Sobre la censura editorial, los conflictos de interés y la crisis de integridad científica: el caso de Charles y Roger.
El correo electrónico llegó en seco, sin preámbulo, cargado de una burocracia implacable, como un veredicto inapelable. Rechazado. Conflicto de intereses. Caso cerrado.
Uno de los dos autores del artículo científico —un investigador veterano y profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) con décadas de experiencia y un historial impecable en varias revistas de prestigio— volvió a leer el mensaje, incrédulo.
Su artículo de revisión, que examinaba críticamente estudios previos en su campo, había sido descartado por una supuesta falta de imparcialidad. No porque hubiera recibido financiación de alguna entidad con intereses en juego, sino porque en el pasado había ejercido como director —aunque casi exclusivamente en calidad de divulgador científico— de una organización de la sociedad civil dedicada a la defensa de los derechos ciudadanos. Una organización sin financiación externa, sin donaciones privadas, sin vínculos con empresas. Nada. Solo ideas. Solo principios.
Una ironía inquietante: mientras la financiación abre puertas, la fidelidad a los principios parece cerrarlas. La neutralidad, comprendió con una lucidez amarga, no era un valor universal, sino un privilegio reservado a quienes, por convicción o por conveniencia, se alineaban con las expectativas impuestas por el statu quo. No era la primera vez que se enfrentaba a obstáculos en el mundo de la publicación científica, pero jamás había presenciado algo tan descarado.
«El rechazo fue repentino y abrupto, lo que sugiere un motivo oculto, quizás deliberadamente velado», explica con la serenidad de quien ha examinado cada posibilidad con minuciosidad. «No podemos demostrarlo, pero tampoco descartar que el editor académico fuera coautor de algunos de los estudios que cuestionamos».
Las palabras caen con el peso de una sospecha que, aunque no confirmada, resulta imposible de ignorar. El conflicto no estaba en su manuscrito. Estaba en quién lo evaluaba. Y en por qué.
Un manuscrito que incomoda
El texto que Charles intentó publicar no era un artículo cualquiera. Era una revisión exhaustiva de 41 estudios que analizaban los efectos biológicos de los cigarrillos electrónicos sobre células y animales de laboratorio. Un tema controvertido, abordado en un artículo incómodo. Lo que lo volvía verdaderamente perturbador no era su enfoque, sino su hallazgo: aquellos estudios contenían fallos metodológicos graves que ponían en duda no solo sus conclusiones, sino también la validez de las políticas regulatorias que se habían apoyado en ellas.
Esto significaba que determinadas decisiones normativas podían estar basadas en una percepción exagerada del riesgo, con el potencial de perjudicar a millones de personas usuarias.
«Observamos que todos los estudios utilizaban el mismo equipo de laboratorio —fabricado por una empresa canadiense— para generar el aerosol de cigarrillo electrónico en condiciones experimentales», explica Charles, con la precisión de quien ha examinado cada detalle con lupa.
«Cuando replicamos el procedimiento, descubrimos que el aerosol producido alcanzaba niveles de sobrecalentamiento y generaba subproductos de degradación química que poco tenían que ver con las condiciones reales de uso. Además, en la mitad de los estudios, tanto las células como los roedores fueron expuestos a dosis de nicotina tan elevadas que resultaban completamente irreales en cualquier escenario de la vida cotidiana».
Su voz no disimula la preocupación. Los hallazgos tenían implicaciones profundas. Charles sabe que estas distorsiones metodológicas no solo desvían los resultados: tienen el poder de moldear políticas públicas y configurar percepciones sociales sobre una base científica profundamente defectuosa. Si estos estudios constituían el andamiaje para comprender los cigarrillos electrónicos, sus riesgos estaban siendo amplificados sin un respaldo científico sólido.
Un mensaje que, según el profesor y con abundante evidencia, muchos sectores —desde la industria farmacéutica hasta agencias de salud pública y defensores del control del tabaco— preferían mantener en la penumbra.
