la UE. Chequia optó por un enfoque más quirúrgico: limitar solo los sabores “de golosina” que seducen a menores. Bélgica se movió en el terreno de las concesiones, suavizando su propuesta de restricción del vapeo en terrazas y retrasando su aplicación, consciente de que regular también es pactar con las costumbres. Y Bulgaria, entre tanto, corrigió un error técnico en su proyecto de prohibición de vapes desechables, recordando que en el engranaje comunitario los plazos y los procedimientos son tan políticos como el fondo.
Fuera de Europa
En otras regiones, el tablero revela tensiones distintas. Jamaica aprobó en el comité parlamentario un veto integral a la publicidad del tabaco y la nicotina. Si el texto sobrevive al debate legislativo, el país caribeño se unirá al club de los que cortan el problema desde la raíz: silenciando los mensajes que durante décadas sostuvieron el negocio del humo.
En Malasia, el ministro de Salud anunció que estudia prohibir por completo el vapeo. No será fácil: el gobierno sabe que un veto absoluto exige diálogo con industrias, consumidores y, sobre todo, con una sociedad para la que el vapeo se volvió hábito.
En el otro extremo del espectro, Nueva Zelanda retrocede. Revoca la obligación de que vapes y productos de tabaco calentado lleven baterías extraíbles. La norma, que pretendía sumar seguridad y sostenibilidad, chocó con la realidad del mercado y la tecnología. El país que fue modelo mundial de políticas antitabaco ajusta sus ambiciones a la viabilidad, recordando que el purismo también puede fracasar.
Reino Unido, fiel a su pragmatismo, no discute el consumo, lo gestiona. Introdujo una nueva categoría de residuos electrónicos para vapes y tabaco calentado, incorporándolos al engranaje de recogida y reciclaje. Allí, el control del tabaco se mezcla con el lenguaje de la sostenibilidad. Porque el problema, parecen decir los británicos, no termina en los pulmones: también envenena los vertederos.
Todas estas piezas forman un mosaico irregular. Un mapa en el que el control del tabaco y la nicotina se mueve entre el paternalismo y el pragmatismo, entre la salud pública y la libertad de elegir, entre el interés fiscal y el ambientalismo. España aprieta. Suecia disiente. Malasia planea prohibir. Nueva Zelanda retrocede. Reino Unido reordena. Cada país regula, pero también se revela: muestra su historia, sus miedos, sus límites.
El resultado no es solo un conjunto de normas. Es un espejo. Uno donde cada sociedad decide qué está dispuesta a perder para proteger la vida y qué está dispuesta a ceder para conservar el placer.
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