La nube que se disuelve

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Por qué prohibir el vapeo en espacios abiertos es un error anticientífico y dañino para la salud pública

El Gobierno español quiere prohibir el vapeo también en espacios abiertos. El Ministerio de Sanidad ha propuesto equiparar los cigarrillos electrónicos al tabaco convencional y prohibir su uso no solo en espacios cerrados, sino también en terrazas, plazas y bares al aire libre. 

El vapor se disuelve en segundos, pero la prohibición queda. En España, el Ministerio de Sanidad ha decretado que los cigarrillos electrónicos compartan destino con el tabaco: vetados no solo en interiores, sino también en terrazas, plazas y bares al aire libre. El anuncio se recitó con solemnidad, envuelto en la retórica de la salud pública, esa bandera que a veces ondea menos como brújula científica que como credo inmutable.

No se trata solo de acallar la exhalación en salas sin ventanas. La cruzada se extiende también al aire libre, como si cada bocanada de vapor tuviera el poder de mancillar incluso el cielo. 

La paradoja es que la propia evidencia científica dibuja un paisaje mucho menos apocalíptico. En interiores mal ventilados, es cierto, el vapeo puede duplicar las partículas en suspensión; pero incluso entonces, los niveles quedan a años luz de los que deja un cigarrillo. Y no se trata solo de cantidad: mientras el humo del tabaco es una mezcla densa de compuestos tóxicos y persistentes, el aerosol del vapeo está formado casi en su totalidad por gotículas de glicerol, propilenglicol y nicotina que se evaporan con rapidez. Una nube tóxica frente a una estela efímera: la diferencia entre respirar combustión y respirar un vapor que se desvanece. Y en exteriores —donde el viento actúa como aliado invisible— esas nubes se diluyen en segundos, confundidas con el murmullo del aire que respiramos.

Es en este contraste donde irrumpe la voz de Roberto Sussman, físico del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM y especialista en emisiones atmosféricas. Crítico minucioso de las prohibiciones indiscriminadas, Sussman sostiene que la iniciativa del Ministerio descansa sobre cimientos endebles. Lo que se presenta como prudencia, advierte, no es más que el rostro pulido del autoritarismo sanitario: el poder de prohibir disfrazado de virtud protectora.

La advertencia de Sussman es clara: prohibir el vapeo al aire libre es librar una cruzada que no protege a nadie. Y la ciencia, lejos de contradecirlo, lo respalda. Incluso las restricciones al tabaco en espacios abiertos han sido puestas en duda, porque la dispersión natural de los contaminantes reduce la exposición pasiva hasta niveles casi imperceptibles. Si eso ocurre con el humo —espeso, persistente, cargado de tóxicos—, con mayor razón sucede con el vapor, cuyo rastro añadido es aún más leve, hasta volverse prácticamente indetectable.

Lo que en el discurso político se presenta como defensa del bien común es, en realidad, un gesto simbólico de desnormalización. Aquí resuenan las lecciones de Sussman: no se trata de proteger, sino de disciplinar. El vapor deja de ser solo un aerosol químico que se desvanece en segundos para convertirse en un signo social que el poder quiere borrar del paisaje urbano. La prohibición opera menos como política sanitaria que como ritual de estigmatización: una pedagogía del miedo que enseña a temer y rechazar al otro —al que fuma distinto— bajo el manto tranquilizador de la precaución.

Evidencia científica: ¿qué dicen los datos?

Cuando se contempla el aire sin prejuicios —y con instrumentos de medición correctos en lugar de intuiciones—, el paisaje deja de ser mítico para volverse cuantificable. 

Donde la retórica política invoca peligros difusos, los números trazan contornos nítidos. Y es en esos contornos —medibles, verificables, replicables— donde, como recuerda Sussman, debería asentarse cualquier política seria de salud pública.

En un experimento dirigido por Barend van Drooge y Joan Grimalt, cinco voluntarios pasaron doce horas vapeando en una sala cerrada y sin ventilación, con sus propios dispositivos y sin restricciones. Una especie de maratón de vapor diseñado para poner a prueba los límites. 

