México y el efecto bumerán: “Shame on you, Sheinbaum”

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En México, la batalla contra el tabaco ha tomado formas que oscilan entre el despotismo de una idealización de lo saludable y un celo sanitario que rozaría lo distópico.

En 2024, México se convirtió en el primer país del mundo que inscribió en su Constitución una prohibición absoluta de los cigarrillos electrónicos y dispositivos equivalentes —artefactos que, en otros parajes, no sólo se  consideran sustitutos de la combustión tradicional, sino que se erigen como nodos estratégicos en narrativas de reducción de daños—.

Según las evidencias científicas más recientes,incluidas las revisiones sistemáticas de la colaboración Cochrane, ampliamente reconocidas por su rigor metodológico, los cigarrillos electrónicos con nicotina pueden ser más eficaces para dejar de fumar que las terapias tradicionales de reemplazo, como los parches o los chicles. 

El Servicio Nacional de Salud del Reino Unido (NHS, por sus siglas en inglés) también sostiene que vapear es sustancialmente menos dañino que fumar, pues puede reducir de forma significativa la exposición a toxinas asociadas con el cáncer y las enfermedades cardiovasculares.

Estos dispositivos, lejos de ser una amenaza emergente, parecen estar ayudando a alejar los viejos fantasmas sanitarios del tabaquismo tradicional: durante al menos dos décadas no se ha documentado de forma concluyente una sola muerte directamente atribuible al uso de estos productos. 

Todo ello ocurre dentro de una nueva economía dopaminérgica, donde los contornos del hábito, la dependencia y la salud pública se redibujan bajo lógicas distintas, más ligadas al estímulo y la autogestión del deseo que al control clínico vertical.

Pero en México no estamos frente a una mera restricción dirigida —por legítima que sea— a proteger a los menores, sino ante una prohibición totalizante: nadie, bajo ningún término ni circunstancia, puede comprar, vender ni usar estos dispositivos. La lógica de la interdicción absoluta disuelve todo matiz posible: anula la discusión sobre riesgos relativos, borra el contexto de uso, clausura cualquier estrategia de mitigación del daño.

Inscrita en el artículo 4.° de la Constitución, la reforma incorpora un párrafo que criminaliza “toda actividad relacionada con cigarrillos electrónicos, vapeadores y demás sistemas o dispositivos análogos”. Es decir, no sólo persigue su venta o distribución, sino cualquier uso o gestión conexa.

El impulso comenzó bajo el mando de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y ha sido sostenido —con una fe casi sacralizada— por su heredera política, la actual presidenta Claudia Sheinbaum. Aquí no hablamos simplemente de política sanitaria: lo que se despliega es un acto de rentismo simbólico. 

La prohibición se torna en seña ideológica, la moral reemplaza a la evidencia y el control se impone sobre la complejidad.

La metáfora del pinche miedo

La gravedad del gesto trasciende el mero texto legal. En las reformas recientes, el uso de cigarrillos electrónicos se equipara —de modo simbólico y jurídico— con sustancias como el fentanilo, ese opiáceo sintético cuyo nombre está tatuado en la devastadora crisis de sobredosis que asola a Estados Unidos.

Al situar la nicotina inhalada en el mismo plano que sustancias de letalidad manifiesta como el fentanilo —un opioide sintético cuya potencia supera en decenas de veces la de la morfina o la heroína—, el gobierno mexicano desinforma y corroe deliberadamente los cimientos mismos de la ciencia. No se trata simplemente de un desliz técnico o retórico, sino de una decisión de orden simbólico: una elección político-ideológica que se disfraza como política sanitaria y que sustituye la negociación con la evidencia por la imposición moral.

Esa equiparación forzada entre la nicotina y el fentanilo no solo reduce la complejidad del debate científico; la anula, clausura espacios de análisis y funda una narrativa autoritaria donde el matiz, la moderación o la regulación no caben.

Lo que se impone no es la razón, sino el tabú.Y el pánico moral.

Y, sin embargo, siempre es posible descender un peldaño más.

El castigo como política sanitaria

La presidenta Sheinbaum ha remitido al Congreso una nueva propuesta de reforma a la Ley General de Salud que radicaliza aún más esta deriva autoritaria. En ese proyecto, la posesión, producción, distribución o comercialización de vapeadores no solo se condena: se convierte en delito penal con penas draconianas —de uno a ocho años de prisión— y multas que superan las 220.000 pesos mexicanos. 

Así, la política sanitaria deja de ser un instrumento de gestión racional para transformarse en una herramienta de control simbólico y penal. En lugar de abrir espacios para el debate regulatorio, esta reforma clausura la deliberación: convierte toda oposición técnica o científica en subversión normativa.

