En el Foro Global sobre Nicotina 2025, dos médicos denunciaron el estigma, la inercia institucional y los intereses creados que retrasan la transición hacia alternativas menos dañinas al tabaco.
En la amplitud ceremonial y tenue de una sala de conferencias en el corazón de Varsovia, el aire parecía suspendido por una especie de expectación eléctrica.
Las luces LED se reflejaban sobre hileras de cabezas inclinadas: algunas canosas, otras cubiertas con discretos velos en tonos neutros, otras marcadas por calvicie parcial, moños bajos o coletas atadas con gomas utilitarias. También había cabezas jóvenes —no en rebelión estética, sino con cortes funcionales, tonos naturales— como si, dentro de esas paredes, la sobriedad tuviera más valor que la exhibición. Las miradas iban y venían entre el escenario, cuadernos y pantallas de móvil, en una atención dividida pero reverente.
La alfombra gruesa amortiguaba los últimos pasos con la gentileza ceremonial de las llegadas tardías. Un aroma casi imperceptible a lirios recién dispuestos se mezclaba con la dulzura artificial del chicle y el amargor persistente del café de congreso, tibio y resignado. Y aún así, había silencio. Un silencio denso, habitado —no la ausencia de sonido, sino la presencia de la escucha. El tipo de silencio que antecede a una ruptura o a una revelación.
Bajo un estandarte carmesí con letras angulosas —GFN Varsovia 2025: Foro Global sobre la Nicotina—, Paddy Costall, uno de los arquitectos originales del evento, ya en su duodécima edición, sostenía el micrófono con ambas manos, como si fuera una vela en medio de una noche tormentosa. Le tocaba inaugurar la primera ponencia magistral del foro, titulada “¿Qué da tanto miedo de la reducción de daños por tabaco?” —una pregunta tan provocadora como necesaria, sobre todo en tiempos donde la ciencia a menudo es secuestrada por ideologías disfrazadas de preocupación.
A su invitación subió al escenario el doctor Mark Tyndall. Llevaba una americana azul claro, casi grisácea, desabrochada—como quien prefiere la libertad de movimiento a la rigidez ceremonial—y debajo, una camisa discretamente estampada, abrochada hasta el cuello. Sin corbata, como si dijera que cuando el mensaje arde, el adorno estorba. Su pelo, corto y bien recortado, dejaba ver unas sienes ya reclamadas por el tiempo, aunque sus ojos conservaban una juventud alerta. Su rostro, expuesto y sin escudos, mostraba más las huellas de la experiencia que del cuidado estético. Sus manos—las de un médico habituado a cuerpos febriles, jeringas, bisturís y al peso de historias ajenas—descansaban sobre el atril con la firmeza de quien ha aprendido a sostener temblores mayores que los suyos. Ya no temblaban por nervios, sino por memoria: reverberaban todo lo que alguna vez tocaron—y todo lo que estaban a punto de alcanzar con palabras.
Su discurso, modesto en el inicio, insinuaba un desplazamiento deliberado: él no venía del campo del control del tabaco. Y quizá precisamente por eso se atrevía a estar allí. Su presencia era un recordatorio silencioso de que, a veces, hace falta alguien de fuera para ver lo que quienes están dentro han normalizado—o han dejado de querer ver.
Después llegaría la respuesta a su intervención de parte de la médica australiana Carolyn Beaumont, quien, desde su experiencia clínica, completaría el inquietante mosaico que la pregunta inicial —“¿Qué da tanto miedo de la reducción de daños por tabaco?”— empezaba a revelar.
El Olor de África, el Sonido de Vancouver
Tyndall nos llevó de vuelta a 1989, cuando pisó por primera vez la tierra marrón oscura de Nairobi, acompañado por su esposa y dos hijos pequeños, en una misión médica que lo adentraría en el epicentro de la epidemia de VIH en África.
A finales de los años 80, las afueras de Nairobi eran más que los márgenes de la ciudad: eran zonas en transición, atrapadas entre las promesas de una modernidad poscolonial y la persistente herencia de la desigualdad. Urbanización incompleta, caminos de tierra, electricidad intermitente y el agua como un lujo precario. Fue allí, en una clínica hecha de bloques de hormigón y ventanas sin cristales, donde el doctor aprendió lo inolvidable: para salvar a alguien, hay que aceptar desde dónde parte. No se transforma un cuerpo imponiéndole pureza, sino ofreciéndole dignidad.