El resultado: la concentración de partículas en el aire se duplicó respecto a un día sin cigarrillos electrónicos. Pero incluso en esas condiciones extremas, los niveles de nicotina y formaldehído permanecieron muy por debajo de los umbrales regulatorios. Lo más revelador, sin embargo, apareció en quienes no vapeaban: en su aliento y en el aire que exhalaban no se detectaron cambios significativos. Dicho de otro modo, la exposición pasiva fue prácticamente nula.

Dicho de otro modo: aunque el vapeo introduce partículas en el aire de una sala cerrada —y esa es una realidad medible—, la carga tóxica de esas partículas está muy lejos del escenario que sugieren los alarmismos. 

El mérito del estudio de Van Drooge y Grimalt fue doble. Primero, hicieron lo que casi nadie se había detenido a hacer: analizar no solo cuántas partículas flotaban en el aire, sino de qué estaban hechas. Después, compararon ese perfil químico con el de la misma sala en un día sin vapeo.

El hallazgo fue revelador: la masa de partículas se duplicó, sí, pero esa diferencia se debía casi por completo a un leve aumento de glicerol y nicotina. El resto de compuestos permaneció prácticamente intacto. En otras palabras, la única huella del vapeo eran sus propios ingredientes básicos. Y aun esa huella resultaba diminuta: la nicotina en el aire alcanzó apenas 16 nanogramos por metro cúbico frente a 0,1 cuando nadie vapeaba, cantidades insignificantes si se comparan con las que respiramos cada día en cualquier ciudad.

Un estudio clásico de Czogala y sus colaboradores midió concentraciones de nicotina en el aire que iban de 0,82 a 6,23 microgramos por metro cúbico durante el uso de cigarrillos electrónicos. Eran cifras muy por debajo de las registradas con tabaco convencional, que alcanzaban un promedio de 31,6. Pero había un matiz: el aerosol no fue generado por personas reales, sino por máquinas, lo que tiende a sobredimensionar los resultados. En condiciones humanas, la concentración sería menor, porque el usuario retiene entre el 80 y el 90% de la nicotina y de otros compuestos al inhalar. Incluso con esa sobrestimación, el hallazgo sigue siendo claro: el vapor exhalado libera nicotina al entorno, sí, pero en una escala diminuta frente a la nube densa del tabaco.

Estos datos no borran los riesgos. La ciencia en salud exige cautela bajo cualquier circunstancia, porque todo producto inhalado o absorbido por un organismo puede tener efectos particulares, sobre todo en grupos vulnerables como alérgicos crónicos, personas inmunocomprometidas o con determinadas enfermedades cardiovasculares. 

Pero lo que sí aportan es perspectiva. Ubican los riesgos en su justa escala. El miedo al vapor no encuentra respaldo en las mediciones reales, y menos aún cuando se lo compara con los contaminantes que respiramos cada día en las ciudades o con las densas nubes de tabaco que durante décadas toleramos como parte del paisaje, sin mayores sobresaltos morales.

En la misma línea, el equipo de O’Connell reunió a varios voluntarios en una sala de reuniones para medir el aire durante horas de vapeo. Los instrumentos apenas registraron compuestos: las emisiones eran tan escasas que difícilmente podían considerarse un problema. El contraste se hizo más evidente al compararlas con las guías internacionales de calidad del aire y con los límites ocupacionales vigentes. Lo que la retórica política describe como amenaza, los datos lo reducen a una sombra irrelevante.

En el ámbito doméstico, un estudio de Fernández y sus colegas midió las partículas finas —las llamadas PM2.5, menores de 2,5 micras y capaces de penetrar en lo más profundo de los pulmones— durante sesiones de vapeo en una vivienda. 

Los sensores registraron picos en el instante mismo de la calada, pero al disiparse la nube, las concentraciones medianas regresaron a niveles equivalentes a los de un hogar libre de humo: alrededor de 9 a 10 microgramos por metro cúbico. 

