No es solo humo. Es una cicatriz colectiva. Cada uno de los 28,6 mil millones de cigarrillos que se consumen cada año en Gran Bretaña dibuja un trazo invisible sobre el cuerpo del país, más profundo en los barrios obreros, más difuso en el sur próspero, pero presente en todas partes. El humo no se dispersa; se queda. En las paredes amarillentas de las casas sociales, en los pulmones fatigados, en las estadísticas que anticipan vidas más cortas. Un reciente estudio lo confirma con frialdad quirúrgica: el tabaco, incluso en su retirada, sigue siendo un espejo brutal de quién respira mejor y quién apenas sobrevive en el Reino Unido.
En Gran Bretaña, el humo del tabaco sigue dibujando un mapa que ningún atlas recoge, pero que habla con una crudeza imposible de ignorar: el mapa de las desigualdades.
Fumar ya no es un hábito de masas; el declive es innegable. Sin embargo, entre quienes permanecen, la intensidad no se ha diluido: una media de 10,4 cigarrillos diarios, que multiplicados a lo largo del año se convierten en 28,6 mil millones encendidos. Cada chispa, una marca; cada exhalación, una estadística. Son cifras que no se leen: se sienten, como cicatrices abiertas. Así lo revela un reciente estudio publicado en Nicotine & Tobacco Research, que actualiza —con datos de 2022 a 2024— la cartografía invisible del consumo en Inglaterra, Escocia y Gales.
El estudio lleva la firma de Sarah E. Jackson, Jamie Brown, Vera Buss y Sharon Cox, investigadoras del University College London y de Behavioural Research UK. Son nombres que, más allá de las credenciales académicas, suenan aquí como los de las cartógrafas de un país dividido por el humo. Porque su trabajo no se limitó a contar fumadores: fue más allá, hacia una pregunta más íntima, casi intrusiva. No solo preguntaron quiénes fuman, sino cuánto fuman. Esa medida silenciosa revela, con la precisión de un bisturí, la intensidad de la dependencia y la profundidad potencial del daño.
Para lograrlo, se sumergieron en el Smoking Toolkit Study, una encuesta mensual que funciona como un archivo en movimiento: ola tras ola, registra la voz de más de 77.000 adultos, trazando cifras e historias condensadas en porcentajes. Cada respuesta es un punto en el mapa; juntas dibujan una cartografía viva de la persistencia del tabaco en la Gran Bretaña contemporánea.
Pero el trabajo tampoco se detiene en describir cifras: está diseñado para resistir la lupa científica. Fue preregistrado en la plataforma Open Science Framework y sus datos, de acceso abierto, permiten que cualquiera los someta a escrutinio. La metodología combina encuestas mensuales con técnicas de ponderación (raking) que aseguran la representatividad y simulaciones de Monte Carlo capaces de estimar con precisión el consumo per cápita. A ello se suman modelos de regresión que aíslan el efecto de variables como la edad, un factor decisivo para comprender, por ejemplo, por qué en los hogares con niños el consumo suele ser menor.ç
El retrato del fumador británico
En Gran Bretaña, el fumador ya no es multitud. Pero tampoco es un vestigio del pasado. Apenas un 13,9 % de los adultos sostiene el hábito, pero lo hace con una intensidad que aún deja huella: alrededor de diez cigarrillos diarios como promedio. Hay, sin embargo, un núcleo más duro —un 5,5 %— que supera la frontera de los veinte, una cifra que habla menos de placer que de resistencia, incluso de encierro. Son los niveles más bajos jamás registrados y, aun así, suficientes para que el humo siga marcando la piel del país.
Traducido al lenguaje frío de la demografía, son 528 cigarrillos por persona al año. Pero el humo nunca es solo un número: es constancia. Son pequeñas brasas encendidas, día tras día, que al sumarse forman algo mayor: 28.600 millones de gestos repetidos, tatuados sobre el cuerpo colectivo británico.
Pero quizá lo más revelador no está en lo que se fuma, sino en lo que no se registra. Mientras el consumo estimado asciende a 28,6 mil millones de cigarrillos, el año pasado solo se vendieron legalmente unos 14 mil millones en el Reino Unido. A esa cifra hay que sumar las ventas de tabaco para liar, que equivalen a entre 4,5 y 6,3 mil millones de cigarrillos, según el rendimiento estimado por kilo. Aun así, entre una cuarta y una tercera parte del consumo total permanece sin contabilizar. Un vacío que no es menor: abre preguntas incómodas sobre el peso del mercado ilícito, las compras transfronterizas o, tal vez, las grietas en los propios sistemas de registro.
