En el primer día de la COP11, los que no fueron invitados también llegaron

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La COP11 comenzó como tantas cumbres: con solemnidad, palabras repetidas y manos que aplauden sin preguntas. Pero en el margen digital, político y humano, organizaciones de consumidores tejían otra narrativa. Mientras las autoridades hablaban de salud pública, exfumadores hablaban de abandono. Fue ahí, en esa disonancia, donde comenzó la verdadera discusión: ¿quién tiene derecho a nombrar el daño?

En Ginebra, se celebra una cumbre para silenciar una guerra. Afuera, los excluidos reclaman su lugar en una conversación que no es técnica, ni neutral, mucho menos aséptica: es una disputa por el derecho a decidir cómo se sobrevive.

Mientras en los salones de la COP11 los discursos se suceden en torno a posibles adicciones futuras, fuera del recinto personas del mundo real (quienes ya fumaron, quienes intentan dejarlo, quienes encontraron otro camino distinto al farmacéutico o a la abstinencia) insisten en ser escuchadas. No piden permiso. Señalan lo que no encaja: políticas que fracasan, datos que se omiten y una narrativa oficial que dejó de ver el mundo tal como es para sostener una idea de cómo debería ser.

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Ginebra amaneció con algo de sol, como si el día ofreciera una tregua. Pero pronto el cielo se cerró. En la calle Varembé, el Centro Internacional de Conferencias abría sus puertas a los delegados con el brillo protocolario de las cumbres bien organizadas. Dentro del salón, los discursos fluían con la cadencia de una liturgia entre iguales. Nadie interrumpió. Nadie cuestionó demasiado. Se repitieron, sin fricción ni sobresaltos, conceptos ya pulidos por el engranaje institucional: “ola de adicción entre los jóvenes”, “normalización del tabaquismo”, “productos emergentes como amenaza global”.

La escena tenía la serenidad del consenso. Las voces que hablaban, lo hacían con autoridad; las que discrepaban estratégicamente no estaban en la sala.

Afuera y, en cierto modo, también por debajo, sin micrófono ni credenciales, ni siquiera como observadores, un enjambre de organizaciones de usuarios observaba desde el margen digital de un sitio web. Era el mismo lugar que se les había reservado en ediciones anteriores: el rincón invisible de un debate que también trata sobre ellos, pero sin ellos.

A pesar de todo, la 11ª Conferencia de las Partes del Convenio Marco para el Control del Tabaco (COP11) comenzó envuelta en retórica, diplomacia y una tensión contenida.

Ya en los pasillos, entre cafés, apertos de manos e intercambios de briefings, una parte de los 1.400 representantes de 162 países afinaba una estrategia común: estrechar el cerco sobre los productos de nicotina no combustibles. En los discursos, los objetivos parecían claros. En las redes sociales, sin embargo, otro idioma llameaba: más abrupto, más directo, más visceral.

Lo que desde los púlpitos se presentaba como una cruzada por la salud pública, desde afuera era interpretado por muchos como otra cosa: una ofensiva moralizante contra el derecho individual a decidir cómo dejar de fumar. Se abría una guerra de definiciones y, como toda guerra de palabras, el primer campo de batalla era el sentido.

Las primeras intervenciones oficiales, especialmente de delegaciones europeas y latinoamericanas, marcaron el tono de lo que vendría: un lenguaje firme, sin rodeos, que encendió de inmediato las alertas fuera del recinto. 

La World Vapers’ Alliance (WVA) no tardó en responder. Acusó a los oradores de tergiversar deliberadamente las evidencias científicas disponibles y de impulsar una política prohibicionista que, según la organización, ignora los matices, desprecia los resultados y privilegia la ideología en detrimento de la experiencia. Y de la ciencia.

El primer disparo simbólico no vino de un burócrata menor, sino de una voz destacada del aparato regulador europeo. Sandra Gallina, directora general de Salud y Seguridad Alimentaria de la Comisión Europea, abrió fuego institucional desde el púlpito. 

Con tono de convicción y autoridad técnica, defendió la prohibición de los sabores: argumentó que los aromas “seducen a los jóvenes”, que el vapeo “normaliza el tabaquismo” y que puede servir como puerta de entrada al cigarrillo convencional.

