Pulmones limpios, ¿planeta enfermo?

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Cada año, millones de cigarrillos electrónicos desechables acaban en la basura común. No se degradan. No se reciclan. No se registran. Mientras el vapeo gana legitimidad como estrategia de salud pública para reducir los daños del tabaquismo, una nueva amenaza se acumula en silencio: residuos plásticos, baterías de litio, restos de nicotina líquida. Invisibles para la mayoría, pero letales para los ecosistemas.

Una investigación pionera realizada en Argentina expone el vacío ambiental, normativo y ético que rodea a esta tecnología. El problema no es lo que inhalamos, sino lo que dejamos atrás. Y la pregunta se impone: ¿estamos intercambiando una enfermedad del cuerpo por una del planeta?

No hay ceniza. No hay colillas humeantes. No hay humo que se enrosque en el aire como un espectro. Solo un artefacto reluciente, del tamaño de un mechero, que parpadea en azul antes de apagarse. En la superficie, vapear se presenta como la evolución limpia del cigarrillo de papel. Y hasta cierto punto —al menos desde la experiencia inmediata del usuario— lo es. Pero bajo esa estética de modernidad aséptica y digital, se esconde una ecología fracturada: una huella tóxica y silente compuesta de microplásticos, baterías de litio, metales pesados y residuos electrónicos que nadie, ni siquiera las autoridades regulatorias, parece saber cómo gestionar adecuadamente.

En este paisaje de innovaciones vertiginosas, se impone una crítica inaplazable al optimismo tecnológico: esa fe contemporánea —casi religiosa— en que toda novedad representa, por sí sola, un avance. El vapeo desechable, concebido como una herramienta de reducción de daños, se inscribe sin fisuras en esta narrativa de progreso automatizado. Y, en efecto, es un paso relevante para la salud pública e individual, al ofrecer a millones de personas una vía más simple —y menos nociva— de consumir nicotina.

Pero ese avance, aunque tangible, también es incompleto. Porque cuando no va acompañado de responsabilidad social, empresarial y regulatoria, sus beneficios corren el riesgo de diluirse en nuevas formas de daño. ¿Qué ocurre cuando lo que se alivia en los pulmones termina depositado en la tierra, en el agua, en el aire? ¿Qué pasa cuando el residuo de una tecnología concebida para sanar se transforma en una amenaza ambiental?

Entonces, el progreso deja de ser acumulativo y se desplaza: migra de un cuerpo a otro, de la célula al ecosistema, de la salud privada al riesgo colectivo.

Circular Vape Recycle: un proyecto investigativo

En Córdoba, Argentina —epicentro de la investigación más rigurosa hasta ahora sobre el impacto ambiental de los dispositivos de vapeo—, la pregunta ya no es si contaminan, sino cuánto, cómo y con qué consecuencias. El diagnóstico es inequívoco: cada vapeador desechado opera como una cápsula de toxicidad contemporánea, ensamblada con plásticos no biodegradables, litio activo y residuos químicos. Un residuo multicomponente que, en su inmensa mayoría, acaba en la basura doméstica, sin tratamiento diferenciado ni destino final seguro.

Los datos recogidos por el proyecto Circular Vape Recycle revelan un vacío profundo en la cultura de la disposición final: el 78 % de los usuarios encuestados desconoce cómo desechar correctamente estos dispositivos. La falta de información —más que un simple descuido individual— se convierte en una forma de coautoría involuntaria en una crisis ambiental que, aunque silenciosa, se expande con cada inhalación y cada descarte. Una crisis que no solo interpela al consumidor, sino —y sobre todo— a quienes financian, diseñan, fabrican, distribuyen y regulan.

Frente a esta cadena de responsabilidades difusas, algunas voces han comenzado a articular respuestas más profundas. Como subrayan los autores del estudio, el fenómeno del vapeo exige algo más que soluciones técnicas: demanda una revisión crítica del paradigma de consumo que lo sostiene.