Uno de los hallazgos más inquietantes trasciende el mero conteo de cigarrillos: en Gran Bretaña, los fumadores de las clases menos favorecidas no solo consumen más, sino que inhalan con mayor profundidad y, a menudo, recurren a tabaco con mayor contenido de nicotina. Es una doble exposición: más cantidad y más intensidad, una combinación que amplía las cicatrices invisibles de la desigualdad.
Y aunque el estudio no lo mide directamente, este patrón sugiere que buena parte de ese consumo no contabilizado —el que escapa a las ventas legales— podría concentrarse precisamente en estos grupos, que recurren con mayor frecuencia a canales más baratos, desde el tabaco ilícito hasta las compras transfronterizas.
Las autoras explican parte de este fenómeno a través del concepto de titración: los fumadores ajustan su manera de consumir —más caladas, inhalaciones más largas— para mantener estable el nivel de nicotina en el cuerpo. El resultado es una mayor concentración de cotinina, marcador biológico que revela una exposición más intensa, incluso cuando el número total de cigarrillos parece similar.
Las diferencias son marcadas. En el mapa social del humo, las clases menos favorecidas (C2DE) cargan con una doble condena: fuman con más frecuencia —18,8 % frente al 10 % de los grupos acomodados— y encienden más cigarrillos cada día: 11 frente a 9,4. No es solo una estadística: es la constatación de que el tabaco, incluso en retirada, sigue siendo un recordatorio cotidiano de las fronteras invisibles que separan a quienes pueden respirar mejor de quienes apenas pueden permitírselo.
Traducido a cifras anuales, el contraste es brutal: 755 cigarrillos per cápita, más del doble que los 343 de los más aventajados. En este retrato, el humo deja de ser solo un vicio: se convierte en una herida social que atraviesa la clase. Porque la desigualdad no es únicamente un dato: se respira. Está en la intensidad del hábito, en cada bocanada que atraviesa los pulmones de quienes viven con menos.
En el plano geográfico, el mapa del tabaco traza las mismas cicatrices que el Reino Unido lleva décadas arrastrando. El noreste de Inglaterra y Escocia —territorios marcados por la desindustrialización y los peores indicadores de salud— encabezan el consumo: 11,7 cigarrillos al día, como si el humo fuese también un residuo de esas heridas abiertas. En el extremo opuesto, Londres dibuja otro perfil: el del fumador menos intensivo, con 8,4 cigarrillos diarios, una estadística que parece hablar tanto de estilos de vida como de acceso desigual a recursos y alternativas.
Pero los promedios nunca cuentan toda la historia. El sureste de Inglaterra, con su densa población y vastas ciudades satélite, emerge como el verdadero epicentro del humo en términos absolutos: casi 4.000 millones de cigarrillos encendidos cada año. Es el recordatorio de que, incluso en las regiones más prósperas, el tabaco sigue siendo una bruma industrializada, producto de un engranaje económico que convierte la dependencia en negocio y la desigualdad en combustible.
Hogar y tabaco: ¿fumar menos por los hijos?
El estudio también se detuvo en un escenario íntimo: el hogar, ese espacio donde el humo no solo mancha las paredes, sino que se entrelaza con rutinas y afectos. ¿Influye convivir con niños en el número de cigarrillos encendidos? Los datos sugieren un resquicio de moderación: quienes tienen hijos en casa fuman, en promedio, un cigarrillo menos al día (9,7 frente a 10,7). Un gesto pequeño, casi simbólico, que revela tanto la persistencia del hábito como el intento —mínimo, insuficiente— de proteger a quienes respiran más cerca.
Pero las apariencias engañan. Al ajustar los datos por edad, la diferencia se desvanece: no son necesariamente los hijos quienes apagan el hábito, sino que los adultos más jóvenes —que tienden a fumar menos— son también quienes con mayor frecuencia conviven con menores. La constatación resulta incómoda: el hogar, incluso con niños, no siempre es territorio libre de humo. A veces es justo lo contrario: el escenario donde la adicción y la vulnerabilidad comparten el mismo aire.