En esas clínicas, las colas se extendían durante horas, jóvenes y adultos señalaban su bajo vientre en un ruego mudo y ansioso. Las infecciones se diagnosticaban por el olor, la forma de caminar, la textura de la piel. Y en el centro de ese dolor, el miedo al VIH flotaba como una sombra indecible.
Más que antibióticos, él ofrecía una mirada firme—a los ojos—y una promesa contenida: pequeños círculos de goma, entregados con la autoridad de quien entiende que, en esa forma mínima, reside el poder de interrumpir una tragedia.
Más tarde, en Vancouver—donde el frío desgarraba la piel y los callejones exhalaban una mezcla de orina, sangre y desesperación—la escena se repitió en otro marco. Esta vez no era el sexo, sino las jeringas, las que transmitían el virus. Y de nuevo, la respuesta fue simple y revolucionaria: agujas limpias, lugares seguros para inyectarse, centros donde, aunque fuera por unos minutos, la dignidad podía respirar—entre caladas químicas, brazos temblorosos y miradas furtivas.
Y cuando la muerte comenzó a circular en forma de un polvo blanco —el fentanilo, silencioso y letal— la respuesta no fue la represión ni la retirada, sino una audacia pragmática y ética: máquinas automatizadas, programadas para dispensar opioides farmacéuticos bajo control biométrico, ofreciendo a quienes ya no podían esperar una alternativa menos fatal. No fue un gesto heroico, ni una novedad técnica. Fue, sobre todo, un acto de lucidez humana: ante un colapso tan previsible como mortal, negar un camino más seguro sería el verdadero escándalo.
El Sabor Amargo del Vapor
Al entrar en el tema del vapeo, Tyndall rompió cualquier expectativa de neutralidad. Con gravedad serena, comparó la actual resistencia a los cigarrillos electrónicos con el retraso deliberado en la distribución de antirretrovirales en África en los años 90. Era como si dijera que, una vez más, teníamos la cura, pero nos faltaba el coraje.
A diferencia del humo, el vapor no huele a muerte. Tiene algo de infancia artificial: aroma a vainilla, fruta sintética, algodón de azúcar de laboratorio. Pero es precisamente esa ligereza la que despierta sospechas en sociedades que asocian el sufrimiento con la virtud. Prefieren el vicio visible del cigarro a la posibilidad de una transición menos cruel.
La estimación de que vapear es significativamente menos dañino que fumar cigarrillos tradicionales flotaba en el aire—un hecho casi obvio, pero aún radical. La pregunta, no formulada pero evidente en el peso de su mirada hacia la audiencia y las cámaras, era clara: si sabemos que algo puede salvar vidas, ¿por qué seguimos negándolo?
Cuando el Médico También es Hereje
Entonces tomó la palabra Carolyn Beaumont, llegada desde la inmensidad australiana, con la compostura de quien carga cansancio, pero no rendición. Sus relatos no venían de centros urbanos, sino de comunidades remotas donde el polvo y el calor aplastan toda esperanza de acceso regular a la atención médica. Allí, los médicos son nómadas, y los pacientes fuman como respiran—por costumbre, por aburrimiento, o por alguna forma de desesperación silenciosa.
En esos encuentros breves pero esenciales, comprendió que dejar de fumar no vendría por el reproche, sino por la escucha. Cuando ofrecía vapes regulados—productos controlados, suavemente aromatizados y accesibles—lo que en realidad ofrecía era una pausa posible entre la adicción y ese abismo plano que se extiende por las llanuras.
También denunció, con una ironía amarga, el absurdo de ver a vapeadores relegados a los mismos espacios que los fumadores—como si el acto mismo de intentar dejarlo se castigara con la cercanía forzada al desencadenante. Era como pedirle a un alcohólico en recuperación que se siente en un bar a beber refresco.
Actualmente, escribe un libro titulado Unfiltered, una colección de entrevistas con médicos de diversas especialidades, incluyendo cardiología, cirugía vascular, anestesiología, neurocirugía y oncología.
