Los cuerpos que no crecen… ¿son culpa del tabaquismo?

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Un recorrido por cómo la OMS convirtió el tabaco en el responsable principal del retraso del crecimiento infantil, desplazando la atención de los determinantes sociales —pobreza, violencia, racismo, malnutrición— hacia un relato único que moraliza la salud, carga la culpa sobre las madres y borra la complejidad de las causas estructurales.

En un hospital de Quetzaltenango —a más de 2.300 metros de altitud, donde la hipoxia roba gramos invisibles a los recién nacidos— una enfermera sostiene un cuerpo diminuto que cabe entero en la palma de su mano. Pesa apenas un poco más que una cajetilla de Rubios, como si la vida se hubiera condensado en un frágil paquete de cartón. Afuera, el padre enciende otro cigarrillo y el polvo rojo de la calle empuja el humo contra los cristales de la ventana. 

Ningún médico guatemalteco necesita consultar el más reciente informe de la Organización Mundial de la Salud para intuir la relación. Y, sin embargo, ahí está la traducción burocrática de la catástrofe: un documento de ocho páginas que aspira a la exhaustividad de la síntesis pero reduce la vulnerabilidad de ese cuerpo mínimo quetzalteco a curvas descendentes y porcentajes implacables.

La Organización ha señalado al tabaco como un enemigo central en la lucha contra el stunting, ese término técnico que amortigua la crudeza del retraso en el crecimiento infantil. En la sala de espejos del informe, todas las causas parecen reflejarse con idéntica gravedad: fumar un cigarrillo, beber agua contaminada, arrastrar infecciones recurrentes o sobrevivir con una dieta insuficiente. En la primera línea de la lista también figuran la pobreza y el bajo nivel educativo. Pero mientras al tabaco se le concede el cúmulo de evidencias, como si en ellas residiera la clave única del problema, los otros determinantes apenas reciben menciones rápidas, sin jerarquía ni contexto histórico. 

El resultado es ambiguo: por un lado, el tabaco se sobredimensiona; por otro lado, las demás causas se aplanan, como si carecieran de peso epidemiológico propio. De esa falsa simetría nace un recetario de abstinencias, mientras la infancia continúa encogiéndose en los barrios sin saneamiento, en las aldeas sin cosechas, en los campamentos improvisados donde faltan techo y pan. Así, una vez más, la política global de salud parece menos orientada a cuestionar y transformar estructuras que a vigilar y disciplinar cuerpos.

En el informe Tobacco and Stunting no hay metáforas: predominan cifras, síntomas y abreviaturas, alineadas con la frialdad de un inventario bélico que expone una herida invisible en una guerra normalizada antes incluso de declararse perdida. El documento es tajante al señalar que fumar durante el embarazo constituye un riesgo crítico para el crecimiento fetal, el bajo peso al nacer y los partos prematuros, condiciones estrechamente vinculadas al retraso en el crecimiento infantil, sobre todo en países de renta baja y media. Ese es el núcleo: la frase resaltada en el resumen. 

Pero detrás de cada dato se oculta una escena que las estadísticas apenas rozan: un recién nacido tras otro con la piel casi traslúcida, como si el mundo lo hubiera arrojado demasiado pronto para después despojarlo.

Lo que el informe minimiza es que esas curvas no surgen de la nada: detrás de las cifras de malnutrición y pobreza se extiende la prolongación de siglos de despojo, de tierras arrancadas, de economías diseñadas para servir a otros. 

El colonialismo no es un capítulo cerrado. Es un pasado que persiste. No terminó con la independencia. Se reescribe en la deuda externa, en la dependencia de las materias primas patentadas, en los acuerdos comerciales desiguales. Se transforma, pero no desaparece. Permanece inscrito en las venas abiertas bajo la piel translúcida de ese recién nacido.

Cuando la colonización se traduce en curvas

Las llagas del colonialismo se actualizan hoy en otro lenguaje: el de la epidemiología. Lo que antes se narraba como despojo y subordinación aparece ahora en gráficas médicas: desigualdades persistentes que reflejan estructuras racistas heredadas. 

Durante siglos, la salud pública y la biomedicina se moldearon para servir a los intereses coloniales: sistemas de atención segmentados, poblaciones colonizadoras con recursos y cuidados, mientras las colonizadas recibían servicios precarios —o ninguno—, prácticas discriminatorias y la desvalorización de sus saberes. Ese legado dejó marcas concretas: mayor carga de enfermedades infecciosas y crónicas, menor esperanza de vida, desconfianza hacia los sistemas médicos. 

Hoy, esas heridas se leen en indicadores de crecimiento infantil: malnutrición materna, partos prematuros, bajo peso al nacer. La evidencia es sólida en la etapa prenatal: fumar durante el embarazo aumenta entre un 50% y un 100% el riesgo de restricción del crecimiento fetal (FGR), bajo peso al nacer (LBW) y de parto prematuro (PTB). 