Una revisión por pares estándar… hasta que dejó de serlo
Según relata Charles, el proceso de revisión por pares transcurrió con aparente normalidad. Tres evaluadores analizaron el manuscrito. Dos de ellos recomendaron su publicación, sugiriendo únicamente algunos ajustes menores en la organización del contenido. El tercero, más crítico, presentó un informe escueto con un único comentario negativo.
Nada hacía prever que el artículo sería rechazado.
«Respondimos a todas las observaciones de los revisores, como dicta el procedimiento habitual», recuerda Charles. «Esperábamos nuevas indicaciones para continuar el proceso, pero de forma repentina el editor académico intervino bruscamente y rechazó el manuscrito, ignorando por completo las evaluaciones recibidas».
El motivo fue tan simple como inquietante: un escueto y ambiguo “conflicto de intereses” se convirtió en la excusa para descartar un trabajo sólido que cumplía con todos los criterios científicos.
Para Charles, la decisión resultaba incomprensible. Nunca había recibido financiación de la industria tabacalera ni de fabricantes de cigarrillos electrónicos. Su única vinculación era como miembro fundador de una organización sin ánimo de lucro —sin donaciones externas ni respaldo empresarial— dedicada a promover el acceso a información científica y objetiva sobre el vapeo.
«Nos acusaron sin aportar ni una sola prueba. Nos exigieron aclaraciones sobre supuestos conflictos de interés en un tono agresivo y acusatorio», rememora Charles, con una mezcla de incredulidad y desilusión en la voz. «Respondimos con detalle, abordando cada punto. Pero no hubo respuesta. Pocos días después, el manuscrito fue rechazado».
Sus palabras revelan una frustración más profunda: un proceso que, en teoría, debía regirse por la justicia y la transparencia, parecía haberse inclinado hacia el lado del poder, relegando la evidencia a un lugar secundario.
Por desgracia, el caso de Charles no es una anomalía. Ni es raro. Ni es nuevo.
Lo que más le desconcierta es que el rechazo proviniera precisamente de la revista donde, hasta entonces, había sido reconocido: Toxics. Con reputación internacional, esta publicación de acceso abierto se dedica al análisis del impacto de sustancias químicas y materiales potencialmente nocivos sobre los ecosistemas y la salud humana. Su misión es clara: ofrecer evidencia científica que oriente las políticas regulatorias y las estrategias de mitigación del riesgo.
La estructura editorial de Toxics se divide en catorce secciones especializadas, cada una bajo la responsabilidad de un editor. La revisión por pares, considerada la columna vertebral del rigor científico, exige al menos dos evaluadores por manuscrito. En teoría, las decisiones editoriales pueden ir desde la aceptación directa hasta el rechazo con opción a reenvío, pasando por recomendaciones de revisión menor o mayor.
Sin embargo, pese a su compromiso explícito con la transparencia y el rigor, el caso de Charles deja al descubierto grietas inquietantes en el sistema. El rechazo de su artículo —un texto metodológicamente sólido que cuestionaba consensos consolidados en el ámbito de la toxicología— ilumina una realidad incómoda: las decisiones editoriales no siempre responden a criterios de calidad científica. A veces, se ven atravesadas por presiones externas, intereses no declarados o sesgos ideológicos que operan bajo la superficie.
El intento de apelación y una respuesta insultante
Indignados, Charles y su colega Roger presentaron una apelación formal, argumentando que el rechazo no reflejaba las evaluaciones de los revisores ni respetaba las etapas establecidas del proceso de revisión por pares.
«Solicitamos que se reconsiderara la decisión y que expertos adicionales evaluaran el manuscrito. No teníamos ninguna objeción a someternos a una revisión más rigurosa», enfatiza Charles, con la convicción de quien aún cree en la imparcialidad del sistema.
Tres semanas después, llegó la respuesta de la revista: otro rechazo, esta vez con un tono aún más hostil. «Fue una reiteración más breve y agresiva de la anterior», recuerda Charles, atrapado entre la resignación y la incredulidad.
No hubo explicaciones. Ningún argumento técnico ni científico. Solo una puerta que se cerró de golpe, sin dejar espacio para el diálogo ni margen para la reconsideración.
Así, de forma seca e irrevocable, terminó el proceso.
