¿Y si el verdadero neurotóxico está en el aire, no en el vaporizador?

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Mientras el vapeo es demonizado como amenaza neurotóxica, la contaminación del aire erosiona en silencio el desarrollo cerebral de millones de niños en todo el mundo.

“La nicotina daña el cerebro adolescente”. 

Esta frase se ha incrustado con la fuerza de un dogma en campañas de salud pública, declaraciones institucionales y titulares que claman por acciones urgentes. Padres, legisladores y organizaciones sociales la repiten con la ansiedad de quien cree estar salvando a su juventud de un enemigo invisible. Pero ¿y si el verdadero neurotóxico no residiera en el vaporizador que su hijo lleva en la mochila, sino flotara, impune e inadvertido, en el aire que todos respiramos?


De Nueva York a São Paulo, pasando por Bruselas o Bangkok, la narrativa es casi unánime: hay que proteger a la juventud de los cigarrillos electrónicos. Y eso es cierto, pero solo hasta cierto punto.

Proliferan las prohibiciones de sabores, dejando a quienes han dejado de fumar con la única opción de renunciar también a los líquidos que les ofrecían una alternativa placentera. Se asignan impuestos punitivos, tan elevados que empujan a muchos de vuelta al cigarrillo. Se multiplican las campañas escolares, no tanto para educar, sino para adoctrinar en una pedagogía del miedo. El vapeo se ha convertido en símbolo de decadencia, en el emblema de una generación extraviada.

Y sin embargo, en medio de esta cruzada moral, un estudio reciente y riguroso del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal) revela algo aún más perturbador: el verdadero riesgo para el cerebro infantil no proviene —necesariamente— de la nicotina, sino del aire tóxico que se inhala desde la cuna.

Evidencia ignorada, contaminación ambiental y neurodesarrollo

Publicado en Environment International en febrero de 2025, el estudio fue liderado por un equipo internacional de alto nivel, con base principal en el Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal) y vínculos académicos con instituciones de referencia en Europa y Estados Unidos. Entre los autores figuran Michelle Kusters, Laura Granés, Sami Petricola, Henning Tiemeier, Ryan Muetzel y Mònica Guxens, cuyas trayectorias cruzan la investigación epidemiológica, la psiquiatría infantil, la neuroimagen y la salud pública.

Sus afiliaciones —que incluyen la Universitat Pompeu Fabra, el Erasmus University Medical Centre de Róterdam, el Instituto de Salud Carlos III, el Hospital Universitario de Bellvitge, la Harvard T.H. Chan School of Public Health y la Institución Catalana de Investigación y Estudios Avanzados (ICREA)— confirman no solo el rigor metodológico del trabajo, sino también el alcance transdisciplinar y global de la preocupación por el impacto neurotóxico de la contaminación ambiental.

De hecho, el estudio de ISGlobal figura entre los más exhaustivos realizados hasta la fecha sobre la relación entre polución atmosférica y desarrollo cerebral. A través de neuroimágenes funcionales obtenidas de más de 3.600 niños y niñas de entre 9 y 17 años en Róterdam, el equipo investigador detectó alteraciones significativas en las redes neuronales responsables de la emoción, la atención, el lenguaje y el pensamiento abstracto.

La exposición temprana a partículas contaminantes —específicamente PM2.5 y PM10, que son fragmentos microscópicos de materia suspendida en el aire, producto de emisiones de vehículos, industrias y combustión— durante los tres primeros años de vida, una etapa decisiva en la formación del cerebro, mostró efectos significativos: una reducción en la conectividad entre la amígdala —región cerebral que regula las emociones y el estrés— y otras zonas clave, como la corteza auditiva y la red de atención ventral, ambas esenciales para procesar el lenguaje, dirigir la atención y desarrollar el pensamiento abstracto.

Lo alarmante es que estas disfunciones no son pasajeras. Persisten durante la adolescencia y podrían condicionar el aprendizaje, la regulación emocional y la salud mental a lo largo de toda la vida.

Pero no se trata solo de una amenaza ambiental. Es también una cuestión de clase. Los niveles más altos de exposición se concentran en barrios sin acceso a zonas verdes, con infraestructuras precarias y tráfico constante. Allí donde el asfalto arde y el aire pesa, se ensanchan las brechas cognitivas y se encogen las oportunidades educativas antes incluso de aprender a leer.

A diferencia del vapeo, este hallazgo no provocó escándalos, ni conferencias de prensa, ni campañas escolares. No hubo titulares alarmistas. Solo un silencio espeso, como el mismo aire que enferma.