El contraste con el tabaco combustible es notable. Allí no solo se generan más partículas, sino que además son químicamente mucho más tóxicas y no se evaporan, de modo que los niveles permanecen altos de forma constante, capaces de saturar una casa hasta convertirla en una prolongación del bar más denso de los años ochenta.

El físico Roberto Sussman matiza que la cifra en sí misma, el número de partículas PM2.5, no basta para entender el riesgo. Lo decisivo es su naturaleza química y física. 

Las partículas del humo del tabaco y las del vapeo penetran igual de profundo en el sistema respiratorio, pero no son lo mismo. 

Mientras las del tabaco son productos de la combustión, sólidas, persistentes y cargadas de tóxicos, las del vapeo son gotículas líquidas de propilenglicol y glicerol que se evaporan con rapidez. Así, lo que Fernández y su equipo midieron sin subrayarlo fue justamente eso: que la nube extra del vapeo se esfuma y el aire vuelve al mismo estado de un espacio sin humo.

Dos estudios recientes, realizados en condiciones realistas y también publicados en revistas de prestigio, apuntan en la misma dirección. Sus hallazgos refuerzan la lectura crítica de Roberto Sussman: la exposición pasiva al vapor es mínima, tan leve que resulta difícil sostenerla como una amenaza sanitaria.

El primero, ya mencionado, se realizó en Barcelona en 2019 por Van Drooge, Marco y Grimalt. Allí reunieron a cinco voluntarios en una sala cerrada durante doce horas de vapeo intensivo. Al analizar el aire, los investigadores encontraron un resultado revelador: salvo por leves trazas de glicerol y nicotina, la composición química de las partículas era prácticamente idéntica a la de un día sin vapeo. El único cambio apreciable fue un ligero aumento de formaldehído en la fase gaseosa, pero en cantidades muy por debajo de los límites de seguridad de la OMS y de los valores que se registran de forma rutinaria en escuelas o viviendas europeas.

El segundo estudio, coordinado en 2023 por Amalia y colaboradores en Atenas, Milán, Barcelona y Edimburgo, comparó hogares con y sin vapeadores. El análisis reveló ligeros aumentos en algunos biomarcadores de los convivientes no usuarios: cotinina y 3′-OH-cotinina —indicadores clásicos de exposición a la nicotina—, trazas de propilenglicol y glicerol —ingredientes habituales de los líquidos de vapeo—, y un incremento marginal de cobalto en la orina.

Fue precisamente este último dato el que Sussman cuestionó. En los propios resultados suplementarios del estudio se observa que los no expuestos tenían los mismos niveles de cobalto que los vapeadores activos, lo que vuelve biológicamente implausible atribuir ese aumento a la exposición pasiva. Sin embargo, el artículo no lo reportó con claridad.

Pese a esos matices, la conclusión general fue inequívoca: todos los valores detectados permanecieron dentro de los márgenes propios de la categoría de no fumadores.

En conjunto, ambos estudios dibujan el mismo horizonte: incluso en interiores con ventilación limitada, la exposición pasiva al aerosol de los cigarrillos electrónicos resulta mínima, casi irrelevante. Frente a la nube densa y persistente del tabaco, el rastro del vapeo aparece como un fantasma: apenas perceptible, incapaz de sostenerse como amenaza sanitaria.

Y al aire libre, donde la dispersión natural actúa como un disolvente invisible, el riesgo se evapora hasta volverse inexistente. Es justamente en este contraste entre cifras y prohibiciones donde cobran fuerza las advertencias de Roberto Sussman: legislar contra un daño fantasma no es proteger, sino levantar un ritual de miedo.

Frente a un paisaje matizado, complejo y difícil de explicar, la política prefiere el claroscuro de la simplificación. El principio de precaución —herramienta valiosa cuando la incertidumbre es real— se invoca aquí como si la única ciencia legítima fuese la del riesgo absoluto. No se prohíbe el daño, se prohíbe el gesto. No se borran emisiones, se borra un signo social: la estela del vapor convertida en enemigo público.