Según las directrices del gigante editorial MDPI, empresa matriz de la revista, solo se permite una apelación por manuscrito. Esta norma dejó a los autores atrapados en un sistema que, bajo la apariencia de formalidad procedimental, no ofrece verdaderas garantías de defensa ni transparencia.
Lo más inquietante para Charles, sin embargo, era que el editor nunca justificó formalmente el rechazo del manuscrito apelando al supuesto conflicto de intereses derivado de su antigua vinculación con la organización de la sociedad civil que él había cofundado. La acusación jamás fue explícita: se insinuó el 26 de noviembre, basándose en una fuente obsoleta, un enlace a una página web inactiva desde hacía tres años.
Según Charles, la supuesta conexión formaba parte de una cadena de asociaciones indirectas recogidas en Tobacco Tactics, un sitio gestionado por la Universidad de Bath y utilizado reiteradamente por grupos financiados por Bloomberg Philanthropies para desacreditar a científicos críticos con la narrativa oficial del control del tabaco. Pero esta versión omitía un detalle crucial: el nombre de Charles no figuraba en Tobacco Tactics. La acusación, además de infundada, se sustentaba en información desactualizada y en una estrategia ya conocida, utilizada previamente para desacreditar a investigadores con posturas disidentes en el debate científico sobre el tabaco y la nicotina.
Y él no fue el único en la mira. Paralelamente, el editor insinuó que Roger mantenía vínculos financieros con la industria del vapeo. En respuesta, los autores presentaron pruebas claras: la empresa de Roger no recibe financiación de fabricantes de cigarrillos electrónicos y Charles había puesto fin a su vinculación con la organización de la sociedad civil en 2022. Esperaban, al menos, que el editor reconociera estas aclaraciones. No lo hizo. No hubo comunicación. No hubo respuesta. Cinco días después, el manuscrito fue rechazado.
«Es mucho peor de lo que pensábamos», reflexiona Charles. «Si el editor hubiera rechazado el artículo alegando un conflicto de intereses, habría asumido una postura clara —aunque equivocada—. Pero lo que hizo fue aún más grave: se negó a responder nuestras aclaraciones, ignoró las pruebas aportadas y rechazó el trabajo sin más explicaciones. Esto vulnera las normas básicas de comunicación entre editores y autores y convierte el concepto de conflicto de interés en un escudo para justificar decisiones emocionales y arbitrarias».
El problema, entonces, no es únicamente la censura de un artículo. Es el abuso de poder que permite a ciertos editores tomar decisiones unilaterales, sin rendición de cuentas, sin responder a objeciones y sin demostrar que el rechazo se fundamenta en criterios científicos verificables.
Es la transformación de la estructura editorial en una herramienta de control, donde el statu quo de la tecnocracia del control del tabaco se blinda frente a cualquier evidencia que se atreva a desafiarlo. Así lo explica Charles.
¿Una amenaza que debe ser erradicada?
Para Charles, la conclusión era ineludible: su manuscrito no fue rechazado por deficiencias científicas, sino por razones políticas. La historia, sin embargo, no era nueva. La investigación en el ámbito de la reducción de daños por tabaco (Tobacco Harm Reduction, THR) lleva tiempo atrapada en una red de tensiones ideológicas.
«Muchas agencias de salud, incluida la Organización Mundial de la Salud, adoptan una postura abiertamente hostil hacia el vapeo. No lo consideran una estrategia de reducción de daños, sino una amenaza que debe ser erradicada», explica Charles, plenamente consciente de la resistencia institucional a cualquier perspectiva que desafíe el consenso dominante.
A diferencia de los conflictos de interés financieros tradicionales —cuyas motivaciones suelen ser claras y cuantificables—, el control y la censura en el campo de la THR se alimentan de estructuras institucionales con intereses más sutiles, menos visibles, pero no por ello menos poderosos.
Según Charles —una apreciación que comparte también un exdirector de la OMS que ha preferido mantenerse en el anonimato—, la industria tabacalera ya no dicta las reglas del juego. Hoy, el tablero está configurado por una “tecnocracia global” que “opera bajo el disfraz de neutralidad científica mientras se esfuerza por imponer una narrativa única” en torno al control del tabaco.