Son siglas que en los informes se amontonan con frialdad tipográfica, pero que en los hospitales se transforman en incubadoras que zumban de noche, en madres con los ojos enrojecidos y en médicos que sostienen en silencio la certeza de que las curvas descendentes también tienen rostro. 

El colonialismo dejó cicatrices que aún hoy se inscriben en los cuerpos de la infancia. Sin embargo, ahí se abre la primera fisura metodológica del documento: la confusa tensión entre asociación y causalidad. 

El informe afirma con solidez que fumar durante el embarazo causa restricción del crecimiento fetal, bajo peso al nacer y partos prematuros. Pero cuando aborda el crecimiento posnatal admite que la relación con el stunting “sigue siendo incierta”. Esa admisión, relegada a una sección secundaria del texto, desaparece en el resumen ejecutivo y en los mensajes principales, donde el tono vuelve a ser tajante. 

Más que negada, la incertidumbre queda arrinconada al pie de página, tratada como un detalle menor en lugar de un punto central del debate científico. Allí, el lenguaje se despoja de su tono marcial y se vuelve vacilante, casi tímido, como si las dudas —esas que deberían iluminar la discusión científica— fueran gestionadas como un estorbo que conviene mantener fuera de la vista.

Cómo la duda se convierte en dogma

Cuando se trata del tabaco fumado —y, por extrapolación, de la nicotina— sectores de la OMS parecen necesitar tantas certezas como un ejército necesita consignas. La duda casi se evapora y, en el cuerpo del informe, queda subordinada: se levanta una narrativa lineal, casi pedagógica, un relato diseñado para impulsar impuestos, justificar prohibiciones y promocionar campañas de choque, más que para reflejar las grietas de un vínculo todavía incierto. 

La operación no es inocente: los documentos destinados a deslegitimar y estigmatizar el consumo de nicotina —sea cual sea la vía— tienden a transformar incertidumbres científicas en certezas políticas. Lo ambiguo se borra porque la OMS necesita un relato sin fisuras que sostenga su arsenal de políticas globales. Y es en ese borrado donde se hace visible otro silencio estratégico: la negación de la reducción de daños. 

Un cuadro de definiciones del informe describe con minuciosidad los riesgos de los productos alternativos, pero evita contextualizar la diferencia en niveles de toxicidad. Así, en la misma página conviven los cigarrillos combustibles, con más de 7.000 sustancias químicas —69 de ellas carcinógenas—, y los dispositivos electrónicos (HTP y ENDS) descritos simplemente como generadores de aerosoles “con nicotina y sustancias tóxicas”. No se ofrece ninguna referencia a las diferencias de toxicidad ni a la evidencia sobre reducción relativa de exposición. 

De este modo, un cigarrillo y un dispositivo electrónico aparecen en el mismo plano, como equivalentes, cuando la literatura científica sugiere gradientes claros de riesgo. Ese silencio estratégico —la omisión sistemática de la reducción de daños— permite mantener un relato binario: todo es igualmente nocivo. El aerosol de un dispositivo electrónico resulta ser un recordatorio incómodo: en el terreno de la nicotina existen grises que la política internacional, por los motivos que sea, decide ignorar.

El efecto es el de una sala de espejos deformados. En el mismo cuadro destacado de definiciones del informe todo se refleja con la misma gravedad, todo parece igual de letal. Cigarrillos combustibles, productos de tabaco calentado (HTP) y Sistemas Electrónicos de Entrega de Nicotina (ENDS) aparecen descritos con el mismo lenguaje de riesgo, sin matices sobre magnitudes ni diferencias de toxicidad. 

El documento, que debería iluminar contrastes, describir matices, suscitar preguntas y expandir la evidencia, se convierte en una maquinaria de simplificación. La narrativa absolutista no sólo limita la comprensión: desinforma, alimenta el miedo y, con él, bloquea cualquier política de transición hacia opciones de menor riesgo en la población general. 

En la letra impresa resuena una paradoja brutal: se condena a la madre fumadora a un binarismo imposible —o abandono total o condena perpetua al cigarrillo combustible—, como si el matiz mismo fuese una herejía.

Las causas que no caben en un PowerPoint

En esas omisiones desaparece también lo esencial: la discusión sobre los determinantes sociales que hacen del stunting una tragedia repetida, anonimizada y secular. Pobreza, desigualdad, racismo estructural, inseguridad alimentaria: todos quedan relegados a un segundo plano, como si el problema pudiera resolverse con prohibiciones y cifras, sin atender a las condiciones históricas que lo incuban. 