La respuesta fue inmediata. En su cuenta oficial en redes sociales, la World Vapers’ Alliance contraatacó en tiempo real:

“Gallina repite el mito de que los sabores solo atraen a menores, ignorando su papel crucial para que millones de adultos abandonen el cigarrillo. Es una narrativa obsoleta que pone en riesgo la salud pública.”

No fue solo una réplica: fue un acto de insurgencia retórica en el campo de batalla digital. En un entorno donde la palabra oficial circula blindada por el protocolo, la intervención de la WVA desestabilizó, al menos por un momento y en las redes, el guion hegemónico. Y con ello, expuso la fractura: lo que para unos tiene base científica, para otros es censura. Lo que para unos es protección, para otros es paternalismo autoritario del Estado.

La escena subió un peldaño más cuando María Cristina Lustemberg, ministra de Salud de Uruguay, afirmó desde el púlpito que el vapeo no era más que “una reivindicación de la industria para perpetuar su negocio”. La frase cayó con peso, como una acusación que no necesitaba pruebas. Bastaba el tono.

La World Vapers’ Alliance respondió rápidamente. Pero no solo para defenderse. Lo hizo para corregir la narrativa: recordó que el origen de muchos de estos dispositivos no está en las grandes tabacaleras, sino en comunidades de usuarios que, ante el fracaso de las estrategias tradicionales, buscaron una alternativa al cigarrillo combustible y la encontraron fuera del radar de la política institucional.

No fue una reacción defensiva, sino un movimiento táctico. La WVA intentó recentrar el debate, insistiendo en que negar la eficacia del vapeo como herramienta de cesación y persistir en políticas punitivas no solo ignora las evidencias disponibles, sino que descarta soluciones que, aunque incómodas, han funcionado donde otras suelen fallar: en la vida concreta de los fumadores.

En ese mismo tono, ya no de debate, sino de confrontación frontal, una de las intervenciones más duras vino de Frank Vandenbroucke, ministro de Salud de Bélgica.

Desde lo alto del púlpito, defendió con vehemencia la prohibición de los dispositivos desechables y adelantó nuevas restricciones para el año siguiente. El gesto, celebrado con aplausos protocolares dentro del recinto, tuvo otra lectura afuera.

La WVA lo apodó, con ironía calculada, “Señor Estado-Niñera”. No solo por su tono paternalista, dijeron, sino porque Bélgica representaría, a su juicio, el laboratorio fallido de una política que intenta borrar por decreto lo que el mercado, y las personas en el mundo real, siguen produciendo por otros medios.

“Los dispositivos desechables siguen circulando por todas partes. La prohibición no sirvió de nada”, escribieron, señalando que, a pesar de la legislación vigente, el comercio ilegal de vapes no se detuvo: se volvió más opaco, más precario, más difícil de regular.

La epidemióloga australiana Emily Banks, una científica con decenas de miles de citaciones y cuyo trabajo es frecuentemente utilizado en debates de salud pública, fue blanco de críticas directas por parte de la WVA, que la acusó de incurrir en alarmismo al advertir sobre los riesgos de la nicotina sin distinguir entre su uso recreativo y su uso terapéutico.

La organización señaló que, al omitir el papel de la nicotina en tratamientos de sustitución aprobados por agencias sanitarias, el discurso de Banks alimenta una confusión funcional: aquella que equipara toda nicotina con daño, sin matices, sin contexto, sin graduación.

“Parece que existen dos tipos diferentes de nicotina, dependiendo de quién la mencione”, ironizaron, lanzando una crítica seca contra la asimetría discursiva entre el uso médico autorizado y el uso popular estigmatizado.

Para respaldar su posición y disputar el sentido de la evidencia, la World Vapers’ Alliance condensó su narrativa en cinco principios que, según denunció, fueron completamente ignorados durante la jornada inaugural.

No ofrecieron solo datos, sino un intento de reenmarcar el debate desde otro lugar: no desde la sospecha, sino desde la experiencia concreta de dejar el cigarrillo por vías alternativas.

  • La “teoría de la puerta de entrada” ya ha sido superada por décadas de datos que muestran una disminución sostenida del tabaquismo gracias al vapeo.
  • El uso dual (vapeo asociado al cigarrillo) no es una trampa, sino una fase de transición hacia el abandono total del tabaco.
  • Los sabores son aliados de los adultos, no cebos para menores.
  • Las prohibiciones alimentan el contrabando y eliminan opciones reguladas.
  • La “normalización del hábito” es un espantapájaros; una categoría sin base empírica.

