GFN25 – El derecho a respirar otra historia (1/4)

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Tres días en Varsovia en el GFN25, donde la ciencia sobre la nicotina enfrentó a sus fantasmas y la desinformación fue llamada por su nombre.

Hay conferencias, y luego hay encuentros que se sienten más como reuniones de náufragos. Personas que han sobrevivido a la marea alta de la desinformación y a la turbia corriente de los relatos oficiales, que han anclado sus vidas en pruebas ignoradas, datos sepultados por la ideología, voces que el discurso institucional se empeña en silenciar —y que acuden, año tras año, a Varsovia no para ser convencidos, sino para preservar su integridad en un mundo empeñado en fragmentarlos.

Este es el caso del Global Forum on Nicotine, o simplemente GFN — una conferencia anual que, desde 2014, se ha convertido en el epicentro de una batalla silenciosa entre la ciencia, la política y la percepción pública.

En 2025, el evento celebró su 12.ª edición bajo el lema: “Desafiando percepciones: comunicación eficaz para la reducción del daño por tabaco”. Más que un título, fue una contraseña —una llamada a la insurgencia racional en un campo donde el lenguaje es armamento, y cada palabra, una trinchera.

Los que regresan al lugar donde fueron escuchados por primera vez

El Warsaw President Hotel (antes Marriott), un edificio alto y cosmopolita, carente de encanto ostentoso, acoge el evento cada año. Pero entre sus salas climatizadas y alfombras aparentemente anodinas, lo que ocurre dista mucho de ser neutral. Hay una calidez humana innegable, una necesidad de conexión que se filtra en cada pausa para el café, en cada cola del ascensor, en cada intercambio de credenciales.

En el GFN, comunicar no consiste simplemente en informar — consiste en impugnar. Y en este terreno, minado de dogmas, verdades a medias e intereses disfrazados de salud pública, desafiar percepciones exige más que datos; exige valor. El valor de nombrar el silencio, de narrar lo invisible, de defender el derecho al matiz en tiempos de extremos.

Allí, entre auditorios y pasillos, se respira un fervor casi religioso por una idea simple pero profundamente revolucionaria: la reducción de daños funciona — y necesita ser comunicada con honestidad.

No se trata de una creencia, sino de una constatación respaldada por décadas de datos empíricos, experiencias acumuladas y vidas transformadas. Las cifras hablan por sí solas: mayores tasas de cesación, descensos sostenidos en los indicadores de enfermedades relacionadas con el tabaquismo y ejemplos concretos en países como Suecia, Nueva Zelanda, Japón.

Pero lo que más conmueve, más allá de las gráficas, son los rostros que hay detrás. Son las historias de quienes dejaron de fumar gracias al acceso a productos de menor riesgo, de quienes vieron cómo su salud dejaba de ser una ruina anunciada para convertirse en una posibilidad de continuidad.

Este espacio está promovido por Global Forum on Nicotine Limited, una organización dedicada a fomentar un debate internacional sobre salud pública desde una perspectiva radicalmente inclusiva. Su objetivo no es solo científico, sino también político y ético: reunir voces diversas —de expertos, consumidores, legisladores, activistas y periodistas— para cuestionar lo que se ha convertido casi en un dogma institucional: que la abstinencia es la única respuesta válida frente al tabaquismo. Por el contrario, el GFN sostiene que reducir el riesgo, aunque no pueda eliminarse por completo, es un derecho humano y una prioridad de salud pública.

Lo que allí se celebra no es la perfección, sino el progreso. Y quizá por eso, año tras año, el foro se convierte en un lugar donde la esperanza no es una palabra vacía, sino una práctica compartida —y donde el conocimiento encuentra su encarnación política.

El hotel donde no entra el humo, pero desbordan las historias

En el primer día, un panel se propuso revisar los 20 años del Convenio Marco para el Control del Tabaco (CMCT), el tratado global impulsado por la Organización Mundial de la Salud y celebrado como un hito en la lucha contra el tabaquismo. Lo que podría haber sido simplemente una sesión técnica —repleta de lenguaje diplomático y estadísticas alineadas— adoptó rápidamente el tono de un reportaje revelador y de urgencia moral.