«Existe una agenda dominante que no tolera ninguna evidencia que cuestione la idea de que los cigarrillos electrónicos son tan perjudiciales como el tabaco convencional», afirma Charles con contundencia.
En esta dinámica, la disidencia científica no es acogida con escepticismo, sino que choca frontalmente con una maquinaria institucional que sostiene una visión única del mundo: una narrativa blindada por la autoridad de organismos internacionales y sostenida por intereses filantrópicos cuyo poder rivaliza con el de los Estados.
La revisión de Charles desafiaba de forma directa esa narrativa, cuestionando tanto los resultados como la metodología de los estudios que sostenían la posición oficial. Sus hallazgos eran, sencillamente, intolerables en un sistema donde la ciencia se ha convertido en un campo de batalla ideológico, atravesado por intereses multimillonarios y agendas políticas disfrazadas de neutralidad.
«Detectamos fallos metodológicos graves en 41 estudios que concluían que los cigarrillos electrónicos suponen un alto riesgo a la salud humana. Es evidente que estos hallazgos incomodaron a quienes sostienen esa posición», afirma Charles, convencido de que, en este caso, el problema no era la calidad de la evidencia, sino las implicaciones políticas de exponer una verdad incómoda.
La ciencia amordazada y el poder que permanece invisible
El golpe fue tanto académico como personal.
«Fue frustrante, no solo por el esfuerzo inmenso que dedicamos a esta investigación, sino porque el sistema editorial deja a los autores completamente indefensos», admite Charles, con la resignación de quien ha visto traicionada la esencia misma del oficio científico.
Su decepción va más allá del rechazo en sí: revela un sistema que, lejos de custodiar la integridad de la ciencia, parece inclinarse ante intereses que poco o nada tienen que ver con la verdad.
El episodio hizo añicos años de confianza construida pacientemente con la revista.
«Habíamos publicado tres artículos de revisión en Toxics, todos bien recibidos, con miles de lecturas y decenas de citas. La propia revista nos invitó a enviar nuevos trabajos e incluso nos ofreció descuentos en las tasas de publicación. Pero todo eso se perdió por la decisión de un editor abusivo», lamenta Charles, subrayando el giro abrupto en la relación editorial y dejando al descubierto la fragilidad del sistema de publicación científica cuando colisiona con intereses ocultos.
Mientras la influencia de la industria farmacéutica sigue siendo una preocupación persistente en el ámbito de la ciencia médica, la investigación sobre la reducción de daños por tabaco parece operar bajo una lógica más sutil y quizá más insidiosa.
Aquí, según Charles, la censura no emana de Big Tobacco ni de los fabricantes de cigarrillos electrónicos. Surge desde una tecnocracia global, revestida de legitimidad sanitaria y sostenida por una densa red de financiación pública y privada.
Instituciones con conexiones de largo alcance —como la Organización Mundial de la Salud (OMS)— y poderosos mecenas filantrópicos, como Michael Bloomberg (Bloomberg Philanthropies), ejercen una influencia que va mucho más allá de moldear agendas de investigación: indirectamente deciden también qué se publica y qué queda relegado a las sombras.
A diferencia de las empresas tabacaleras —marginadas institucionalmente desde la firma del Convenio Marco para el Control del Tabaco (CMCT)—, esta nueva tecnocracia opera con una autoridad prácticamente incontestable, libre del escrutinio riguroso al que históricamente se ha sometido a la industria del tabaco.
La influencia de Bloomberg Philanthropies sobre la OMS ha sido clave para consolidar una narrativa global que rechaza de plano las estrategias de reducción de daños, desestimando el creciente cuerpo de evidencia científica que cuestiona dicha postura. Esta alianza ha contribuido a sostener políticas internacionales alineadas con un enfoque prohibicionista, bloqueando sistemáticamente alternativas que podrían transformar de manera profunda la salud pública mundial. Irónicamente, en nombre de la protección de la salud, se cierran las puertas a intervenciones que —según investigaciones emergentes— podrían salvar vidas.
Pero ¿qué es un conflicto de intereses?