En contraste, múltiples investigaciones rigurosas sobre cigarrillos electrónicos coinciden en que el aerosol generado por los vapeadores contiene niveles considerablemente más bajos de compuestos tóxicos en comparación con el humo del tabaco combustible. Evaluaciones toxicológicas recientes respaldan esta conclusión, mostrando reducciones significativas en la presencia de carbonilos, metales pesados y partículas finas en los cigarrillos electrónicos frente a los cigarrillos tradicionales que han circulado por nuestras vidas durante más de un siglo.

El Dr. Roberto Sussman, físico de la Universidad Nacional Autónoma de México, subraya que “lo importante es que esas sustancias tóxicas [en los cigarrillos electrónicos] estén en dosis lo suficientemente pequeñas como para que no nos causen daño”.

Y, sin embargo, más allá de la composición química del aerosol, lo que distingue al vapeo de otros riesgos ambientales es la falta de evidencia clínica sólida que lo vincule con alteraciones estructurales o funcionales del cerebro humano. 

A diferencia de la contaminación del aire urbano —cuyo efecto neurotóxico ha sido demostrado con neuroimágenes funcionales y estudios de cohorte longitudinales—, no existe hasta el momento prueba clínica sólida que indique que el uso habitual de vaporizadores, ya sea en adolescentes o en adultos, altere la estructura o la función cerebral.

Como aclara el profesor Hajek, “si fumar no reduce el coeficiente intelectual —y los estudios longitudinales muestran que no lo hace—, entonces es poco probable que la nicotina, en ausencia de combustión, tenga tal efecto”.

¿Quién respira qué aire y quién es regulado por qué moral?

¿Por qué esta diferencia de trato? ¿Por qué se condena con tanta vehemencia el vapeo juvenil —conducta visible, individual, simbólicamente disruptiva, pasible de intervención educativa— mientras se tolera, sin aspavientos, la exposición masiva y cotidiana a un aire neurotóxico?

La respuesta no está en la toxicología, sino en la política (económica) moral.

Como explicó la antropóloga Mary Douglas, las sociedades modernas no definen el peligro por su impacto objetivo, sino por aquello que desestabiliza su sentido del orden. Lo “impuro” es lo que no encaja. Lo que perturba el mapa simbólico de lo aceptable.  

En ese tablero, la nicotina —asociada a la juventud, al placer, a la informalidad— es perfecta para ocupar ese lugar simbólico, encontrar el papel como chivo expiatorio ideal.

La contaminación ambiental, en cambio, es todo lo contrario: estructural, difusa, invisible, anónima. Sin rostro ni estética disruptiva. Nadie la exhibe. Fluye anónima entre los pliegues del urbanismo.

Así, mientras los cigarrillos electrónicos se convierten en blanco privilegiado de campañas y prohibiciones, el aire que respiramos permanece fuera del escándalo, aunque sus efectos estén documentados con décadas de evidencia científica. Invisibilizado no por ignorancia, sino por conveniencia.


Fetiches del riesgo y ceguera estructural

Esta gestión moral del peligro ha sido ampliamente analizada por el sociólogo Ulrich Beck. En su teoría de la sociedad del riesgo, Beck advierte que las amenazas contemporáneas —difusas, inasibles, sin localización concreta— escapan a los mecanismos tradicionales de acción política.

Lo que no se puede ver, tocar ni nombrar con claridad no provoca alarma. No genera reacción. Se disuelve en la rutina.

Por eso, mientras los vapeadores —visibles, personales, incómodos— son demonizados, las emisiones de millones de coches, cada día, se vuelven paisaje. Fondo urbano. Normalidad tóxica.

El resultado es lo que Beck llamaría un “fetiche del riesgo”: se identifica una sustancia, se la aísla de su contexto y se la convierte en tótem del miedo social. La nicotina ocupa hoy ese lugar. Se le adjudican propiedades absolutamente nocivas —a menudo sin matices de dosis, modalidad de consumo ni contexto sociocultural— mientras se invisibilizan amenazas sistémicas cuya evidencia es tan robusta como ignorada.

Así, el foco del control se desplaza. Ya no está sobre las estructuras contaminantes, sino sobre los cuerpos jóvenes, especialmente los de clases trabajadoras. Se castiga lo que se ve. Se tolera lo que sustenta el orden. Se combate el síntoma. Se preserva la causa.


¿Y si ya perdimos el desarrollo cerebral que queremos proteger?

El estudio de ISGlobal no es una predicción. Es un diagnóstico. Las alteraciones cerebrales provocadas por la contaminación no están por venir: ya están aquí. Afectan a generaciones enteras desde hace décadas. Son visibles en escáneres. Persisten en la adolescencia. Y están íntimamente ligadas a políticas públicas de transporte, urbanismo y justicia ambiental.