El trabajo —titulado “Impacto Ambiental de los Dispositivos de Vapeo: Un Enfoque Global hacia la Sostenibilidad”— se articula en torno a tres pilares: una revisión teórica minuciosa, una encuesta internacional y un manifiesto bioético que interroga el presente desde la urgencia ecológica. Sus autores, Aylen Van Isseldyk y Juan Facundo Teme —fundadores de Circular Vape Recycle— proponen una mirada integradora, donde ciencia, ética y ciudadanía dialogan para abordar un fenómeno tan silencioso como devastador.

Publicado como working paper en SSRN, con el respaldo del Tobacco Harm Reduction Scholarship Program (THRSP) de la organización Knowledge-Action-Change (KAC), el estudio se erige, con sus 292 páginas, como un ejercicio de evidencia empírica rigurosa, así como un artefacto político y ético.

Frente a un hábito en expansión que reduce el daño pulmonar pero desplaza su toxicidad hacia los ecosistemas y los marcos regulatorios, este documento se impone como lectura ineludible. Su aporte no reside únicamente en los datos: ofrece una brújula crítica para repensar la relación entre producción material, salud pública, sostenibilidad ambiental y responsabilidad industrial, una relación que, hasta ahora, muchos prefieren esquivar.

Dentro de la aparente simplicidad de un cigarrillo electrónico desechable habita una tríada de residuos profundamente problemática: plásticos de degradación lenta, una batería de iones de litio altamente tóxica y un cartucho con restos de nicotina líquida —una sustancia neurotóxica peligrosa incluso en dosis mínimas—.

Tres materiales, tres amenazas, un solo gesto cotidiano: arrojarlo a la basura.

Y eso es, precisamente, lo que hace la mayoría de los usuarios, como confirma la encuesta. Así, el dispositivo se transforma en un cóctel químico persistente que contamina suelos, filtra toxinas en aguas subterráneas y amenaza a la fauna que entra en contacto con sus restos.

Pero el problema va más allá del contenido: está en la forma. Estos dispositivos, cada vez más populares, no están diseñados para ser desmontados, reparados ni reciclados. Se desechan como vinieron: enteros, opacos, irreparables. Un producto lineal en un mundo que —ya con urgencia— clama por circularidad.

Baterías: metales pesados, fuego y escasez

Las baterías de litio encarnan una paradoja brutal: símbolo de modernidad, pero sostenidas por un modelo extractivista que devora agua, territorios… y futuros. Su extracción requiere volúmenes inmensos de recursos hídricos y provoca daños ecológicos severos en las regiones de explotación. Una vez desechadas, si no reciben el tratamiento adecuado, se transforman en bombas químicas: liberan metales pesados y compuestos tóxicos que envenenan suelos, acuíferos y ecosistemas enteros.

Pero el riesgo no es solo químico. Los incendios provocados por cortocircuitos pueden liberar gases tóxicos e inflamables, afectando tanto la biodiversidad como la salud humana, y contaminando —muchas veces de forma irreversible— las fuentes de agua.

Por eso, resulta crucial depositarlas en contenedores específicos para baterías de litio.

Cartuchos: la nicotina que se filtra al mundo

Los cartuchos que contienen restos de nicotina líquida y otros compuestos químicos no solo son difíciles de reciclar: son ambientalmente tóxicos. La nicotina, incluso en microdosis, resulta letal para numerosos organismos acuáticos y terrestres. Afecta la reproducción, el comportamiento y la supervivencia de peces, invertebrados y fauna silvestre. En el suelo, compromete la actividad de microorganismos esenciales para la fertilidad natural y, al descomponerse, libera subproductos igualmente nocivos, que pueden persistir durante años. 