Por primera vez, el uso de una herramienta potencial de cesación tabáquica puede empujar a una persona común tras las rejas. La metáfora reciclada de la “guerra contra las drogas” reaparece con nuevos rostros: hoy el enemigo no es el narcotraficante anónimo, sino el fumador arrepentido que busca otra salida.

La excusa es la de siempre: proteger la salud pública y resguardar a los “niños”. Pero la verdadera pregunta, que persiste aún entre el estruendo de las certezas oficiales, es otra: ¿proteger a quién? ¿Y a qué precio? Cuando la tutela del Estado se transmuta en castigo, queda muy poco de la promesa de cuidado. Lo que aflora es la silueta opaca de una política que prefiere controlar antes que comprender.

El gobierno mexicano, al abrazar un enfoque punitivo y prohibicionista, abandona no sólo a la ciencia, sino también a la razón práctica. Desprecia los beneficios —ampliamente documentados— de la reducción de daños, reconocida en múltiples escenarios internacionales como una estrategia eficaz y humanista para enfrentar el consumo de sustancias psicoactivas —incluida la nicotina—.

La reducción de daños parte de una premisa simple pero incómoda: no todos los usuarios abandonarán el consumo, pero sí pueden hacerlo en condiciones menos lesivas. En el caso del tabaco, existe evidencia de que los productos de nicotina considerada “menos riesgosa” representan un menor daño comparado con fumar cigarrillos convencionales, y pueden servir como instrumentos de transición hacia la cesación total. 

Al cerrar esa vía, la política mexicana no sólo impide opciones —énfasis en la eliminación—, sino que transforma el acto de buscar alternativas menos dañinas en una afrenta penal. Esa decisión es una proposición simbólica: la noción de “salud” se reconfigura como obediencia, no como cuidado informado.

Cuando regular es más sensato que prohibir

La gestión Sheinbaum renuncia deliberadamente a una posibilidad pragmática: la recaudación fiscal derivada de un mercado regulado de cigarrillos electrónicos. En lugar de canalizar esos ingresos hacia un sistema público de salud que arrastra carencias crónicas —falta de insumos, personal e infraestructura—, opta por el dogma. Así, desperdicia recursos potenciales mientras proclama defender la salud colectiva.

La gestión Sheinbaum da la espalda a las evidencias consolidadas por países como Reino Unido, Estados Unidos o Nueva Zelanda, donde la regulación sensata y progresiva del vapeo ha contribuido —de forma documentada— a una disminución sostenida del tabaquismo tradicional y, con ello, de las enfermedades asociadas. Lejos de aprender de estas experiencias, México opta por el aislamiento normativo: una singularidad prohibicionista que se sostiene no en datos, sino en convicciones.

La gestión Sheinbaum termina por criminalizar a los más vulnerables: adultos que, al intentar dejar de fumar, acaban convertidos en infractores. No son perseguidos por su adicción, sino por el intento de abandonarla. Castigados no por persistir en el daño, sino por buscar una salida. Así, la política pública invierte su lógica: penaliza el esfuerzo, deslegitima la voluntad y convierte a la víctima en culpable.

La gestión Sheinbaum elimina una alternativa menos nociva, empujando a los usuarios de regreso al cigarro de combustión —una tecnología arcaica cuyo potencial letal ha sido exhaustivamente documentado, y cuyos costes sanitarios y sociales son infinitamente más altos. Lejos de proteger, condena.

La gestión Sheinbaum fortalece el mercado informal, donde el lucro escapa al control del Estado y nutre estructuras paralelas —a menudo ligadas al crimen organizado— que prosperan en la sombra de la ilegalidad. Allí, la prohibición no ahoga el consumo: lo desplaza hacia lo invisible, lo incontrolable, lo impune.

La gestión Sheinbaum desprotege al consumidor. Al negarse a regular, deja que el mercado clandestino se inunde de líquidos adulterados y dispositivos sin control de calidad. Los riesgos ya no son teóricos: enfermedades como la EVALI, asociadas al uso de productos contaminados de THC en circuitos ilícitos, son una advertencia concreta del daño que causa una política de ojos vendados.

La gestión Sheinbaum agrava la ambigüedad jurídica. Al rechazar un marco normativo claro, deja abiertas grietas donde caben la arbitrariedad, la discrecionalidad policial y la corrupción institucional. En lugar de una política pública basada en derechos, construye un espacio donde lo legal se decide caso por caso, rostro por rostro.

La gestión Sheinbaum ignora el efecto bumerán de la prohibición. No solo fracasa en sus fines declarados, sino que amplifica el daño, distorsiona los incentivos y socava la legitimidad del Estado. Como en otras guerras —contra las drogas, contra la pobreza, contra el miedo—, lo que queda al final no es orden, sino ruina.