La sesión abrió con Jeannie Cameron, una de las voces más respetadas en el debate internacional sobre políticas, comercio y regulación del tabaco. Con una larga trayectoria de crítica incisiva al CMCT, Cameron no se anduvo con rodeos.

Con precisión quirúrgica, desmontó el triunfalismo que rodea al Convenio Marco, afirmando que, aunque el tratado ha alcanzado logros políticos y legales, ha fracasado en su misión fundamental: reducir las tasas de tabaquismo y las muertes relacionadas con el tabaco. 

Según ella, este fracaso se debe a la negativa persistente del tratado a adoptar plenamente los principios de la reducción de daños —un enfoque mencionado explícitamente en el propio texto del CMCT, pero sistemáticamente ignorado por los gobiernos. Cameron criticó la postura de la Organización Mundial de la Salud como “profundamente contraria a la reducción del daño por tabaco” y denunció la orientación “excesivamente clínica” del CMCT, que en la práctica se traduce en una política binaria e inhumana: “deja de fumar o morir”, sin espacio para alternativas más compasivas y pragmáticas.

Sus palabras quedaron flotando en el aire, a la vez acusación y lamento. En lugar de enfrentarse a la complejidad del comportamiento humano o reconocer el potencial de las tecnologías emergentes, el tratado optó por la comodidad de la ortodoxia: o dejas de fumar, o quedas condenado. En ese marco estrecho, productos como el snus, los cigarrillos electrónicos o las bolsitas de nicotina —todos demostrablemente menos nocivos que los cigarrillos combustibles— han sido sistemáticamente ignorados o rechazados, no por falta de evidencia, sino por un exceso de moralismo.

Y el resultado, según Cameron y otros ponentes, es trágico: millones de vidas que podrían haberse salvado quedaron a la deriva por culpa de un tratado que se negó a reconocer la reducción de daños como una estrategia legítima de salud pública. 

Los críticos argumentaron que, si bien el CMCT logró construir una arquitectura legal y diplomática sólida, fracasó precisamente donde no podía permitírselo: en salvar vidas de forma concreta y a gran escala.

A su lado, Clive Bates —analista de políticas, estratega y uno de los defensores más tenaces de las políticas públicas basadas en la evidencia— expuso su crítica con la precisión de quien conoce a fondo la mecánica del poder. Con una ironía afilada, observó:

“Si tienes un principio fundamental, y un caso contrario como el del snus lo desmonta, entonces lo que ocurre es que el principio tiene que cambiar. Es como la relatividad general: si una observación la contradice, se acabó la relatividad general.”

El CMCT fue concebido como un plan para la cooperación, un medio para tender puentes entre naciones en nombre de la salud. Sin embargo, en muchos casos, ha terminado por levantar muros: muros contra la ciencia, contra los consumidores, contra la innovación.

No es una mera metáfora —es una radiografía de las contradicciones internas incrustadas en la arquitectura de la salud pública internacional: Lo que debería haber sido un pacto de protección y aprendizaje mutuo se ha convertido, en demasiadas ocasiones, en un mecanismo de exclusión epistémica y política: muros contra la ciencia, por negarse a actualizar sus supuestos a la luz de una evidencia cada vez más abrumadora; muros contra los consumidores, por negar la agencia de quienes navegan la elección incierta entre fumar o acceder a alternativas más seguras; muros contra la innovación, por tratar las soluciones fuera de la ortodoxia no con curiosidad, sino con sospecha —o con silencio.

La crítica de Bates y Cameron dejó al descubierto una herida profunda: la captura moral del debate sobre el tabaco, donde la retórica de la abstinencia absoluta se impone como dogma incuestionable, incluso cuando su costo se mide en vidas perdidas. Vista así, el CMCT no aparece como un fracaso técnico, sino como un éxito ideológico: una estructura internacional que, en nombre de la pureza regulatoria, ha abandonado la imperfección salvadora de la reducción de daños.