El informe menciona pobreza, bajo nivel educativo, malnutrición e infecciones, pero los retira del núcleo y los reduce a notas secundarias frente al espacio central otorgado al tabaco. El racismo estructural, la violencia de género y la inseguridad alimentaria crónica —factores decisivos— ni siquiera aparecen. El resultado es un plano sin relieve: la pobreza que asfixia, la tierra perdida que ya no alimenta, el hambre que encoge cuerpos que antes de nacer quedan desdibujados.

El documento que debería iluminar grietas las cubre con pintura uniforme. Y en esa blancura aséptica se desvanecen las voces, los cuerpos y las historias. Se pierde, precisamente, lo que da sentido a la lucha contra el stunting: la vida truncada de quienes nunca alcanzan la altura prometida. 

La posibilidad de un puente

Más allá de este informe concreto, la política global de la OMS frente a la nicotina omite sistemáticamente la perspectiva de reducción de daños. 

En la población general, la evidencia acumulada indica que los dispositivos sin combustión son sustancialmente menos nocivos que el cigarrillo convencional y que, además, pueden duplicar la tasa de abandono en comparación con las terapias sustitutivas tradicionales, según una revisión Cochrane de 2022.

En esa diferencia se abre una posibilidad que, aun sin ser inocua, podría convertirse en un puente de salida: una escalera hacia la renuncia, una grieta que ensanche la solución.

Al minimizar esta literatura emergente la OMS subordina un cuerpo creciente de pruebas a un sesgo abstencionista que opera como dogma. La paradoja se hace visible en la vida cotidiana: allí donde los productos de nicotina sin combustión fueron restringidos o estigmatizados, las ventas de cigarrillos convencionales volvieron a crecer. 

Es como si, en nombre de la pureza sanitaria, se empujara a la fumadora de nuevo a las llamas, negándole el derecho a un puente. Porque la paradoja más cruel es esta: al demonizar la transición, se protege al enemigo original.

Los cuerpos que cargan la culpa

Y ahí emerge el punto crítico fundamental: el reduccionismo biomédico. El informe enumera, con la pulcritud de una tabla, factores como malnutrición, bajo nivel educativo, infecciones recurrentes o saneamiento deficiente, pero los presenta como telón de fondo, mientras sitúa al tabaco en el centro del escenario. Al hacerlo, convierte al cigarrillo en el culpable visible y deja en penumbra a los verdaderos productores del retraso del crecimiento: la pobreza, la desigualdad social, la inseguridad alimentaria, la violencia contra las mujeres y el racismo estructural. 

Es la diferencia entre observar por un microscopio y abrir la mirada al paisaje entero. 

Los cuerpos que cargan la culpa son, sobre todo, los de las madres pobres, que aparecen como responsables individuales de lo que en realidad es una tragedia estructural.

La escena adquiere cuerpo fuera del PDF. 

En un campamento de refugiados, las carpas huelen a lona caliente y a cloro; el agua llega en camiones y nunca alcanza. Una mujer embarazada, anémica, reparte raciones entre tres hijos y enciende un cigarrillo como quien se concede un minuto de control sobre algo. 

En un suburbio inundado, los niños chapotean en charcos grises-amarillos; el zumbido de los mosquitos compite con los motores de las bombas que nunca dan abasto. Allí, la diarrea —uno de los factores señalados por la OMS— es tan estacional como la lluvia. 

En una aldea castigada por la sequía, los cultivos se han vuelto polvo; el agua tiene dueño, igual que las semillas. El humo que entra en los pulmones procede tanto del tabaco como del fogón de leña, otra de las exposiciones reconocidas en salud pública. 

Y casi cualquier cosa puede ser leña.

En todos esos escenarios, fumar es menos una “decisión de consumo” que un síntoma de intemperie: un ritual mínimo para anestesiar el hambre, el miedo y el insomnio.

El problema no es que la biomedicina observe el tabaquismo y la nicotina; el problema empieza cuando su lente desplaza todo lo demás. 

La literatura científica describe el stunting como un fenómeno multifactorial (algunos factores reconocidos en el propio informe de la OMS, otros apenas sugeridos) y profundamente contextual: infecciones repetidas, enteropatía ambiental —esa inflamación silenciosa del intestino causada por la exposición crónica a patógenos—, dietas pobres en micronutrientes, estrés tóxico materno, anemia, viviendas que colonizan el cuerpo con mohos y bacterias. 

Un mapa de causas que insiste en recordarnos que el retraso del crecimiento no es un efecto aislado, sino la expresión de condiciones históricas y socioambientales entrelazadas.

La hipoxia fetal no proviene sólo del cigarrillo. El propio informe reconoce factores como la desnutrición, la anemia severa y la exposición al humo de combustibles sólidos en cocinas cerradas. Pero quedan fuera otros igualmente decisivos: las condiciones laborales precarias, que agotan a las madres y las exponen a ambientes tóxicos, o la violencia cotidiana y el estrés psicosocial, que elevan el cortisol y restringen el flujo placentario.