Como residuos, estos cartuchos no son inertes: son vectores de contaminación activa. Algunas tiendas de vapeo y estancos especializados han comenzado a habilitar puntos de recogida para estos dispositivos. No es una solución definitiva, pero sí un gesto mínimo frente a una toxicidad que no desaparece, simplemente cambia de forma.

¿Pulmones limpios, ecosistemas enfermos?

La tensión entre salud pública y salud ambiental ya no se puede ignorar. Promover el vapeo como alternativa al tabaco puede, sin duda, reducir el daño pulmonar individual. Pero cuando ese beneficio se sostiene sobre dispositivos de vida útil limitada, no reciclables y ambientalmente tóxicos —y lo están, no por necesidad técnica, sino por lógica de mercado—, la pregunta se vuelve ineludible: ¿Estamos cambiando una enfermedad del cuerpo por una enfermedad del planeta? ¿Limpiamos los pulmones mientras envenenamos los suelos? 

No se trata de una paradoja inevitable. Es una elección política. Y, como tal, puede —y debe— ser corregida.

Una encuesta que ilumina hábitos oscuros

Entre los hallazgos más inquietantes del estudio emerge una paradoja reveladora: una conciencia ambiental latente, pero inmóvil. El 68 % de los 188 encuestados —provenientes de países como Argentina, España, Reino Unido y Estados Unidos— reconoce que los dispositivos actuales de vapeo generan un daño ambiental real.

Sin embargo, muy pocos modifican su comportamiento. ¿La razón? No hay información accesible, ni puntos de reciclaje, ni una legislación clara que oriente la disposición final de estos productos. La conciencia, cuando no se traduce en estructura, se convierte en impotencia.

El 53 % aún prefiere dispositivos de sistema abierto, una elección que podría representar una oportunidad concreta para reducir la generación de residuos si existieran mecanismos de recambio, reutilización o devolución. Pero no existen. Y aunque casi el 96 % de los usuarios utiliza nicotina, no se ofrecen indicaciones sobre qué hacer con los cartuchos vacíos ni con las sales restantes —residuos que siguen su trayecto hacia el vertedero común, fuera del radar ambiental—.

La encuesta, de carácter descriptivo y no probabilístico, no busca generalizar: pretende abrir una primera grieta en el muro estadístico de la desinformación. Y lo que asoma por esa grieta no es solo la falta de reciclaje, sino una carencia más profunda y estructural: la ausencia de soluciones sistémicas que articulen voluntad política, innovación tecnológica y responsabilidad empresarial, así como marcos educativos que permitan al consumidor ejercer un rol informado sin cargar con una responsabilidad que debería ser, ante todo, colectiva y garantizada por el Estado. Allí donde el dato ilumina, también denuncia.

Esta dinámica no es neutra. Tiene coordenadas. El concepto de justicia ambiental permite mirar más allá del consumidor final y formular la pregunta incómoda: ¿Quién carga con los residuos que no reciclamos?

Con frecuencia, los desechos electrónicos generados en el norte global terminan acumulándose en regiones del sur, donde las normativas son más laxas y la capacidad de control, menor. El vapeo también deja su huella en los márgenes.

Pero el estudio no se detiene en la dimensión técnica del problema. Propone, más bien, una relectura desde la bioética ambiental, entendida como herramienta crítica para repensar nuestras prácticas más cotidianas… y más negligentes.

Inspirados en la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO (2005), los autores sostienen que la disposición inadecuada de los dispositivos de vapeo no es solo una falla logística: es una omisión ética colectiva. “Lo que hacemos con nuestros desechos dice quiénes somos como especie”, afirma Van Isseldyk, con una contundencia que desarma cualquier intento de neutralidad.

Pero para traducir esta bioética en acción concreta, es necesario operacionalizar sus principios en múltiples niveles: legislación, educación, diseño industrial, regulación y políticas públicas. En este marco, cobra especial relevancia la bioética de la protección, que centra su atención en los más vulnerables —presentes y futuros— y promueve una ética del cuidado intergeneracional, en la que las decisiones del presente consideren los efectos acumulativos sobre los cuerpos y ecosistemas del mañana.