Su arquitectura sigue siendo elegante —barnizada por el consenso diplomático—, pero ciega a las grietas que se forman bajo sus cimientos: la exclusión de los consumidores del debate, la negativa a dialogar con la innovación y el silenciamiento de las evidencias que no encajan en el molde de la abstinencia.

Y esta crítica no es abstracta —se basa en datos, en realidades tangibles que claman contra el silencio institucional. El caso del snus sueco —un producto de tabaco oral no combustible, tradicional en Escandinavia— es paradigmático. Suecia, gracias a su adopción generalizada, tiene una de las tasas más bajas de cáncer de pulmón en Europa. No se trata de una correlación vaga, sino de una causalidad respaldada por estudios a largo plazo. Sin embargo, el snus sigue estando restringido en gran parte de la UE. ¿Por qué? Según los expertos del GFN, no por razones sanitarias, sino políticas. El problema no es que el producto no funcione —es que no encaja en la narrativa institucional que separa el vicio de la virtud con líneas tan rígidas como irreales.

Así, en lugar de abrir puertas a soluciones viables, el tratado internacional ha reforzado muros de silencio y estancamiento. En nombre de una salud pública “purificada”, el CMCT ha optado por ignorar los matices del mundo real —y es precisamente ese desprecio por la ambigüedad lo que marca su mayor debilidad.

Esta negativa a considerar alternativas menos nocivas resulta aún más preocupante cuando se observa desde su impacto fuera de los centros de poder. Tikki Pangestu, experto en salud global y exdirector de Cooperación en Investigación y Políticas de la OMS, expuso una de las consecuencias más alarmantes y menos debatidas de la postura arraigada de la Organización:

“La OMS mantiene una postura muy firme contra la reducción de daños —y eso tiene un efecto desproporcionado en los países de ingresos bajos y medios.”

Dichas con el peso de quien conoce de cerca la maquinaria de la diplomacia sanitaria global, sus palabras no fueron simplemente una observación —fueron un diagnóstico. En países donde la infraestructura de investigación es limitada y la capacidad de evaluar de forma independiente la evidencia científica es frágil, las directrices de la OMS se convierten, en la práctica, en un mandato de facto.

“Los responsables políticos de estos países a menudo no consultan investigaciones de Estados Unidos o Japón —necesitan datos locales, y eso es algo que falta gravemente en muchos países de ingresos bajos y medios,” explicó Pangestu. Este vacío, agravado por la inercia burocrática generalizada, significa que si la OMS afirma que vapear es tan nocivo como fumar, la mayoría de los gobiernos adoptan esa postura sin cuestionarla. Lo que estaba pensado como una recomendación se vuelve prescripción —no por coerción, sino por dependencia estructural.

Pangestu no se detuvo ahí. Señaló que esta postura dogmática no solo se ha mantenido, sino que se ha endurecido en los últimos años:

“La OMS ha reforzado aún más esta posición durante la COP10, y no muestra señales de cambiar de rumbo de cara a la COP11. Mientras esa postura no cambie, muchos países seguirán actuando con apatía —limitándose a decir: seguimos lo que dice la OMS.”

Esta alineación pasiva revela una paradoja cruel: precisamente en las regiones donde las enfermedades relacionadas con el tabaco son más devastadoras, las herramientas para la reducción de daños están más restringidas, no por falta de evidencia científica, sino por falta de autonomía. Y como concluyó Pangestu, con claridad y resignación, revertir esta marea no será una decisión técnica, sino política:

“Solo un Ministro de Salud levantando el teléfono y llamando al Director General para decir: ‘Queremos que este tema se discuta en la OMS’, puede empezar a cambiar las cosas.”

En sus palabras, el límite entre la inercia científica y el fracaso moral se desdibujó. Porque, a veces, lo que salva vidas no es solo la evidencia, sino la voluntad de escucharla.

En estos contextos, donde la dependencia de las recomendaciones internacionales es alta y la capacidad de investigación es baja, la influencia normativa de la OMS se convierte en una imposición silenciosa. Las políticas se replican sin resistencia —incluso cuando chocan con las realidades locales— sacrificando la autonomía científica en favor de un modelo importado, único y universal.

