El humo que aún respiramos

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El informe y el desafío de la OMS – Parte I

La OMS anuncia progreso, pero la palabra “epidemia” revela un dilema entre ciencia y moral. Menos humo en las cifras; más tensión en los cuerpos.

Del auge a la caída, el tabaquismo dejó de ser solo un problema de salud: se ha convertido en un espejo de las desigualdades, de la moral y del miedo.

El nuevo informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) muestra que el mundo fuma menos, pero también que esta institución sigue dividida entre la ciencia y la moral. Intenta derrotar lo que llama una epidemia que quizá, más que una guerra, necesite una comprensión más profunda.

En la superficie, las cifras parecen tranquilizadoras: hay menos fumadores que hace dos décadas. Pero bajo las curvas de la prevalencia se dibuja un dilema ético entre castigar y cuidar, entre prohibir y comprender.

La nueva cruzada de la OMS revela tanto sobre el tabaco y la nicotina como sobre nosotros mismos: la dificultad de aceptar que el placer y la culpa habitan el mismo cuerpo. 

El tabaco, que fue placer, después pecado y ahora riesgo absoluto, vuelve al centro de una disputa moral: esta vez como paraguas o espantapájaros.

La OMS quiere vencerlo, pero quizá el verdadero desafío sea otro: aceptar la diferencia entre sustancia y producto, aprender a salvar sin humillar, a regular sin castigar y a reconocer el uso de la nicotina —como el del café, el alcohol o el cannabis— como parte de la condición humana.

El mundo fuma menos, pero aún respira humo.

El número de personas que consumen tabaco ha descendido de 1.380 millones en el año 2000 a 1.200 millones en 2024: 997 millones de hombres, 206 millones de mujeres. La mayoría vive donde el aire pesa más y los ingresos pesan menos: en los países de renta baja y media.

Es una caída celebrada —120 millones menos desde 2010—, un descenso que suena a victoria cuando se pronuncia en los auditorios de Ginebra. Pero, detrás de los gráficos, un dato persiste con la obstinación del humo que no se disipa: uno de cada cinco adultos del planeta sigue usando algún producto de tabaco.

Esa es la cifra que se desliza por las páginas del “Informe Mundial de la OMS sobre las Tendencias en la Prevalencia del Uso de Tabaco 2000-2024”. A primera vista, el mensaje parece tranquilizador: el mundo avanza. Hasta que llega la frase que corta el aliento: seguimos lejos del final de la epidemia.

La palabra “epidemia” cumple aquí un papel más político que técnico. En el lenguaje de la salud pública, el tabaquismo no se propaga como un virus: no hay brotes repentinos ni curvas explosivas de contagio. Lo del tabaco es otra cosa: una dolencia sin fiebre ni cuarentena, una rutina global, crónica y persistente, un hábito tejido en la trama de la desigualdad.

Cuando la OMS habla de una “epidemia del tabaco”, lo que en realidad está nombrando es una tragedia demasiado estable para escandalizar, pero demasiado letal para ser ignorada.

El director general, Tedros Adhanom Ghebreyesus, resume la postura oficial con precisión de diplomático que defiende a su corporación: los avances, dice, son fruto de las políticas de control impulsadas por la OMS y replicadas por muchos gobiernos. La amenaza, en cambio, procede de una industria que “reacciona con nuevos productos de nicotina” y “apunta agresivamente a los jóvenes”.

El tono se eleva. El llamado es urgente: actuar con más rapidez, con más fuerza. Y justo después del llamamiento, se despliega el nuevo frente de guerra.

Por primera vez, la OMS mide el uso global de cigarrillos electrónicos. El dato, anunciado con dramatismo, supera los 100 millones de personas: 86 millones de adultos, en su mayoría en países ricos, que concentran más de dos tercios del total, y unos 15 millones de adolescentes de entre 13 y 15 años. 

Donde hay cifras, el informe señala una diferencia inquietante: los menores son nueve veces más propensos que los adultos a vapear. El comunicado no deja espacio a la duda: los vapes, las pouches y los productos de tabaco calentado “dañan la salud” y “alimentan una nueva ola de dependencia”, según advierte Etienne Krug, director de Determinantes de Salud, Promoción y Prevención de la OMS.

Pero lo que sigue no es un veredicto.

Es una historia —global, desigual, políticamente tensa— sobre cómo los datos y los discursos compiten por definir el destino de una molécula que ha atravesado siglos, mercados y moralidades. Y sobre cómo, en el fondo, permanecen las personas: cuerpos reales, con biografías que rara vez caben en los gráficos.


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REDACCION VT
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