Desde esta perspectiva, la economía circular deja de ser una tendencia técnica o industrial: se vuelve un imperativo moral. Reciclar ya no es solo eficiencia: es reparación. Una forma de restituir, aunque parcialmente, los vínculos rotos entre nuestras elecciones de consumo y sus consecuencias materiales.

Cada vapeador que no se desmonta es también una metáfora: de una economía que prefiere olvidar, de una sociedad que externaliza sus residuos como si pudiera externalizar también su responsabilidad.

El estudio presenta ejemplos que apuntan hacia otro horizonte posible: iniciativas desarrolladas en Córdoba (Argentina), Letonia, Reino Unido y Dubái, así como el caso emblemático de AIIR, el primer vapeador modular diseñado para ser desmontado y reciclado. Son ideas que iluminan el camino, pero que aún resisten en los márgenes de un mercado dominado por la lógica de lo desechable: rápido, barato, irreparable.

¿Qué se puede hacer?

Las recomendaciones del informe son tan concretas como ambiciosas. No se limitan a paliativos: apuntan a una transformación estructural de toda la cadena de producción, consumo y posconsumo.

En el plano técnico y logístico, se propone:

– Diseño modular y reciclable desde la fase de fabricación;
– Puntos de recolección obligatorios en comercios, supermercados y tiendas especializadas;
– Sistemas de depósito-retorno, inspirados en modelos exitosos de envases reutilizables;
– Etiquetado con código QR y desarrollo de aplicaciones móviles que indiquen cómo y dónde reciclar.

En el plano normativo, se reclama la aplicación efectiva del principio de Responsabilidad Extendida del Productor (EPR), para que las empresas asuman el ciclo completo de vida de sus dispositivos.

En el plano educativo y cultural, se plantea una estrategia de educación ambiental masiva, desde las escuelas hasta las redes sociales y los medios de comunicación.

Pero una pregunta incómoda atraviesa todas estas propuestas: ¿Por qué las empresas no están obligadas a recibir de vuelta lo que ponen en el mundo?

En muchos países, la Responsabilidad Extendida del Productor existe solo en el papel. Carece de fuerza normativa y de capacidad fiscalizadora. Mientras tanto, los consumidores —solos frente a un objeto no diseñado para retornar— quedan atrapados en una cadena sin cierre.

Parte de la solución pasa por repensar el diseño mismo de los dispositivos: ¿Cómo sería un vapeador verdaderamente reciclable o reutilizable? Uno que pueda desmontarse fácilmente, sin adhesivos tóxicos, con materiales separados y componentes accesibles.

La respuesta técnica existe. Lo que falla es la lógica económica: producir más barato sigue siendo más rentable que producir responsablemente. La cultura de lo desechable permanece como núcleo duro del modelo de negocio.

Aun así, comienzan a emerger propuestas disruptivas: sistemas de refill comunitario; materiales biodegradables; dispositivos concebidos bajo principios cradle-to-cradle, que no generen residuos, sino insumos. Son ideas marginales hoy, pero imprescindibles para el futuro.

Ahora bien, para que estas medidas no se queden en el terreno de las buenas intenciones, hace falta también más ciencia independiente. La escasez de estudios robustos de Análisis de Ciclo de Vida (LCA) impide dimensionar con precisión la huella de carbono, la toxicidad acumulativa o el impacto comparado de los dispositivos de vapeo frente a otros productos de tabaco. Los datos actuales son dispersos, limitados y, en muchos casos, financiados por actores vinculados a la industria, lo que introduce sesgos que erosionan la credibilidad de las cifras.

El informe es claro: no hay solución sostenible sin evidencia independiente, sin voluntad política y sin un modelo económico que deje de normalizar lo descartable como norma de consumo. Reciclar no basta. Hay que rediseñar: tecnologías, hábitos, leyes y formas de pensar.