El coste casi oculto: sanitario, social y ambiental
El estudio no se limita a contar cigarrillos: mide también sus cicatrices. Cada uno de ellos arrastra un precio que rara vez aparece en la cajetilla: solo en Inglaterra, fumar supone alrededor de 2.900 millones de libras anuales en gastos sanitarios y de cuidados sociales. Traducido al lenguaje de lo cotidiano, son unas 0,12 £ por cada cigarrillo encendido, una deuda silenciosa que el sistema público y, en última instancia, la sociedad entera pagan por cada bocanada.
Pero el daño no termina en los cuerpos. Los 28,6 mil millones de colillas generadas cada año se traducen en unas 140.000 toneladas de residuos: el desecho más abundante del planeta. Cada filtro, diminuto y aparentemente inofensivo, carga con una mezcla de plásticos y toxinas capaces de permanecer durante décadas en los ecosistemas, una herencia silenciosa que el humo deja mucho después de haberse disipado.
Son restos que se acumulan en las calles, los ríos y las costas, recordándonos que el humo no se disipa tan fácilmente como creemos. Se transforma. Se sedimenta —visible o invisible— sobre nuestros cuerpos, nuestras ciudades y los ecosistemas que habitamos, prolongando la huella del hábito mucho más allá del último cigarrillo.
Aunque el informe traza con precisión el mapa del humo británico, sus autoras advierten que las desigualdades que revela no son una rareza local: son el reflejo de una fractura común a buena parte de Europa y de los países de renta alta. El humo, aquí, funciona como un lenguaje universal que delata dónde se concentran las heridas más profundas de nuestras sociedades.
Allí donde la pobreza se cruza con el hábito, el tabaco deja de ser un simple vicio: se convierte en un vector silencioso de desigualdad, un mecanismo que perpetúa brechas en salud que las políticas públicas, pese a décadas de intentos, aún no consiguen cerrar. Es el recordatorio incómodo de que, en el mapa del humo, los trazos no se borran con facilidad.
Así, el caso británico funciona como espejo y advertencia: mientras no se aborden las raíces sociales del consumo, la promesa de una generación libre de humo seguirá siendo un horizonte que se aleja cada vez que creemos acercarnos.
Reducir las brechas: el reto pendiente
La fotografía estadística revela una verdad incómoda: aunque la prevalencia del tabaquismo se ha desplomado desde los años noventa, las desigualdades socioeconómicas y regionales persisten como heridas abiertas, recordándonos que el humo no desaparece simplemente con la caída de las cifras: se enquista allí donde la pobreza y la vulnerabilidad lo sostienen.
Las autoras del estudio advierten que no basta con reducir el número total de fumadores: es igual de crucial disminuir las diferencias en la intensidad del consumo. Subrayan que los grupos más desfavorecidos no solo fuman más, sino que también están expuestos a mayores niveles de tóxicos por cada cigarrillo.
El informe no se detiene en el diagnóstico: plantea reforzar las políticas de cesación, diseñadas específicamente para los grupos y regiones donde el humo se resiste a disiparse. Más que un simple ajuste técnico, es un intento de suturar la brecha que aún separa al norte del sur y a las clases trabajadoras de las más privilegiadas. Porque en esos territorios y hogares el tabaco no es solo un hábito, es el reflejo persistente de una desigualdad que atraviesa generaciones, un síntoma de heridas que las políticas públicas todavía no logran cerrar.
Y entonces surge la pregunta que marcará el futuro inmediato: ¿podrá Gran Bretaña alcanzar su sueño de una generación libre de humo sin confrontar las raíces sociales que lo alimentan? Porque el problema no arde solo en los cigarrillos, arde en las desigualdades que los mantienen encendidos.
Los datos, como las colillas que se acumulan en las aceras, dejan claro que la respuesta exigirá mucho más que buenas intenciones. Hará falta asumir que las heridas que el tabaco sigue dibujando sobre el cuerpo colectivo del país no se borrarán con campañas aisladas ni con promesas políticas: requerirán políticas profundas, sostenidas y capaces de confrontar la desigualdad que mantiene vivo el humo.
Referencia
Jackson, S. E., Brown, J., Buss, V., & Cox, S. (2025). Sociodemographic and regional differences in cigarette consumption across Great Britain: A population study, 2022–2024. Nicotine & Tobacco Research. Advance online publication.
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