Lo que se presenta como reforma sanitaria es, en realidad, un retroceso civilizatorio. Un salto atrás disfrazado de modernización. El Estado, en lugar de regular con inteligencia y fiscalizar con responsabilidad, opta por castigar con rigidez y encarcelar con indiferencia. Equipara —sin pudor y sin evidencia— a un adulto que inhala nicotina por vía electrónica con un traficante de fentanilo. Es una simetría jurídicamente absurda, moralmente insostenible y científicamente insensata.

El efecto Bumerán

El bumerán ya está en el aire. Al criminalizar lo que debería ser regulado, la política pública deja de cuidar para excluir. Se transforma en un mecanismo de castigo social: refuerza estigmas, alimenta injusticias, y erosiona —palabra a palabra, norma a norma— el frágil pacto entre ciudadanía y Estado.

La nueva propuesta busca, además, extinguir los últimos resquicios legales que aún permiten la existencia —silenciosa, clandestina, resiliente— de un mercado que, pese a las prohibiciones, sigue latiendo. En los márgenes de la legalidad, proliferan tiendas discretas, perfiles anónimos en redes sociales, puestos improvisados en ferias populares. Porque donde hay deseo, hay demanda. Y donde el Estado se ausenta —por dogma, negligencia o desprecio—, el crimen organizado ocupa el vacío con brutal eficacia. No para proteger al ciudadano, sino para explotarlo.

La intención de borrar el vapeo del mapa legal no lo erradica de la realidad: simplemente lo empuja hacia la sombra, allí donde la regulación no alcanza y los riesgos no disminuyen, sino que se multiplican. En ese territorio opaco, lo que debía ser gestionado con razón y evidencia se convierte en residuo penal. El Estado cree haber controlado el problema, pero lo ha hecho invisible —y, por eso mismo, más peligroso.

México simplemente retrocede 

Mientras México se aferra al interdicto, el mundo avanza —lenta pero firmemente— en otra dirección. En Estados Unidos, por ejemplo, el uso de cigarrillos electrónicos está rigurosamente regulado, pero no prohibido. El resultado es tangible: el número de fumadores ha caído de forma sostenida, especialmente entre jóvenes. Las tasas de cáncer de pulmón, vejiga y laringe también han disminuido, según los datos más recientes del Instituto Nacional del Cáncer. 

En Reino Unido, el enfoque es aún más claro y decidido: los cigarrillos electrónicos son reconocidos como herramientas legítimas de cesación tabáquica, recomendados por autoridades sanitarias y disponibles incluso en farmacias. Allí, la regulación no reprime: orienta. Y, al hacerlo, salva vidas.

Estos países entendieron lo que México aún se niega a ver: prohibir no es proteger. La historia de la salud pública es clara —o debería serlo. La criminalización rara vez salva vidas. Pero casi siempre produce lo que pretende combatir: marginación, corrupción y desigualdad.

Confundir castigo con cuidado es un error antiguo. Insistir en él, en pleno siglo XXI, no es un desliz técnico: es una decisión política. Y, como toda decisión, tiene un precio.

En cuerpos.

En silencios.

En retrocesos.

El Congreso mexicano carga ahora con una responsabilidad que excede lo legislativo: se trata de una decisión de calado civilizatorio. Si se aprueba, la propuesta convertirá a México en el país con la política anti-vapeo más punitiva de América Latina. Un récord que no se mide en vidas salvadas, sino en cuerpos castigados. Y en derechos que retroceden sin hacer ruido.

Cabe preguntarse —y con urgencia—:

¿Qué legado deja una reforma que prefiere encarcelar antes que comprender?

¿Qué futuro se construye cuando el miedo sustituye a la ciencia?

¿Un sistema penitenciario aún más saturado, lleno de pequeños vendedores informales y exfumadores convertidos en criminales?

¿Una salud pública más expuesta —sin alternativas seguras de transición, pero con el cigarro combustible intacto?

¿Una ciudadanía más estigmatizada, vigilada y perseguida —no por dañar, sino por intentar dejar de hacerlo?

¿Ese es el futuro que se pretende legislar?

Tal vez lo más grave sea precisamente lo que no se ve —o lo que se elige no ver: la negativa deliberada a pensar la salud pública como un territorio de complejidades. En lugar de diseñar políticas ancladas en datos, escucha técnica y evidencia internacional, se opta por el atajo de la prohibición: una respuesta simplista que calma ansiedades morales, genera aplausos fáciles… pero no resuelve nada.

Porque prohibir es fácil. Pensar, quizás, no.

Como ya dijo —quizá sin ser identificado, pero con toda la razón— alguien que entendía de complejidades:

“Hay una enorme diferencia entre curar y controlar.”

Y México no está curando su problema con el tabaco. Solo lo está empujando hacia la sombra —donde todo se escapa, donde nadie ve, y donde el dolor, casi siempre, es mayor.

México simplemente retrocede.


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