Allí donde los datos muestran incrementos apenas medibles y exposiciones casi indistinguibles del fondo ambiental, florece una retórica de pureza higiénica. Se invoca un ideal de salud perfecta que, en lugar de proteger, naturaliza la desnormalización del otro: no tanto prevenir como disciplinar, no tanto cuidar como inculcar una pedagogía del miedo.

Ese es el verdadero punto ciego. Cuando la prudencia se transmuta en prohibicionismo ornamental, la salud pública se aproxima al despotismo sanitario: más preocupada por la estética de la pureza que por la eficacia de lo real.

La herencia de las campañas contra el tabaco que ahora se vuelven contra la nicotina

El verdadero problema, como insiste Roberto Sussman, no está en una cifra mal interpretada ni en un error técnico. Se aloja en otro lugar, más difuso y al mismo tiempo más decisivo: la batalla por el control de la narrativa pública.

La transición de los fumadores hacia productos de menor riesgo —cigarrillos electrónicos, tabaco calentado, bolsas de nicotina— no se juega únicamente en la esfera íntima de cada usuario. También depende de la legitimidad social que acompañe, o no, esa mudanza.

Y cuando las políticas públicas borran las diferencias —entre tabaco y nicotina, entre humo y vapor, entre combustibles y no combustibles—, no generan claridad, sino confusión. Refuerzan mitos, erosionan la confianza en la evidencia y acaban por socavar uno de los pocos avances tangibles en la historia del control del tabaco.

En lugar de fomentar la educación y subrayar las jerarquías de riesgo, principio elemental de la salud pública contemporánea, estas prohibiciones homogeneizadoras hacen justo lo contrario. No iluminan: oscurecen. Y en esa penumbra florece la desinformación, que corre más veloz que el vapor y se expande, sin fronteras, a escala global.

De esa penumbra brota una percepción distorsionada, visible en encuestas internacionales: una mayoría creciente cree que el vapeo es tan dañino, o incluso más, que el cigarrillo combustible. La ciencia mide partículas y compuestos; la opinión pública, en cambio, respira símbolos.

Pero esa percepción carece de sustento científico. Desde los primeros trabajos de Fernández y O’Connell hasta los más recientes de Van Drooge o Amalia, la conclusión es la misma: la exposición pasiva es mínima, muchas veces indistinguible del aire de un espacio libre de humo. Y, sin embargo, la opinión pública se alimenta menos de esos datos que de los gestos simbólicos de la regulación, que pesan más en el imaginario colectivo que cualquier cifra replicable en estudios realistas.

El impulso que hoy anima las prohibiciones al aire libre en España tiene historial: hunde sus raíces en las campañas clásicas de control del tabaco, aquellas cruzadas que, mucho antes de la llegada de los cigarrillos electrónicos, ya exigían expulsar a los fumadores de plazas y terrazas. Entonces, el argumento tenía un sostén evidente: el humo denso, maloliente y persistente del tabaco, una nube gris hija de la combustión que invadía el espacio común e imponía su presencia como un intruso social. Trasladar esa lógica al vapeo, en cambio, no protege la salud ni el ambiente: responde a una ideología, un salto moral, no sanitario.

Lo que en otro tiempo fue un recurso de presión social se ha transformado hoy en vigilantismo moral: una pedagogía de la pureza que ignora los datos y roza la imposición de un comportamiento idealizado.

Así, el vapor —que la evidencia científica describe como un contaminante menor, comparable a tantos otros de la vida cotidiana— se convierte, en la narrativa política, en un símbolo a erradicar: no un riesgo, sino una herejía contra la pureza.

Y el ciudadano que vapea, en lugar de ser reconocido como un exfumador que dejó atrás el cigarrillo combustible para elegir un producto menos dañino, es degradado a la condición de paria higiénico. La política, en vez de informar, dicta; en vez de diferenciar, aplana; en vez de abrir un debate matizado, impone un relato binario: todo riesgo es absoluto, todo vapor es culpable.