Para avanzar hacia políticas públicas verdaderamente sostenibles, necesitamos también métricas precisas: huella de carbono, toxicidad acumulativa, porcentaje de reciclabilidad real, potencial de bioacumulación.

Sin estos indicadores, y sin metodologías científicas estandarizadas que permitan comparar productos y prácticas con transparencia, seguiremos atrapados entre el optimismo retórico y los datos manipulables. Y allí donde no hay claridad, el residuo encuentra su coartada.


Un problema visible, pero aún sin solución

La investigación no está exenta de limitaciones: no ha sido revisada por pares y la muestra no es representativa. Aun así, su mérito es innegable: ha encendido una alarma allí donde antes reinaba el silencio. En palabras de Juan Facundo Teme: “La eliminación en basura común debe ser vista como un síntoma, no como una elección individual”.

No es la voluntad del consumidor lo que guía ese gesto final, sino la ausencia estructural de alternativas, de responsabilidad estatal y empresarial. Una infraestructura ausente que convierte la omisión en norma y la norma, en catástrofe. Porque ese acto aparentemente banal —tirar un vapeador a la basura— multiplicado por millones se traduce en un océano invisible de microplásticos, baterías corroídas y nicotina derramada. Y ese océano, aunque no lo veamos, ya nos está alcanzando.

El vapeo irrumpió como una alternativa disruptiva, prometiendo —y sin duda logrando— una reducción tangible del daño en términos de salud individual. Para millones de personas que consumen nicotina ha supuesto una mejora real en su calidad de vida. Pero en el plano ambiental, el saldo sigue siendo incierto y probablemente negativo. No hay humo, es cierto. Tampoco colillas. Pero tampoco hay compost. Y lo que no se degrada se acumula.

Esta investigación, situada a medio camino entre el activismo informado y la ciencia aplicada, no busca condenar, sino comprender. Ofrece un mapa preliminar para desandar el daño, no desde el moralismo, sino desde la lucidez. Un llamado urgente a repensar lo que consumimos, rediseñar lo que fabricamos y reorganizar lo que desechamos. Porque, en última instancia, como bien señala el informe, “la sostenibilidad no se mide por las intenciones, sino por los residuos”.

El futuro no está en prohibir el vapeo. Está en imaginarlo de otro modo. Un modo que no sacrifique el aire por el suelo, ni la salud por el plástico. Un modo en el que reducir el daño no implique, simplemente, desplazarlo.


Arrojar los vaporizadores usados en la basura común o en contenedores de reciclaje no adecuados constituye una amenaza ambiental concreta y urgente. Estos dispositivos en apariencia inofensivos encierran materiales altamente contaminantes que exigen una gestión diferenciada y especializada. Su eliminación sin la debida separación de componentes imposibilita un reciclaje seguro y favorece la liberación de sustancias tóxicas al suelo, al agua y a los ecosistemas que aún resisten. Las baterías, por ejemplo, deben depositarse en puntos específicos para pilas, mientras que las cápsulas que contienen líquidos residuales no deberían verterse jamás en el fregadero ni acabar en la basura doméstica. Existen alternativas al alcance: numerosos estancos y tiendas especializadas disponen de contenedores adecuados para la recogida de estos residuos y los puntos limpios municipales aceptan vapers como parte de los desechos electrónicos. Algunas marcas, incluso, han empezado a ofrecer programas de devolución acompañados de incentivos. Optar por estas vías no es un gesto simbólico: es una forma concreta y eficaz de reducir el impacto. Ignorarlas, por el contrario, significa perpetuar una crisis ambiental que aún podría evitarse. Separar, informarse, actuar: no se trata únicamente de una recomendación técnica, sino de un compromiso mínimo con la responsabilidad compartida frente a un problema que nos sobrepasa como individuos, pero que no puede seguir siendo desatendido como sociedad.


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