Es una forma sutil de colonialismo disfrazada de cooperación técnica. Lo que se exporta no es conocimiento, sino dogma. El resultado: un modelo de salud pública en serie, ciego a los contextos culturales, sociales y económicos —y sordo a soluciones pragmáticas que, de hecho, podrían salvar vidas.

Lo que emergió de ese panel no fue solo una crítica a los fallos de un tratado internacional, sino un llamado a la rehumanización. Una súplica para que la salud pública recupere su función ética: escuchar, adaptarse, cuidar.

Y, sobre todo, abandonar la fantasía de que solo hay una forma de vencer al tabaquismo —porque la vida, como nos recordaron los ponentes, no cabe en binarios.

Cuando la ciencia necesita llevar armadura

Uno de los momentos más intensos —y, al mismo tiempo, incómodamente reveladores— del primer día llegó con la Oración Michael Russell, pronunciada por Arielle Selya, una científica que no solo investiga, sino que también resiste. 

Su trayectoria es la de alguien que se atrevió a contradecir el guión oficial. Alguien que, en su momento, también creyó en las advertencias alarmistas sobre los cigarrillos electrónicos —hasta que los propios datos que estaba recopilando empezaron a contar otra historia: más compleja, menos conveniente. Y pagó un precio por escucharla.

Selya afirmó que hoy en día se desanima a la ciencia de decir la verdad y que, cuando aparecen resultados que contradicen la narrativa oficial, la reacción inicial no suele ser investigarlos a fondo, sino suprimirlos. Selya relató cómo su propuesta de financiación para estudiar los efectos de los cigarrillos electrónicos en adolescentes fue rechazada por considerarse “poco recomendable fomentar el uso de cigarrillos electrónicos entre los jóvenes, aunque sean mejores que los cigarrillos tradicionales”, a pesar de que su planteamiento era neutral y equilibrado. Este caso ilustra cómo se desalienta activamente la investigación que podría contradecir la narrativa dominante contra el vapeo.

Las frases, pronunciadas con una calma casi clínica, cayó como acusación y testimonio a la vez —de alguien que ya ha vivido el aislamiento académico reservado para quienes se niegan a inclinarse. ​​Lo que denunciaba no era simplemente un desequilibrio en la producción científica, sino una erosión ética en el propio ecosistema del conocimiento.

Dejó al descubierto cómo las preferencias ideológicas y las presiones políticas contaminan los sistemas de financiación. Los estudios que subrayan riesgos —incluso cuando son metodológicamente débiles— son celebrados y financiados. En cambio, aquellos que muestran beneficios comparativos de los productos de riesgo reducido suelen enfrentarse a la sospecha, a recortes presupuestarios y, con frecuencia, al ostracismo.

La ciencia se ha vuelto, en muchos casos, cómplice del miedo institucional. Una ciencia cómplice no por mentir activamente, sino por callar. Por omisión, donde debería haber valentía.

En los pasillos, donde las credenciales aún no habían borrado los nombres propios, las conversaciones adquirían un tono más íntimo —y más brutal. Entre sesiones, una frase empezó a repetirse como un susurro incómodo que flotaría durante los días siguientes:

“Somos científicos intentando salvar vidas —y nos tratan como criminales.”

Las palabras vinieron de un investigador que, por razones de seguridad, prefirió permanecer en el anonimato. Trabaja con datos sobre la efectividad del vapeo en comunidades rurales y ya ha recibido amenazas de su propio Ministerio de Salud. ¿Su crimen? Publicar datos que sugieren que la reducción de daños funciona —incluso en lugares donde el Estado insiste en que no debería hacerlo.

Esa tensión entre ciencia legítima y autoridad política se convertiría en el eje no declarado del foro. Porque en un mundo donde los hechos se filtran a través de la ideología, la verdad necesita armadura —y quienes la defienden, un tipo de coraje casi anacrónico.