En esa simplificación se juega algo más profundo: el derecho a una salud pública guiada por la evidencia frente a una salud pública secuestrada por el miedo.

Las bases del Ministerio de Sanidad español: ¿evidencia o ideología?

La ciencia debería ser brújula, no escudo. Un instrumento para orientarnos en la complejidad, no un pretexto para levantar trincheras de pureza.

Cuando las políticas públicas desoyen evidencias sólidas y replicables en nombre de un supuesto celo por la salud colectiva, el riesgo no se reduce: se multiplica. Se propaga la desinformación, se consolida el estigma y se golpea, precisamente, a quienes más apoyo necesitan para dejar atrás el tabaco: los fumadores que buscan una vía de escape.

Así, como enseña el Dr. Roberto Sussman, prohibir el uso de cigarrillos electrónicos en espacios abiertos no protege a nadie. Solo perpetúa un ritual de miedo.

Al contrario, socava los principios de la reducción de daños, desacredita la ciencia y refuerza una lógica moralizante que, a la larga, sirve más a la ideología que a la salud pública. Lo que debería ser un debate informado sobre riesgos relativos se degrada en cruzada simbólica, donde la pureza deja de ser un objetivo sanitario para convertirse en un fetiche político.

El epidemiólogo Geoffrey Rose lo expresó con claridad: la esencia de la salud pública no es eliminar todo riesgo, sino modificar normas y estructuras para reducirlo de manera proporcional.

Las lecciones de Roberto Sussman van en la misma dirección. Una política que desoye la evidencia no solo pierde solidez técnica, también erosiona la confianza social y priva a los exfumadores de una de las pocas herramientas eficaces para reducir daños.

Aplicar la lógica de la criminalización a un producto de riesgo mucho menor —y más aún en espacios abiertos, donde no existe evidencia de daño a terceros— es traicionar el principio que Rose y Sussman comparten: reducir riesgos de manera proporcional. Es convertir la política en un espejo moral, donde el gesto pesa más que el dato y lo castigado no es el peligro real, sino la incomodidad cultural que provoca el vapor.

En ese giro, la salud pública corre el riesgo de extraviarse en el laberinto de su propio dogma: más atenta a la estética de la pureza que a la eficacia de lo real. La pregunta, entonces, no es si el vapeo es inofensivo —la ciencia lo matiza con cautela—, sino si podemos aceptar políticas que, en nombre de la precaución, renuncian a la evidencia y convierten la salud en un ritual de fe.

Si la literatura científica muestra que la exposición pasiva al vapor es mínima —casi indistinguible del aire en interiores y aún más al aire libre—, ¿qué justificación, más allá del dogma, sostiene su prohibición?


Para entenderlo: humo vs. vapor, según Roberto Sussman

El Dr. Roberto Sussman resume las diferencias entre el humo del tabaco y el vapor de los cigarrillos electrónicos. A simple vista pueden parecer nubes semejantes, pero en realidad se comportan de formas muy distintas.

Origen de la emisión

• Humo: no solo proviene de la exhalación del fumador, sino también de la punta encendida del cigarrillo (emisión lateral), que libera tóxicos de manera continua. Entre el 50% y el 70% del humo ambiental procede de esa brasa encendida, lo que expone a terceros de forma constante y prolongada.

• Vapor: no hay “punta encendida”. Todo el aerosol ambiental procede de la exhalación del usuario. La exposición de los demás es intermitente, breve y, además, se disipa rápidamente.

Naturaleza de las partículas

  • Humo: contiene partículas sólidas y líquidas de tamaño ultrafino. La combustión de tabaco libera entre 10 y 100 veces más partículas que una calada de vapor. Pero lo decisivo no es solo la cantidad, sino su química: son compuestos carbonáceos, orgánicos volátiles y metales, muchos de ellos tóxicos y varios cancerígenos.
  • Vapor: las partículas son exclusivamente líquidas. El 99% de la masa está formada por cuatro compuestos: propilenglicol, glicerol, nicotina y agua. El usuario retiene alrededor del 90% de lo que inhala y casi el 100% de los compuestos más tóxicos (como los aldehídos). Lo que exhala es un aerosol diluido y, en términos relativos, más “limpio”.