Mientras tanto, el discurso sobre el vapeo se apoya en evidencias frágiles. Como advierte el profesor Peter Hajek, experto en cesación tabáquica de la Universidad Queen Mary de Londres, no existe evidencia sólida en humanos que demuestre que la nicotina, por sí sola, afecte el desarrollo cerebral. Los estudios que lo afirman se basan en modelos animales con dosis extremas o en correlaciones contaminadas por variables sociales no controladas.

En cambio, las partículas en suspensión llevan décadas alterando las conexiones entre la amígdala y la corteza cerebral. No como hipótesis, sino como certeza empírica. No como temor, sino como dato.

Ironía, oxígeno y justicia ambiental

Frente a esta disonancia sanitaria, la ironía no es burla: es una forma de claridad. 

“Prohibido vapear en escuelas… pero bienvenidos los tubos de escape”. 

“Protegemos vuestros cerebros… mientras respiran arsénico”.

Ambas frases podrían figurar como eslóganes involuntarios de las políticas públicas actuales. Se castiga lo que tiene forma, color, estética. Se teme a los jóvenes con vapeadores porque interrumpen la coreografía del orden. Pero no se combate el urbanismo que los condena, cada día, a respirar plomo, cadmio y ozono troposférico.

No se trata de idealizar el vapeo. Se trata de recuperar el sentido de proporción y, con él, el principio olvidado de justicia sanitaria.

Estudios como el de Balfour et al. (2021), publicados en American Journal of Public Health, recuerdan que, aunque no inocuo, el vapeo es sustancialmente menos dañino que el tabaco combustible y puede ser una herramienta eficaz de reducción de daño en adultos fumadores. Negar esta posibilidad por razones ideológicas —o por miedo al escándalo— es condenar a millones a la persistencia del humo, en nombre de una cruzada moral contra la nicotina.

Y mientras tanto, seguimos respirando venenos. Sin titulares. Sin alarma. Sin redención.

¿Y si proteger el cerebro infantil implica cambiar el aire, no solo las costumbres?

La salud pública no necesita más cruzadas punitivas, sino políticas de justicia ambiental. Menos fetiches culturales. Más evidencia. 

Menos titulares de miedo. Más planificación urbana. 

Menos campañas contra vapeadores. Más regulaciones contra las verdaderas fuentes del neurodaño masivo.

Quizá no sea la nicotina la gran amenaza para el cerebro del siglo XXI. 

Quizá el peligro real —el más profundo, el más ignorado— sea la ceguera institucional. 

La incapacidad de mirar hacia arriba, donde flota —silencioso, invisible, persistente— el veneno verdadero. 

El que nadie regula porque ya forma parte del aire.

Preguntas que (todavía) nadie quiere responder

¿Por qué el discurso público prioriza el control de la nicotina sobre la descontaminación del aire urbano, cuando esta última cuenta con una evidencia más sólida y extensa sobre el daño cerebral infantil?

¿Hasta qué punto el pánico moral en torno a la nicotina responde más a la necesidad de control social que a una preocupación médica genuina?

¿Qué dice de nuestra sociedad el hecho de que naturalicemos entornos urbanos tóxicos, pero convirtamos a los vapeadores en símbolos de decadencia juvenil?

______________

Nota: Este no es un texto neutro, ni lineal, ni cómodo. Su forma también es su argumento. La fragmentación no es estilo, sino fisura. La ironía no es ornamento, sino bisturí. Las preguntas sin respuesta no son ausencia de rigor, sino método de perturbación. 

Este vaivén entre la evidencia científica y la crítica cultural responde a una urgencia: sacudir certezas enquistadas, romper la sintaxis del discurso sanitario hegemónico, desmontar las jerarquías de lo que se atreve a ser llamado “riesgo”. 

Porque si seguimos pensando con las mismas estructuras que legitiman la polución como paisaje, jamás veremos el veneno que flota sobre nuestras cabezas. 

Este texto no viene a confirmar lo sabido, sino a interrumpirlo. No busca cerrar con respuestas, sino abrir grietas por donde entre el aire. Porque quizá el primer gesto hacia una salud pública verdaderamente justa no sea regular cuerpos, sino desordenar imaginarios.

__________

Referencia 

Kusters, M. S. W., Granés, L., Petricola, S., Tiemeier, H., Muetzel, R. L., & Guxens, M. (2025). Exposure to residential air pollution and the development of functional connectivity of brain networks throughout adolescence. Environment International, 196, 109245.


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