La ciencia está en una encrucijada entre la necesidad de impacto y la manipulación de las métricas. El resultado es la distorsión de la investigación y la limitación de la innovación.
Hoy, el destino de un científico se mide en números, no en preguntas audaces ni en descubrimientos que transformen la vida. No se valora la osadía de pensar lo impensable, sino cuántas citas tiene, cuántas publicaciones hace o cuántas veces aparece su nombre en revistas de prestigio. También, cada vez más, cuántos dólares tiene disponibles para asegurar que su trabajo sea leído. La investigación ha dejado de ser un campo de exploración intelectual para convertirse en un mercado especulativo, donde el valor de un estudio no lo define su aporte al conocimiento, sino su cotización en las revistas de alto impacto.
El tirano casi invisible que rige este juego es el Factor de impacto, una métrica creada en 1955 por el lingüista y fundador de la revista The Scientist Eugene Eli Garfield (1925-2017). Lo hizo con un propósito inicialmente inofensivo: facilitar a las bibliotecas la toma de decisiones sobre a qué revistas suscribir, basándose en el análisis de las citas que recibían los artículos publicados.
El sistema propuesto por Garfield no fue concebido para medir el valor de un investigador ni para definir el rumbo de la ciencia. Sin embargo, lo que nació como una herramienta de gestión bibliotecaria terminó por convertirse en el principal criterio de legitimación académica. Y como toda métrica convertida en dogma, ha sembrado distorsión, inequidad y sometimiento a su paso.
El Factor de impacto no mide la calidad del descubrimiento, sino la reputación de la revista que lo publica. Si un artículo aparece en Nature o The Lancet, se presume relevante. Si surge en una revista menos influyente, es casi como si no existiera, aunque pueda contener hallazgos capaces de cambiar el mundo y mejorar la vida de millones de personas. Así funciona la jerarquía del conocimiento en el ecosistema académico: la visibilidad de una idea depende menos de su profundidad que de su ubicación en el índice de prestigios.
Las grandes editoriales han sabido explotar esta lógica. Elsevier, Springer y Wiley han convertido la publicación científica en un negocio de miles de millones de dólares donde la producción de conocimiento se mide en cuotas de mercado. Según un reportaje de El Diario, en 2023, MDPI, Elsevier y Springer Nature obtuvieron ingresos millonarios por los cargos de procesamiento de artículos (Article Processing Charges, APCs), sumando más de 1.800 millones de euros. Entre 2019 y 2023, sus ganancias se multiplicaron 2,5 veces, superando los 2.500 millones de dólares. En este contexto, el Factor de impacto funciona más como una herramienta de control comercial que como un verdadero mecanismo de evaluación científica.
La ciencia silenciada: entre la domesticación y la invisibilidad
El imperativo de publicar o perecer ha transformado la investigación en una carrera de resistencia, pero no hacia el conocimiento, sino hacia la supervivencia. Quien no acumule suficientes citas está condenado a la irrelevancia, sin importar la originalidad de su pensamiento, la solidez de sus hipótesis o la trascendencia de sus hallazgos.
Como en cualquier mercado, los jugadores aprenden a adaptarse. Los científicos no solo investigan: también diseñan estrategias. Reformulan manuscritos durante años para ajustarse a los requisitos de las revistas más codiciadas. Fragmentan estudios en múltiples publicaciones mínimas para inflar su productividad (salami slicing) y alinean sus preguntas de investigación con las tendencias dominantes: es más fácil publicar un estudio predecible sobre el futuro de la automatización o sobre los efectos dañinos del tabaco, un tema ya exhaustivamente documentado, que una investigación incómoda sobre cómo los productos de nicotina de menor riesgo podrían salvar vidas, reducir muertes y acelerar la obsolescencia del cigarrillo combustible.
Lo que se premia no es la osadía intelectual, sino la capacidad de optimizar el rendimiento dentro de un sistema de reglas rígidas. La academia deja de ser un espacio de pensamiento crítico para convertirse en una fábrica de papers diseñados para maximizar su rentabilidad dentro del circuito editorial.
Casi siempre, la ciencia avanza en los márgenes, en la incomodidad, en lo inesperado. Pero cuando la publicación se convierte en el único criterio de éxito, la disrupción se castiga y el conformismo se premia.
Peter Higgs, el físico que predijo el bosón que lleva su nombre, reconoció que en el sistema actual jamás habría podido desarrollar su teoría. «No habría cumplido con los estándares de productividad», confesó. Si Einstein hubiera nacido en este siglo, la relatividad especial probablemente habría sido rechazada por ser demasiado especulativa y por la escasez de citas en sus primeros años. En un mundo donde el impacto se mide en métricas de corto plazo, las ideas que podrían transformar el futuro corren el riesgo de morir en el presente.
El resultado es un ecosistema de ciencia dócil, domesticada, predecible. Se multiplican los estudios incrementales, mientras las apuestas radicales se reducen hasta casi extinguirse. El pensamiento se encapsula dentro de los límites de lo permitido, restringido por las exigencias del mercado editorial y el imperativo de la citación. Y en ese proceso, lo más valioso de la investigación, su capacidad de reimaginar el mundo, se erosiona, dejando tras de sí un conocimiento cada vez más estéril y menos transformador.
El costo de existir en la ciencia: estrés, ansiedad y desgaste
Si el Factor de impacto moldea la producción del conocimiento, también moldea a quienes lo producen. Los científicos en formación son los más vulnerables: sin una carrera consolidada, dependen de becas y contratos precarios que exigen resultados inmediatos. Pero la ciencia genuina no sigue los tiempos del mercado. Se necesita tiempo para el error, para la incertidumbre, para los callejones sin salida que preceden a los hallazgos verdaderamente innovadores.
