¿Puede un estudio contradecir sus propios datos? El caso del vapeo, el tabaco y la paradoja estadística.
¿Es posible que un estudio, lleno de cifras y gráficas, termine negando lo que sus propios datos susurran entre líneas?
Imagina que hojeas una revista científica y te encuentras con una afirmación presentada con aplomo, como si fuera una ley natural: El consumo de cigarrillos ha caído drásticamente en los últimos años. Al mismo tiempo, el uso de cigarrillos electrónicos ha subido como la espuma. Pero no hay relación entre ambos fenómenos.
La frase se despliega con la tranquilidad de lo evidente, con la autoridad de quien enuncia una obviedad empírica. Y, sin embargo, algo en ella desconcierta —al menos para quienes no ven el mundo a través de fórmulas estadísticas. ¿Cómo es posible que dos curvas que se cruzan con tanta precisión —una descendente, otra ascendente— no compartan ni siquiera un hilo causal? La afirmación no solo desafía la intuición, desafía también la lógica de la observación social. Y la inteligencia de expertos como el Dr. Michael Siegel, quien ha cuestionado esta misma narrativa en su blog The Rest of the Story. Porque en ciencia, como en la vida, las coincidencias perfectas rara vez son inocentes.
Parece contradictorio, ¿no?
Lo es. O, al menos, lo parece si uno no se conforma con las líneas de superficie y decide leer los datos con los ojos bien abiertos —aunque sean ojos no expertos—. En el corazón de este estudio late una paradoja incómoda: la caída sostenida del tabaquismo y el ascenso vertiginoso del vapeo se presentan como fenómenos independientes, cuando todo en la historia social de la nicotina sugiere que podrían estar íntimamente entrelazados. Lo que este artículo parece proponer no es solo una interpretación estadística: es una elección narrativa. Y como toda narrativa, puede revelar tanto por lo que afirma como por lo que silencia.
Este es, en esencia, el mensaje que transmite un reciente estudio sobre las tendencias del tabaquismo y el vapeo en Estados Unidos: “Declines in cigarette smoking among US adolescents and young adults: indications of independence from e-cigarette vaping surge”. El documento, meticulosamente construido a partir de tres décadas de encuestas nacionales, traza con precisión quirúrgica la transformación de nuestros hábitos de consumo de nicotina entre 1992 y 2022. Sus cifras narran una historia clara: un declive sostenido en el uso del cigarrillo y un ascenso fulgurante del vapeo, especialmente entre los más jóvenes. Y, sin embargo, la conclusión que se menciona antes —que ambos fenómenos son independientes— no solo sorprende, sino que parece contradecir la lógica interna de los propios datos.
Y es ahí donde se abre una pregunta tan incómoda como fascinante: ¿puede un estudio sostener un relato que contradice las señales que emanan de su propia evidencia?
La gran caída del tabaco
Desde 1997, el consumo de cigarrillos tradicionales entre jóvenes estadounidenses de 18 a 24 años se ha desplomado del 29,1 % al 5,4 %. En menos de tres décadas, casi ocho de cada diez fumadores jóvenes abandonaron el hábito o, más precisamente, no llegaron siquiera a iniciarlo. Se trata de un descenso histórico, difícil de exagerar, que refleja la eficacia acumulada de políticas públicas, campañas educativas, regulaciones estrictas y —quizá lo más decisivo— un viraje cultural profundo: fumar dejó de ser signo de rebeldía o madurez para convertirse en emblema de riesgo y exclusión.
La tendencia entre adolescentes de 17 a 18 años fue aún más pronunciada: el consumo bajó del 36,8 % al 3,0 %. Una caída casi total. Este fenómeno —que apenas unas décadas atrás habría parecido utópico— es uno de los mayores éxitos de salud pública contemporánea. Un triunfo comparable, en términos sanitarios y simbólicos, a la erradicación progresiva de otras prácticas normalizadas que hoy resultan impensables.
El auge del vapeo
Pero mientras el tabaco se retira del imaginario juvenil como un vestigio del pasado, otro fenómeno avanza con la velocidad de una moda viral: el vapeo. Entre 2017 y 2019, el uso de cigarrillos electrónicos entre adolescentes creció más del doble —del 11,0 % al 25,5 %— en un ascenso vertiginoso que no se explica únicamente por la tecnología, sino por una constelación de factores difíciles de contener: dispositivos discretos que no dejan olor, sabores dulces como caramelo que sustituyen lo áspero del tabaco y una dosis de nicotina lo suficientemente eficaz como para atrapar sin espantar.
Lo llamativo —y preocupante— es que, según el propio estudio, este auge no se replicó entre los adultos jóvenes. El crecimiento se concentró en quienes apenas comenzaban su relación con la nicotina, lo que sugiere un patrón inquietante: el vapeo no estaría sustituyendo a los fumadores tradicionales, sino abriendo la puerta a una nueva generación de usuarios, muchos de ellos vírgenes de cualquier experiencia previa con el tabaco.
La correlación débil
Aquí es donde el relato comienza a tensarse. El estudio introduce una métrica que, en principio, parece prometer respuestas: el índice RepR —Replacement Ratio o Ratio de Reemplazo—, diseñado para estimar qué proporción de la caída en el tabaquismo puede atribuirse al aumento del vapeo exclusivo. El resultado: un 40 %.