En teoría, el concepto es sencillo: un conflicto de intereses surge cuando un investigador, revisor o editor mantiene vínculos financieros, ideológicos o personales que podrían comprometer su imparcialidad. Aunque tradicionalmente se ha asociado a relaciones económicas directas —como consultorías remuneradas, tenencia de acciones o financiación corporativa—, también puede originarse en factores menos evidentes: convicciones ideológicas, afiliaciones profesionales o relaciones personales que distorsionan la evaluación objetiva de un estudio.
Las políticas editoriales de MDPI, bajo las cuales opera Toxics, parecen claras: «Todos los autores deben declarar cualquier relación o interés que pueda influir de manera inapropiada en su trabajo» (fuente). Este criterio va más allá de los intereses financieros e incluye influencias no económicas, como creencias personales, afiliaciones profesionales o relaciones pasadas.
Sin embargo, en el caso de Charles, esta definición amplia permitió una interpretación arbitraria: su antigua vinculación con una organización sin ánimo de lucro —sin financiación externa ni vínculos comerciales— fue presentada como una amenaza a su imparcialidad. Paradójicamente, explica Charles, las afiliaciones de otros investigadores con instituciones que se oponen abiertamente a la reducción de daños por tabaco rara vez son objeto del mismo escrutinio.
Pero el problema no era su objetividad: eran sus conclusiones, demasiado incómodas.
Lo que en realidad estaba ocurriendo era una confrontación con el poder. Su artículo cuestionaba los cimientos científicos de estudios previos que, de forma indirecta, beneficiaban a ciertas industrias o apuntalaban una narrativa institucional ya consolidada.
La amenaza real no era su supuesta parcialidad, sino el desafío que lanzaba a un discurso funcional a los intereses de actores públicos con una influencia considerable en el ámbito de la salud.
En principio, la norma aspira a evitar sesgos en la investigación. En la práctica, sin embargo, su aplicación es selectiva: cuando un estudio está financiado por una empresa, basta con declarar el conflicto para que el manuscrito sea aceptado en el proceso editorial. En cambio, si un científico mantiene vínculos con una organización social que promueve ideas incómodas, su imparcialidad es puesta en duda hasta el punto de justificar la censura.
Y esto plantea una pregunta inevitable, tan técnica como política: ¿el proceso editorial protege realmente la imparcialidad científica o se ha convertido en un mecanismo de exclusión diseñado para silenciar las voces que incomodan al consenso?
Las reglas del juego: el doble rasero de la ética científica
Las principales revistas científicas suelen regirse por directrices establecidas por entidades como el Committee on Publication Ethics (COPE) y el International Committee of Medical Journal Editors (ICMJE). Estos marcos normativos insisten en la transparencia y en la declaración de posibles conflictos de interés. En teoría, todo vínculo financiero o personal que pueda comprometer la objetividad de un investigador debe ser declarado de forma explícita. Sin embargo, los artículos con conflictos financieros reconocidos rara vez son rechazados. Declarar la fuente de financiación suele ser suficiente para que el manuscrito avance sin mayores obstáculos en el proceso editorial.
En el ámbito de la investigación sobre la reducción de daños por tabaco, sin embargo, este estándar se aplica con mucha mayor severidad. Aquí, incluso una conexión lejana —ideológica o completamente indirecta— con la industria del vapeo puede bastar para bloquear un artículo antes de que siquiera se evalúe su contenido científico. En cambio, los investigadores financiados por fundaciones globalmente influyentes —como Bloomberg Philanthropies o Bill & Melinda Gates Foundation— solo deben declarar la fuente de su financiación para que sus estudios sean aceptados sin mayor escrutinio.
Este doble rasero se sostiene sobre una premisa profundamente errónea: que la financiación pública o filantrópica es, por definición, neutral y por tanto ajena a cualquier interés particular.
Pero la neutralidad del dinero nunca es absoluta.
Bajo esta lógica, emerge un doble estándar tan sutil como peligroso: mientras algunas voces son sistemáticamente silenciadas por supuestos vínculos ideológicos, otras —alineadas con el consenso institucional dominante— reciben una protección casi automática. El resultado es un sesgo estructural que impone límites no declarados a la pluralidad de perspectivas científicas, erosionando la libertad académica y restringiendo el acceso a una comprensión más compleja y matizada de los problemas de salud pública.