Reducir ese mapa de causas a una flecha gruesa que apunta en una única dirección dentro de un gráfico epidemiológico es, ante todo, una comodidad narrativa, un acto de simplificación política que convierte la complejidad de millones de vidas en un relato manejable, aunque brutalmente incompleto.

Hay, además, un efecto político: cuando el relato se concentra en la conducta individual —deje de fumar y su hijo crecerá— la responsabilidad se moraliza y la carga se desplaza hacia las madres. 

La salud pública se convierte en catecismo: prohibir, gravar, vigilar. Se financian patrullas antitabaco y campañas de choque, mientras se invisibiliza y posterga lo lento, lo caro, lo estructural: agua potable, saneamiento, educación de las niñas, transferencias de ingreso, protección frente a la violencia doméstica.

Es la biopolítica en su versión más económica: regular cuerpos elegibles y gobernar conductas individuales resulta más barato —y menos amenazador— que reparar la tubería rota que enferma a todos. 

Así, la salud pública predica abstinencia en voz alta, mientras en voz baja tolera y normaliza la pobreza estructural que encoge huesos y talla futuros.

Deje de fumar y su hijo crecerá

¿Qué significa cuidar? El informe lo sabe —no lo ignora, lo enuncia—. Menciona pobreza, bajo nivel educativo, malnutrición y saneamiento deficiente. Pero los relega a gráficos secundarios; no los coloca en el centro ni los enfrenta. 

En esas figuras, el tabaco aparece siempre con flechas gruesas; los determinantes sociales, en gris tenue. Casi un palimpsesto. El lector termina convencido de que la solución correcta es subir impuestos y prohibir, aunque a una cuadra del hospital la zanja a cielo abierto siga criando mosquitos.

La aritmética de las best buys (subir impuestos al tabaco, restringir la publicidad del alcohol, promover dietas saludables) rinde rápido en cifras limpias y gráficas que caben en una diapositiva. 

La ingeniería social de las causas, en  cambio, tarda años, no entra en un Excel, resiste las métricas de corto plazo y se niega a producir imágenes inmediatas. 

Pero es en esa demora —en ese tiempo muerto de la política sin réditos electorales ni financiamiento ágil— donde los huesos de los niños dejan de crecer.

Si de proteger la infancia se trata, el guión debería invertirse en la jerarquía de prioridades: garantizar primero las condiciones que hacen posible un cuerpo que crezca: seguridad alimentaria, agua, saneamiento, vivienda digna, ingresos, educación y autonomía de las mujeres, determinantes directos de la salud materno-infantil.  Y después, de manera simultánea pero subordinada, intervenir con honestidad sobre las incertidumbres en los riesgos conductuales. 

Ese debería ser el guión de una política de salud pública que aspire realmente a proteger la infancia.

De otro modo, la política sanitaria corre el riesgo de confirmarse en lo que ya parece ser: una pedagogía del miedo y de la disciplina que confunde síntoma con causa. El cigarrillo aparece como el enemigo principal, cuando en muchos casos no es más que una expresión de pobreza y exclusión.

Y así, con buenas intenciones, se termina castigando a quienes menos margen de elección tienen: madres que fuman para anestesiar el hambre, niños que crecen en casas sin agua y familias cuya vida cotidiana está marcada más por el humo de la leña que por el tabaco.

La imagen final no debería ser un paquete de cigarrillos confiscado, sino una cinta métrica que sube un centímetro porque, río arriba, alguien abrió un grifo de agua segura, selló una letrina, llenó un plato con hierro y proteínas, garantizó a una madre que podrá dormir sin violencia.

Las demás medidas —impuestos, advertencias, espacios sin humo— son necesarias, pero secundarias e insuficientes si no se abordan primero las condiciones estructurales.

Ninguna de ellas puede revertir la sequía social que, si no se enfrenta, seguirá marchitando huesos y futuros y hará del incendio no una posibilidad, sino una certeza.

Al privilegiar una agenda única y un dogmatismo institucional, la OMS corre el riesgo de imponer una moral higienista global que disciplina cuerpos sin transformar las realidades que pesan sobre ellos. 

¿Qué significa cuidar en salud pública? ¿Repetir una consigna de abstinencia abstracta o aceptar la complejidad del mundo y salvar vidas posibles con las medidas posibles?

Mientras la OMS no incorpore esta pregunta, muchas de sus políticas seguirán siendo lo que a menudo son: un catecismo global, un manual de disciplina que ordena cuerpos sin tocar las raíces del mundo que los enferma, pero no una estrategia realista de protección.


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