La Sala, el Tiempo, los Cuerpos
Mientras ambos médicos hablaban, la sala los absorbía en un silencio casi litúrgico. Las botellas de agua quedaban intactas. El aroma leve de las flores ornamentales en las esquinas contrastaba con el peso de sus relatos. La disposición del escenario—tres sillas, tres vasos de agua, tres cuerpos enfrentando la indiferencia—recordaba una especie de mesa de comunión laica.
En su cierre, Tyndall evocó la imagen de un paciente que, tras abandonar las drogas duras, aún luchaba con los cigarrillos. Cuando le entregó un vapeador, no le ofrecía solo una alternativa—sino un rescate. En otra clínica, imaginó, ese mismo paciente habría recibido únicamente broncodilatadores y la vaga promesa de una radiografía—una esperanza burocrática que siempre llega tarde.
Entre Cenizas y Posibilidades
Hay algo profundamente subversivo en la idea de que el cuidado pueda ser simple y directo. Que pueda venir en una carcasa metálica, con sabor a fresa, a menta, a volver a empezar. Pero esa simplicidad—como casi todo lo que roza los márgenes—suele incomodar.
Lo que aquella audiencia—ya en gran parte convencida—recibió no fue solo una conferencia. Fue un gesto de insubordinación lúcida, tejido en voz baja y serena, pero con la firmeza de quienes han visto demasiado como para callar. No fue un llamado a la rebelión, sino una convocatoria a la conciencia: para médicos que ya no se conforman con tratar síntomas sin afrontar causas; para políticos capaces de reconocer cuándo las reglas sirven más al sistema que a las vidas; para ciudadanos dispuestos a oír lo que el prejuicio suele silenciar.
Tyndall recordó que la historia de la reducción de daños siempre ha sido polémica, no porque sus estrategias sean débiles, sino porque los cuerpos que intenta proteger son los mismos que el sistema está más dispuesto a descartar. Y cuando esos cuerpos fuman, consumen, enferman o resisten, se vuelven más fáciles de culpar que de cuidar. Estigmatizarlos es más sencillo que confrontar la desigualdad estructural que produce su sufrimiento.
Tyndall también lo dejó claro: hemos construido una vasta y rentable infraestructura médica en torno a las enfermedades causadas por el tabaco—cardiólogos, oncólogos, neumólogos—y nadie parece tener prisa por desmontarla. Tampoco las organizaciones de control del tabaco, atadas desde hace décadas a programas exclusivamente abstencionistas, muestran voluntad de revisar sus premisas. Incluso la propia industria tabaquera, pese a exhibir nuevos productos relucientes y promesas sin humo, prefiere observar la transición desde lejos, con calculada lentitud, como si evitar liderar fuera una forma de eludir responsabilidades.
Junto a él, Beaumont denunció la misma inercia desde otro ángulo: la apatía tanto pública como política hacia los fumadores que ya no quieren—o no pueden—dejarlo. Y el estigma, ese peso invisible sobre quienes fuman o buscan alternativas, no solo margina: castiga. Y al castigar, profundiza la rendición.
Con cada calada que no se previene—por codicia, dogma, apatía o conveniencia institucional—un cuerpo se apaga un poco más, en silencio y con previsibilidad, como parte de una necropolítica cotidiana que decide quién vive y quién muere.
Pero allí, en el centro de ese escenario, dos médicos—con manos curtidas y ojos aún más despiertos—se atrevieron a recordarnos que la medicina, cuando se ejerce con valentía, es más que ciencia aplicada: es confrontación. Confrontación con la desigualdad como determinante de enfermedad, con la marginación como política de Estado, con la indiferencia como doctrina sanitaria.
Nos recordaron que fumar no es solo una elección individual, sino también la consecuencia de historias coloniales, heridas psíquicas, ausencias institucionales y estructuras económicas que lucran con la fragilidad humana. Y que combatir esto exige romper el pacto tácito entre ciencia y sistema—ese pacto que normaliza la exclusión, esteriliza el sufrimiento y convierte la salud en un privilegio.
Al negarse a aceptar que algunos cuerpos sean desechables, Tyndall y Beaumont hicieron algo más que defender la reducción de daños. Convocaron—con serenidad y fuerza, lejos de cualquier consuelo demagógico—a una medicina que recupere su esencia pública y su compromiso radical con los derechos humanos. Una medicina que no tema ensuciarse las manos. Que escuche antes de juzgar. Y que, en lugar de reproducir el sistema, se atreva a curar el mundo que lo engendró.
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