Casos como el de Charles y Roger no son anomalías. En múltiples campos del conocimiento, el concepto de conflicto de intereses ha sido instrumentalizado no para proteger la ciencia, sino para decidir qué investigaciones merecen visibilidad… y cuáles deben ser empujadas hacia la sombra.
En el caso de la industria tabacalera, por ejemplo, durante décadas se publicaron estudios financiados por los propios fabricantes de cigarrillos con escasa objeción ética, legitimando narrativas que minimizaban los riesgos del tabaquismo. En cambio, la investigación independiente que examina los posibles daños de los cigarrillos electrónicos lleva más de veinte años enfrentando obstáculos sistemáticos a su difusión, incluso cuando se ajusta a los estándares metodológicos más exigentes.
Este patrón trasciende el ámbito del tabaco. En sectores como el de los alimentos ultraprocesados o la industria energética, los estudios que minimizan los riesgos suelen avanzar sin mayores resistencias editoriales. Mientras tanto, las investigaciones críticas se enfrentan a un sinfín de trabas: desde rechazos arbitrarios hasta un escrutinio metodológico desproporcionado.
Sin embargo, a diferencia de los conflictos de interés financieros tradicionales, el control y la censura en el campo de la reducción de daños por tabaco provienen de estructuras institucionales con intereses más complejos, de naturaleza ideológica y política. Para Charles, ya no es la industria tabacalera quien impone directamente las reglas del juego. Es una tecnocracia global la que trabaja por consolidar una narrativa uniforme sobre el control del tabaco, bajo el pretexto de proteger la salud pública.
Estos ejemplos revelan algo más que una práctica reiterada: ponen al descubierto un patrón estructural. Cuando la investigación desafía las narrativas establecidas, el control del conocimiento deja de ser una cuestión de ética científica para convertirse en una disputa por el poder.
En estos casos, la ciencia ya no se valora únicamente por el rigor de sus métodos o la solidez de sus hallazgos. Se mide, también, por su grado de alineación con las agendas dominantes: aquellas que dictan qué verdades son admisibles… y cuáles deben ser silenciadas.
«El sistema editorial está diseñado para proteger a los editores, no a los autores».
¿Qué hacer cuando se silencia la ciencia?
Charles se niega a rendirse. Su primera reacción ante la censura fue clara: enviar el artículo a otra revista científica, con la esperanza —todavía intacta— de encontrar un proceso editorial más justo. Al mismo tiempo, decidió publicar el estudio en Qeios, una plataforma de preprints de acceso abierto, garantizando así que la comunidad científica pudiera acceder a sus hallazgos sin las barreras impuestas por las revistas tradicionales.
En paralelo, buscó apoyo en el Committee on Publication Ethics (COPE), una de las pocas organizaciones que ofrecen asistencia en casos de mala praxis editorial. Pero su optimismo pronto se vio atemperado por una realidad difícil de ignorar:
«El sistema editorial está diseñado para proteger a los editores, no a los autores», lamenta Charles, plenamente consciente de que el equilibrio de poder rara vez favorece a quienes investigan, menos aún cuando sus hallazgos desafían intereses consolidados.
A pesar de los obstáculos, Charles —junto con otros investigadores que han atravesado experiencias similares— propone una serie de reformas para reforzar la transparencia y la equidad en el proceso editorial. Entre sus principales sugerencias destacan:
- Aumentar la transparencia en la revisión por pares: publicar los informes de revisores y editores —respetando el anonimato de quienes así lo deseen— para que los procesos de evaluación sean accesibles y comprensibles para los autores;
- Limitar la autoridad absoluta de un único editor: impedir decisiones unilaterales mediante la ampliación de los comités editoriales, incorporando grupos más diversos y representativos de expertos;
- Establecer múltiples niveles de apelación: crear mecanismos formales de recurso que permitan a los autores defender su trabajo en distintas etapas, con evaluadores independientes no vinculados al editor original ni a las instituciones implicadas.