Propiedades físicas

  • Humo: sus partículas son semivolátiles o no volátiles, por lo que permanecen en suspensión durante largo tiempo, se adhieren a ropa, paredes y muebles, y se dispersan lentamente.
  • Vapor: las gotículas son volátiles, se evaporan y pasan rápidamente a fase gaseosa. Se diluyen en segundos y desaparecen sin dejar olor ni rastro.

Dispersión en el aire

  • Humo: se expande en todas direcciones, con emisión lateral constante. Incluso cuando el fumador no exhala, la brasa sigue contaminando el ambiente.
  • Vapor: funciona como un pequeño “chorro” direccional. Sale de la boca del usuario y se disipa en poco tiempo y distancia. Solo una persona situada justo en la trayectoria y a corta distancia recibiría una exposición significativa (el equivalente a que alguien “vapee en tu cara”, algo raro y socialmente inaceptable). A uno o dos metros, incluso en un espacio cerrado, el aerosol ya es imperceptible.

En resumen: mientras el humo del tabaco es continuo, tóxico y persistente, el vapor del cigarrillo electrónico es intermitente, químicamente simple y volátil. Una hoguera frente a una nube efímera.


  • Para saber más:

    Fernández, E., Ballbè, M., Sureda, X., Fu, M., Saltó, E., & Martínez-Sánchez, J. M. (2015). Particulate matter from electronic cigarettes and conventional cigarettes: A systematic review and observational study. Current Environmental Health Reports, 2(4), 423–429. https://doi.org/10.1007/s40572-015-0072-x

La revisión sistemática y la estudio en hogares reales confirmaron que los cigarrillos electrónicos emiten compuestos tóxicos, incluido material particulado fino (PM2.5), aunque en concentraciones muy inferiores a las del tabaco convencional. En viviendas de vapeadores, los niveles medianos de PM2.5 (~9,9 μg/m³) fueron prácticamente iguales a los de hogares libres de humo (~9,4–9,5 μg/m³), con picos asociados a las caladas. Las partículas son ultrafinas y requieren más investigación, pero la evidencia actual indica que la exposición pasiva al vapor es muchísimo menor que al humo de tabaco.

  • O’Connell, G., Colard, S., Cahours, X., & Pritchard, J. D. (2015). An assessment of indoor air quality before, during and after unrestricted use of e-cigarettes in a small room. International Journal of Environmental Research and Public Health, 12(5), 4889–4907. https://doi.org/10.3390/ijerph120504889

Los investigadores observaron que el vapeo en interiores incrementa partículas y compuestos volátiles, pero en niveles bajos y muy por debajo de los límites de seguridad, indicando un riesgo reducido de exposición pasiva en condiciones habituales.

  • van Drooge, B. L., Marco, E., Pérez, N., & Grimalt, J. O. (2019). Influence of electronic cigarette vaping on the composition of indoor organic pollutants, particles, and exhaled breath of bystanders. Environmental Science and Pollution Research, 26(6), 5989–6000. https://doi.org/10.1007/s11356-018-3975-x

En un experimento de exposición controlada, van Drooge y Grimalt observaron que el vapeo en interiores duplicó la concentración de partículas finas (<10, <5 y <1 μm), aumentó compuestos orgánicos volátiles y modificó la composición de contaminantes en el aliento de los no usuarios presentes. Estos reportaron leves síntomas de irritación (sequedad de garganta, nariz y ojos). El estudio concluye que, aunque el vapeo deteriora la calidad del aire en espacios confinados, los niveles y efectos detectados son modestos frente al tabaco convencional.