¿Y qué significa ese 40 %? No implica, por supuesto, que cuatro de cada diez exfumadores hayan transitado directamente al cigarrillo electrónico. Pero sí sugiere algo más incómodo para la tesis central del estudio: que una fracción considerable de quienes abandonaron el tabaco pudo haber encontrado en el vapeo una vía de salida. Una alternativa, no una coincidencia.
La interpretación final, sin embargo, elude esa posibilidad. En lugar de interrogarla, la descarta. Sostiene que el vapeo y el tabaquismo son trayectorias paralelas: fenómenos que simplemente coexistieron durante el mismo periodo sin tocarse. Una conclusión que se asemeja a afirmar: “Sí, el tren A llegó cinco minutos después de que partió el tren B… pero es pura casualidad, no hay conexión alguna. No hay relación entre ambos. Solo una coincidencia más en el reloj”.
Es como mirar un bosque desde lo alto y concluir que no hay árboles porque todo parece una masa verde y uniforme. Pero basta acercarse —basta escuchar— para descubrir que detrás de cada hoja hay una historia distinta.
¿El mundo existe fuera de EE.UU.?
Más allá de las fronteras estadounidenses, el panorama adquiere otros matices. En países como el Reino Unido —donde el vapeo no solo está permitido, sino promovido como estrategia de reducción de daños—, la caída del tabaquismo ha sido aún más pronunciada. Allí, el cigarrillo electrónico no es un enemigo en disputa, sino una herramienta sanitaria con un lugar —aunque controvertido— en las políticas públicas.
Revistas especializadas u órganos públicos documentan cómo un número significativo de fumadores adultos ha logrado abandonar el tabaco gracias al vapeo. No todos, por supuesto. Pero sí los suficientes como para que la relación merezca ser estudiada y no descartada de antemano.
Este contraste internacional deja flotando una pregunta que el estudio estadounidense evita mirar de frente: ¿Está observando solo una parte del fenómeno, ignorando otras realidades donde el vapeo sí parece cumplir un rol sustitutivo? ¿Y si lo que presenta como independencia fuera, en realidad, una forma de ceguera contextual?
¿Autocontradicción metodológica?
No se trata de fraude ni de un error técnico flagrante. Lo que emerge aquí es algo más sutil —y quizá más inquietante—: una brecha entre lo que los datos muestran y lo que el estudio decide ver en ellos. La investigación presenta cifras que, en ciertos pasajes, insinúan una posible relación entre el ascenso del vapeo y el declive del tabaquismo. Pero luego, en un giro interpretativo tajante, esos mismos datos son leídos como prueba de una independencia total entre ambos fenómenos.
Y esto no es inusual en la ciencia. La neutralidad absoluta es una aspiración noble, pero rara vez alcanzable. Los investigadores —como todos nosotros— interpretan el mundo desde sus propios marcos de referencia. Y si esos marcos están impregnados de cautela ante el vapeo —por razones legítimas, ideológicas o políticas—, es comprensible que las señales de beneficio potencial pasen desapercibidas o se descarten como simple ruido estadístico.
Como lectores —y especialmente como ciudadanos expuestos a debates públicos sobre ciencia y salud— conviene recordar algunas verdades incómodas, pero esenciales:
- Los estudios científicos no mienten, pero tampoco lo dicen todo.
- Las conclusiones no brotan únicamente de los datos, sino también de las lentes con que elegimos observarlos.
- Una correlación baja no equivale a ausencia de relación: puede señalar una conexión tenue, indirecta o restringida a ciertos grupos.
- Y, sobre todo: los números no hablan solos. Siempre necesitan una voz que los traduzca. Lo que decimos sobre ellos depende de cómo los medimos y también de cómo decidimos narrar la historia que susurran o insinúan.
Este estudio ofrece una radiografía valiosa —y poco frecuente por su alcance longitudinal— de los cambios en los patrones de consumo de nicotina en Estados Unidos. Pero su narrativa, al aspirar a una claridad absoluta, termina sacrificando matices esenciales para una comprensión más justa y útil del fenómeno.
El vapeo no reemplaza por completo al tabaco, pero sí parece ofrecer una vía de salida para millones de fumadores. Su popularidad entre adolescentes justifica la preocupación, pero no debería eclipsar su potencial como herramienta de salud pública para adultos. Y quizá lo más importante: interpretar la ciencia exige humildad, apertura al disenso y la disposición constante a revisar nuestras propias creencias.
Donde termina el dato y empieza la vida
En la ciencia, como en la vida, las historias rara vez son binarias. No se dividen con nitidez entre lo bueno y lo malo, lo útil y lo dañino. Son grises, densas, plagadas de excepciones, atravesadas por contextos que no siempre caben en una tabla. A veces, lo que parece contradicción es solo el eco de una realidad más compleja. Una invitación a mirar más de cerca.
Porque detrás de cada número hay una persona.
Y detrás de cada persona, una historia.
Y tal vez —solo tal vez— el vapor que exhala un cigarro electrónico no sea únicamente una nube de nicotina… sino también una puerta de salida que aún no nos hemos atrevido a abrir del todo.
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