El sistema no ofrece ese margen. La presión por publicar a toda costa genera niveles alarmantes de ansiedad, estrés y depresión. La precariedad se normaliza, el agotamiento se convierte en un requisito y la tentación de recurrir a malas prácticas aumenta: exagerar resultados, omitir datos incómodos, formular preguntas de investigación alineadas con lo que el mercado editorial espera. En el límite, lo que se degrada no es solo la creatividad, sino la ética científica misma.
Este sesgo ideológico, dictado por las modas académicas o por lo que resulta aceptable dentro del sistema, también afecta áreas de investigación que desafían las narrativas dominantes. Un ejemplo claro es la reducción de daños en el tabaquismo (Tobacco Harm Reduction), un campo donde la evidencia científica a menudo entra en conflicto con intereses políticos y económicos. Estudios sobre cigarrillos electrónicos o productos de nicotina de menor riesgo son rechazados o ignorados en revistas prestigiosas, no por falta de rigor científico, sino porque desafían dogmas e intereses ya consolidados.
Mientras tanto, se siguen publicando miles de artículos sobre los efectos negativos del tabaco combustible, a pesar de que sus riesgos están ampliamente documentados y asimilados por el conocimiento popular. En un sistema que valora la rentabilidad por encima de la controversia, la ciencia incómoda queda sin espacio, sofocada por un modelo que premia lo predecible y penaliza lo disruptivo.
Mentes excluidas: la ciencia cercada por el monopolio del conocimiento
Si la métrica del Factor de impacto es injusta dentro de una institución, a escala global se vuelve aún más perversa. La ciencia es un territorio de desigualdad, donde las universidades de los países más ricos cuentan con los recursos, las redes y el acceso privilegiado a las revistas de prestigio.
Las barreras invisibles son muchas. Las revistas de mayor impacto imponen tarifas exorbitantes para publicar (Article Processing Charges, APCs). El costo de publicar un artículo en algunas de estas revistas puede superar los 5.000 dólares. Para un investigador en Harvard o Cambridge esto es apenas un trámite administrativo. Para un científico en América Latina o África es la diferencia entre ser leído o ser invisible. En un sistema donde la visibilidad equivale a legitimidad, el conocimiento se vuelve un privilegio de quienes pueden pagarlo.
Además, los estudios han demostrado que los artículos provenientes de países en desarrollo son rechazados con mayor frecuencia en revistas de alto impacto, incluso cuando tienen la misma calidad científica.
El propio Garfield admitió que el cálculo del Factor de impacto excluye cientos de revistas —en su mayoría de regiones con menos recursos— simplemente porque no cumplen con los criterios económicos y de distribución del sistema.
En un mundo donde el conocimiento está custodiado por muros de pago, muchas naciones ni siquiera pueden acceder a la literatura que deberían citar para ser consideradas relevantes. El resultado es un círculo vicioso: la producción científica global sigue concentrada en un puñado de países, mientras el resto del mundo lucha por tener voz en el debate y romper las barreras estructurales que los condenan a la invisibilidad.
Salir del laberinto: reinventar la ciencia desde los márgenes
Pero el sistema no es inmutable. En los últimos años, han surgido iniciativas para desafiar el monopolio del Factor de impacto y proponer evaluaciones más equitativas.
Nuevas métricas, como el índice h, Altmetrics y el Eigenfactor Score, buscan medir el impacto, la relevancia y el alcance de un estudio en diferentes contextos, más allá de su presencia en revistas de élite. La Declaración de San Francisco sobre la Evaluación de la Investigación (DORA) recomienda que la calidad científica se evalúe por su contribución real y no por el factor de impacto de la revista donde se publica.
Algunas instituciones han comenzado a adoptar este enfoque. Universidades como la Universitat Oberta de Catalunya y organizaciones como la Wellcome Trust han firmado los principios de DORA, priorizando el impacto social y la innovación genuina en sus criterios de evaluación. Plataformas como DOAJ (Directory of Open Access Journals), Qeios, Redalyc, SciELO y Latindex han demostrado que es posible publicar investigación de alto nivel sin depender del modelo tradicional de pago por publicación.
Estos cambios han comenzado a abrir grietas en el sistema. La pregunta es si serán suficientes para derribarlo o si, como tantas veces en la historia de la academia, el poder encontrará nuevas formas de blindarse.
La ciencia no puede reducirse a un número. El Factor de impacto nació como una herramienta práctica, pero se ha convertido en el símbolo de todo lo que está mal en la academia: es rígido, excluyente y manipulable. Ha distorsionado la producción científica, premiando la cantidad sobre la calidad, el conformismo sobre la innovación y la estrategia sobre la verdad.
Si el propósito de la ciencia es expandir los límites del conocimiento humano, es necesario recuperar su esencia: la curiosidad, el cuestionamiento, la exploración. Un descubrimiento no puede valer por cuántas veces es citado, sino por cuánto transforma nuestra comprensión del mundo.
La pregunta no es si el Factor de impacto es útil o no. La pregunta es si estamos dispuestos a dejar que una cifra continúe decidiendo qué es importante en la ciencia. Como advirtió Max Planck: «Una nueva verdad científica no triunfa convenciendo a sus oponentes, sino porque sus críticos eventualmente mueren y surge una nueva generación familiarizada con ella». Tal vez sea hora de preguntarnos si esa nueva generación aún tiene espacio para existir.
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