  • Amalia, B., et al. (2023). Exposure to secondhand aerosol from electronic cigarettes at homes: A real-life study in four European countries. Environmental Research, 229, 115967. https://doi.org/10.1016/j.envres.2023.115967

Amalia y colegas compararon hogares con vapeadores y hogares libres de humo. Detectaron nicotina en el aire de la mayoría de las casas con usuarios (~0,01 μg/m³), aunque en niveles muy bajos, y concentraciones de PM2.5 y PM1.0 similares a las de viviendas de control. Los convivientes no usuarios mostraron ligeros aumentos en biomarcadores (cotinina, 3′-OH-cotinina, 1,2-propanodiol y cobalto), confirmando cierta exposición pasiva al aerosol. El estudio concluye que, aunque existe absorción de compuestos por parte de los no fumadores, las concentraciones de partículas en interiores se mantienen bajas y comparables a hogares sin vapeo.

  • Czogala, J., Goniewicz, M. L., Fidelus, B., Zielinska-Danch, W., Travers, M. J., & Sobczak, A. (2014). Secondhand exposure to vapors from electronic cigarettes. Nicotine & Tobacco Research, 16(6), 655–662. https://doi.org/10.1093/ntr/ntt203

Los científicos evaluaron la exposición pasiva al vapor de cigarrillos electrónicos en cámaras controladas y la compararon con el humo del tabaco. Encontraron que la nicotina en el aire osciló entre 0,82 y 6,23 μg/m³ (≈3,32 μg/m³ de media), unas diez veces menos que con cigarrillos convencionales (≈31,6 μg/m³). Ambos generaron partículas finas (PM2.5), pero los e-cigarrillos no emitieron monóxido de carbono ni otros tóxicos propios de la combustión. El estudio concluyó que, aunque el vapeo en interiores expone a los no usuarios a nicotina, lo hace en niveles mucho menores que el tabaco y sin los contaminantes de combustión, subrayando la necesidad de investigar los efectos de esa exposición en grupos vulnerables.

  • Sussman, R. A., Sipala, F. M., Ronsisvalle, S., & Soulet, S. (2024). Analytical methods and experimental quality in studies targeting carbonyls in electronic cigarette aerosols. Frontiers in Chemistry, 12, 1433626. https://doi.org/10.3389/fchem.2024.1433626  

Sussman y colegas revisaron los métodos analíticos empleados para cuantificar compuestos carbonílicos en aerosoles de cigarrillos electrónicos —como formaldehído, acetaldehído, acroleína y crotonaldehído—, productos tóxicos de degradación térmica. La mayoría de los estudios utilizan derivatización con DNPH y cromatografía HPLC-UV siguiendo protocolos CORESTA (CRM 74 y 96), aunque esta técnica sufre interferencias de compuestos aromáticos. La cromatografía acoplada a espectrometría de masas (LC-MS) ofrece mayor sensibilidad y selectividad, permitiendo identificar un rango más amplio de carbonilos. El trabajo subraya la importancia de protocolos estandarizados y rigor metodológico para garantizar resultados comparables y reproducibles.

  • Sussman, R. A. (2023). Review of “Carcinogenic and non-carcinogenic health risk assessment of organic compounds and heavy metals in electronic cigarettes.” Qeios. https://doi.org/10.32388/OUZMMZ

En una revisión crítica, Sussman (2023) cuestiona el análisis de riesgos toxicológicos de Zhao et al. sobre compuestos orgánicos y metales en cigarrillos electrónicos. Aunque la metodología de cálculo es estándar, el problema central radica en la calidad de los datos: de los 28 estudios utilizados, varios corresponden a dispositivos de primera y segunda generación hoy obsoletos, o presentan graves fallos metodológicos que sobreestiman las dosis de exposición. Además, el trabajo de Zhao et al. cita de forma selectiva investigaciones que reportan altas concentraciones de tóxicos e ignora revisiones más completas (como la del OHID y las de Soulet y Sussman). La crítica subraya que basar evaluaciones de riesgo en datos defectuosos conduce a conclusiones infladas y poco representativas de los dispositivos actuales.


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