Como en toda buena historia, aquí también encontramos héroes improbables: científicos que se niegan a ser cooptados, activistas que comprenden el peso de una estadística encarnada en piel. Pero también hay mártires: investigadores silenciados, estudios enterrados, voces apagadas antes de volverse demasiado incómodas.

En el GFN25, esa narrativa subterránea latía entre paneles y pausas para el café como una hemorragia oculta. Lo que estaba en juego no era solo el prestigio de una política pública, sino la integridad de la ciencia como fuerza civilizadora. Y en el centro, la pregunta era tan simple como brutal:

¿Quién está dispuesto a pagar el precio por decir lo obvio cuando lo obvio se ha vuelto peligroso?

El libro como arma: Vaping Behind the Smoke and Fears

En la primera noche del foro, durante el lanzamiento de su nuevo libro Vaping Behind the Smoke and Fears, Mark Tyndall subió al escenario sin alardes. Pero hubo algo litúrgico en ese momento. Mientras firmaba ejemplares, rodeado de científicos, activistas y exfumadores agradecidos, Tyndall no se presentaba solo como autor: era un testigo. De un trayecto. De una convicción solitaria. De una ciencia que tuvo que escribirse para no ser silenciada.

Especialista en enfermedades infecciosas, investigador de campo y defensor veterano de la reducción de daños, Tyndall se mueve entre los pasillos de la academia y los callejones de la experiencia humana. Y quizás por eso su libro no se lee como una tesis, sino como unas memorias desde la trinchera. En él narra su transición de médico de salud pública a activista a regañadientes —porque, en el clima actual, sugerir que los dispositivos de nicotina podrían ser aliados en la lucha contra el tabaquismo es cruzar una línea invisible que separa lo “respetable” de lo “herético”.

Tyndall relató cómo, al defender la reducción de daños, se convirtió en persona non grata en muchos círculos profesionales. Recordó haber sido boicoteado por autoridades sanitarias en Vancouver en su primer evento sobre vapeo en 2018, y cómo fue desinvitado de un debate público con Stanton Glantz después de que el comité organizador considerara su presencia un “error”. Habló de colegas que aún no comprenden su postura, de un paisaje mediático que distorsiona o borra los matices, y del pánico moral que impulsa gran parte del discurso político. 

En su visión, el mayor peligro no es la desinformación, sino la producción rentable del miedo. Los verdaderos beneficiarios, insinuó, no son quienes fabrican alternativas de nicotina, sino quienes convierten el pánico en doctrina sanitaria.

Con apenas unas frases —pronunciadas con una rabia serena y memoria larga— expuso el núcleo del problema: la industria del miedo se ha vuelto más lucrativa, y más socialmente aceptable, que la industria del tabaco que dice combatir.

No hubo una pregunta dramática, ni un giro teatral que partiera la noche en dos. Y, sin embargo, mientras Mark Tyndall hablaba de sus años de activismo —de los roces con colegas, del silencio de las instituciones, de la pérdida de espacios que antes se le abrían— era difícil no imaginar la pregunta no formulada flotando en la sala: ¿qué le había costado, en lo personal, seguir hablando?

Tyndall no lo dijo con palabras. Pero en el tono de su voz, en el ritmo contenido de su discurso, se intuía la respuesta. El precio había sido real —medido en invitaciones perdidas, distanciamientos profesionales, borrados silenciosos que acompañan a la disidencia. Pero también había algo más: una convicción que pesaba más que la pérdida. La certeza tranquila de que algunas vidas habían cambiado. Que hubo personas que dejaron de fumar, no porque el sistema las ayudara, sino porque alguien se negó a callar.

Esa tensión entre la exclusión y el propósito condensaba una de las verdades emocionales más profundas del GFN25: que, en el panorama actual de la salud global, decir la verdad sobre la nicotina no solo es polémico. Es costoso. Y, aun así, para quienes perseveran, sigue siendo un acto ético.

Esa noche no se presentó solo un libro. Se presentó una postura. Una negativa a aceptar el prestigio al precio de la omisión. Un recordatorio de que hay silencios que no protegen: matan.