Y no se detuvo ahí. La WVA amplió su ofensiva al cuestionar los “referentes equivocados” en el discurso institucional, acusando al director general de la OMS, Dr. Tedros Adhanom Ghebreyesus, de promover el modelo belga como ejemplo a seguir en la Unión Europea. Para la organización, esa recomendación no solo está desalineada con los resultados, sino que además oculta, por omisión o desprecio, otras geografías de éxito: países como Suecia o Nueva Zelanda, donde el tabaquismo ha disminuido de forma sostenida gracias a estrategias de reducción de daños.

No fueron modelos perfectos, evidentemente, pero funcionaron donde otros fracasaron. Y, aun así, siguen siendo ignorados como anomalías incómodas, no como evidencias válidas.

La brecha entre el relato oficial y la experiencia de campo volvió a abrirse. Ya no como un simple desacuerdo técnico, sino como una fractura política y epistemológica. Mientras el Dr. Tedros inauguraba la COP11 con un llamado enfático a “prevenir una nueva ola de adicción entre los jóvenes”, clasificaba los pouches (productos de nicotina sin combustión usados por miles de exfumadores suecos) como una forma de “producción de daño”.

El mensaje era claro: incluso la evidencia empírica, si proviene del lugar equivocado, puede ser desautorizada.

En las redes sociales, la reacción fue inmediata. Grupos como Considerate Pouchers respondieron con dureza. No criticaron solo lo que se dijo, sino, sobre todo, lo que se silenció:

“La COP11 comenzó hoy, y para abrir con fuerza, aquí está la prueba de que los responsables políticos aún no han entendido nada”, denunciaron. “Nos gustaría que el Dr. Tedros le dijera eso a los millones de vidas salvadas en Suecia gracias al cambio hacia los pouches.”

Las palabras no dichas pesaron más que las pronunciadas. Para quienes habitan la periferia regulatoria —usuarios organizados, exfumadores, médicos disidentes—, el problema no es solo lo que se debate en Ginebra, sino quién tiene el derecho de nombrar el riesgo, definir el daño y legitimar el alivio.

“¿En serio?”, replicaron los activistas. Para ellos, la OMS ignora no solo las evidencias empíricas, sino también los resultados concretos: Suecia ostenta la tasa de tabaquismo más baja de Europa (5,3%) y una incidencia de cáncer de pulmón un 61% inferior a la media europea.

En un escenario que pretende ser técnico, Bélgica se volvió metáfora. Una metáfora contradictoria. Un país con una legislación considerada ejemplar, en el papel, y mercados ilegales que prosperan en las sombras. Desde 2023, los dispositivos desechables están prohibidos por ley, pero, en la práctica, circulan con una vitalidad que la norma no logró contener. En lugar de desaparecer, cambiaron de lugar: se fueron a las esquinas, a las redes, a manos más opacas.

La World Vapers’ Alliance usó el caso para denunciar lo que considera una desconexión radical entre política y resultado.

“¿A quién está ayudando realmente esta política?”, preguntaron. “La conferencia se limitó a replicar un único enfoque, omitiendo deliberadamente las evidencias que respaldan el vapeo como herramienta de cesación. Se reciclan mitos caducos y se celebran prohibiciones ineficaces.”

Mientras tanto, en Ginebra, la COP11 avanza sin sobresaltos visibles. Los organizadores mantienen un silencio absoluto, como si las críticas no existieran o no fueran lo suficientemente diplomáticas como para interrumpir el curso del protocolo. Dentro del recinto, los delegados debaten cómo restringir aún más el acceso a productos que no queman tabaco. Afuera, sin voz ni voto, las organizaciones de usuarios observan una escena que se repite como liturgia: muchos hablan sobre ellos, ninguno con ellos.

Grupos como ARDT Iberoamérica, ASOVAPES (Chile, Colombia, Costa Rica), Caphra, Right for Vapers, México, Mundo Vapeando y la propia WVA siguen esperando algo que va más allá de una demanda regulatoria: esperan ser reconocidos como interlocutores legítimos en un debate que afecta su salud, su autonomía y su historia.


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