Para Charles, solo a través de medidas como estas podrá enfrentarse a la censura académica y contener la creciente politización de la ciencia. Y sabe que el problema trasciende el ámbito de los investigadores: afecta de lleno a la sociedad. Cuando una investigación es silenciada, no solo se vulnera la libertad científica, también se niega al público su derecho fundamental a conocer la verdad. En sus propias palabras:
«La ciencia debería ser un espacio incómodo, dispuesto a cuestionar las narrativas dominantes, no una institución complaciente que se pliega ante las presiones del poder».
Cada episodio de censura científica es una señal de alarma
El caso de Charles no es más que un ejemplo visible de un problema mucho más profundo: la mala praxis editorial. Esta tendencia, extendida y cada vez más recurrente, revela las grietas de un sistema que —al menos en teoría— está diseñado para salvaguardar la integridad científica.
No se trata de un incidente aislado ni de una anomalía. Es el síntoma de un problema sistémico para el que no hay soluciones simples.
«Otros investigadores en el mismo campo han vivido experiencias similares, y lo mismo ocurre en otras áreas temáticas controvertidas», afirma Charles, reconociendo una realidad que ya no es excepción, sino norma.
El peligro de este fenómeno radica en la arbitrariedad con la que se aplica el concepto de conflicto de intereses, convirtiéndolo en una herramienta capaz de justificar rechazos sin necesidad de argumentos científicos sólidos.
El impacto es devastador: la confianza en el sistema de publicación científica, ya erosionada por la influencia de intereses externos, se debilita aún más.
Lo más alarmante, advierte Charles, es que en el campo de la reducción de daños por tabaco la censura no proviene mayoritariamente de presiones económicas directas ejercidas por industrias con intereses comerciales evidentes. Se impone, más bien, desde la férrea defensa de una narrativa única, sostenida por una élite tecnocrática global.
En este entorno, todo cuestionamiento se percibe como una amenaza que debe ser neutralizada. Esta red de poder, alimentada por una combinación de fondos públicos y fortunas privadas con agendas bien definidas, no busca fomentar la innovación científica. Su propósito es proteger intereses institucionales y salvaguardar reputaciones construidas durante décadas, explica.
Sin embargo, el problema más urgente no es solo reformar las estructuras editoriales. Es promover un cambio cultural profundo. La ciencia no puede seguir funcionando como un juego de poder, donde la visibilidad o el silenciamiento de una investigación dependen de a quién incomodan sus conclusiones. En un sistema así, la imparcialidad deja de ser un principio universal y se aplica de forma selectiva, no en función del rigor metodológico, sino de las implicaciones políticas de los resultados.
Si el concepto de conflicto de intereses continúa siendo instrumentalizado para silenciar unas voces y amplificar otras, la ciencia dejará de ser lo que proclama ser —una búsqueda objetiva y honesta de la verdad— y se convertirá, en cambio, en un terreno fértil para la manipulación, donde las influencias externas dictan qué se publica y qué queda sepultado.
Cada estudio censurado representa más que un revés personal para un investigador: es una oportunidad perdida para diseñar políticas públicas más eficaces y mitigar daños reales, en este caso los del tabaquismo. La censura no solo frena el conocimiento: prolonga el sufrimiento de millones de personas que podrían beneficiarse de estrategias de salud mejor fundamentadas.
El problema no es solo la injusticia cometida contra un científico. Suprimir cualquier investigación es privar a la sociedad de su derecho a saber. Y cuando la ciencia se politiza, la víctima no es únicamente la libertad académica, es la verdad misma.
El caso de Charles nos recuerda, con crudeza, que la ciencia —para cumplir su propósito— debe estar dispuesta a incomodar, a desobedecer, a desafiar los intereses establecidos, sean políticos, ideológicos o económicos.
Por eso es urgente construir y defender un ecosistema de publicación científica genuinamente abierto e imparcial, uno que valore el rigor, la integridad de los datos y la solidez metodológica por encima de la conveniencia o la obediencia ideológica.
La credibilidad de la ciencia —y quizá su futuro— depende de un sistema que valore la evidencia por encima de todo y que garantice que la verdad prevalezca, por incómoda que sea.
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