Cuando la verdad se convierte en delito

El panel final del primer día, “Liderazgo para el cambio”, fue quizá el más cargado de emoción de toda la jornada. El objetivo declarado era reflexionar sobre el papel del liderazgo en la transformación de políticas públicas, pero lo que emergió fue algo más hondo: el costo humano de liderar con valentía en un contexto donde decir la verdad puede convertirse en un acto punible.

Maria Papaioannoy-Duic, activista canadiense, ofreció un testimonio que paralizó la sala. En Canadá, los propietarios de tiendas de vapeo pueden ser procesados —e incluso encarcelados— por decir a sus clientes que los cigarrillos electrónicos son un 95 % menos perjudiciales que los cigarrillos combustibles, una cifra basada en evaluaciones oficiales de Public Health England.

«Es más fácil comprar un paquete de cigarrillos en Canadá que un producto diseñado y aprobado para ayudarte a dejar de fumar». 

Puede vender legalmente tabaco con una foto de un pulmón necrótico en el paquete, pero no puede vender un vaporizador con una sola palabra sobre sus beneficios. Eso, afirmó, no es una política de salud pública. Es censura, no ignorancia.

A su lado, Konstantinos Farsalinos —médico griego y una de las voces más citadas en la ciencia de la nicotina— habló con su habitual franqueza. Argumentó que el costo de la desinformación oficial no es teórico: se mide en vidas. Y que cuando los científicos callan a pesar de conocer la evidencia, cruzan un umbral ético —uno que se confunde con la complicidad.

Advirtió sobre la inercia disfrazada de prudencia, y subrayó que retrasar el acceso a productos de nicotina más seguros en nombre de un estudio interminable tiene un costo mortal.

«Si pasamos uno o dos años investigando este tema en lugar de centrarnos en poner a disposición productos de nicotina más seguros», dijo, «durante ese tiempo, miles de personas morirán a causa del tabaco».

No era una metáfora, sino una acusación —una crítica cargada de historia hacia instituciones que, en nombre de una moral abstracta, han hecho que la esperanza informada no solo sea incómoda, sino ilegal.

La audiencia escuchó en silencio, no por indiferencia, sino por reconocimiento. En ese momento, se volvió imposible separar la política de la ética, la regulación de la experiencia vivida, los datos del cuerpo. Y esa fue, quizá, la herencia más profunda del primer día del GFN25: la conciencia de que liderar en este campo no es ostentar un cargo, sino atreverse a decir lo que nadie más quiere escuchar.

Al final del primer día, la palabra

Mientras el sol de Varsovia se disolvía en las fachadas de vidrio del centro de convenciones, el primer día del GFN25 no terminó con aplausos, sino con una especie de agotamiento que no proviene del esfuerzo físico, sino de enfrentar la verdad desnuda. La verdad de que comunicar ciencia en tiempos de histeria moral es como caminar sobre cristales rotos; de que desafiar narrativas establecidas puede costar reputaciones, financiación, invitaciones —y, aun así, callar cuesta más.

El lema de este año, “Desafiando percepciones: comunicación eficaz para la reducción del daño por tabaco”, se reveló no como un eslogan, sino como un diagnóstico. 

Lo que ocurrió no fue un desfile de certezas, sino un esfuerzo colectivo por recuperar las palabras como puentes, no como trincheras. Hablar de sabores, de snus, de derechos humanos y de alternativas más seguras al tabaquismo no es —como algunos aún insinúan— rendirse ante la industria. Es negarse a rendirse ante la indiferencia.

En los auditorios, en los pasillos, en los cafés improvisados con acentos entrelazados, se respiraba un sentido palpable de comunidad —una que sabe exactamente lo que está en juego: no solo estadísticas, sino la posibilidad de una política pública que escuche a los vivos antes de contar a los muertos. Porque toda buena ciencia es, en el fondo, un acto de lenguaje, y todo acto de lenguaje, cuando se ejerce con honestidad, puede salvar.

Así concluyó el primer día: con más preguntas que respuestas, pero también con más coraje que silencio.


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