La geografía moral y el camino posible

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El informe y el desafío de la OMS – Parte III 

De las asimetrías y los silencios a las decisiones: voces en disputa, nota de prensa, seis movimientos para cuidar sin moralizar.

El consumo de tabaco frente a los productos de nicotina de menor riesgo es, en realidad, un mapa de la desigualdad. Casi el 80 % de los 1.300 millones de usuarios de cigarrillo combustible vive en países de ingresos bajos y medios. Allí, uno de cada siete cigarrillos es probablemente ilícito.

La molécula es la misma; el contexto, no. 

El tabaco es global, pero desigual; económico, pero cultural; individual, pero estructural.

Ya en 2008, la Comisión sobre Determinantes Sociales de la Salud de la OMS había dicho lo esencial. La equidad sanitaria depende de tres frentes: mejorar las condiciones de vida cotidianas, enfrentar la distribución desigual del poder, el dinero y los recursos y medir para corregir.

Fumar no es solo una decisión personal; es el resultado de entornos que estructuran las decisiones. Cuando se mira el mapa del tabaco, los determinantes saltan del papel. 

  • El trabajo precario y el estrés crónico aumentan la propensión al consumo de nicotina como forma de autocuidado. 
  • Una baja escolarización limita el acceso a información fiable y debilita la defensa frente al marketing
  • La vivienda y el urbanismo moldean la exposición pasiva: quien vive hacinado respira más humo ajeno. 
  • La regulación y los impuestos definen precio y acceso: donde los tributos específicos son bajos o mal diseñados, el cigarrillo se abarata. 
  • Las campañas masivas sin información matizada ni apoyo clínico fracasan.

Según la OMS, hay evidencia robusta de que los impuestos específicos y elevados son la herramienta más eficaz para reducir el consumo y generar ingresos. El Banco Mundial lo refuerza: la política es progresiva en salud, aunque parezca regresiva en renta. Si se considera el beneficio sanitario y la reducción del gasto catastrófico, el impuesto deja de ser castigo y se convierte en protección.

Pero el modelo, por más sólido que parezca, se disuelve en la materialidad de la vida real.

El aumento del precio de los cigarrillos legales, a menudo provocado por las propias políticas de control, empuja a parte de los consumidores hacia el mercado ilícito. En las poblaciones de bajos ingresos, el precio pesa tanto como la dependencia química: la elección se vuelve económica antes que moral.

La tributación, por tanto, no es una bala de plata. Es, más bien, un acuerdo. Bastaría con rastrear la aplicación de esos impuestos. En países con contrabando endémico, fronteras gigantescas o porosas y escasa capacidad institucional, subir los impuestos sin combatir la ilegalidad desplaza el consumo hacia mercados sin control sanitario. La solución exige más que recaudar: fortalecer aduanas, rastrear la producción, regular sustitutos, estandarizar los dispositivos.

En el terreno jurídico, las batallas son también simbólicas. En 2016, Uruguay derrotó a Philip Morris en un arbitraje internacional —un caso histórico que confirmó el derecho soberano a exigir empaques neutros y advertencias más visibles—. La victoria no puso fin a la litigación, pero cambió el tablero: los países pequeños descubrieron que podían ganar. La industria, que durante décadas confió en la asimetría del poder, aprendió el precio de la resistencia. 

Pero la victoria uruguaya reveló algo más profundo: ¿por qué solo algunas industrias son tratadas como epidémicas? El tabaco lleva décadas ocupando el papel de villano perfecto. Demonizado —con razón— por mentir, manipular la ciencia y comprar silencio. Acusado —también con razón— de cargar con millones de muertos a sus espaldas. Pero, con el paso del tiempo, se ha convertido en un espejo incómodo: ¿cómo distribuimos la moralidad entre las industrias que matan?

El tabaco se mira con sospecha moral, mientras el alcohol y los ultraprocesados circulan con la respetabilidad de las tradiciones culturales. La nicotina se volvió símbolo del vicio; el azúcar, la grasa y el etanol, del placer. Un vaso de whisky, un refresco, una bolsa de aperitivos: pequeñas muertes diarias, vendidas con música y luz.

El paradigma moral se enreda en su propio absolutismo. Al combatir al enemigo histórico con la misma retórica del bien y del mal, la política pública corre el riesgo de volverse rehén de su propio lenguaje. Cuando la industria del tabaco intenta migrar hacia productos de menor riesgo —no por altruismo, sino por supervivencia—, se la trata como si toda transición fuera una trampa. 

Y quizá parte lo sea. Pero negarse a discutir la reducción de daños con base en la evidencia y la regulación es mantener la economía del tabaco anclada en su forma más letal. Demonizar al interlocutor puede resultar moralmente satisfactorio, pero sanitariamente ineficiente. Es posible —y necesario— exigir reparación, impuestos y transparencia a las corporaciones sin negar el potencial de tecnologías menos nocivas.

Si la nicotina va a seguir existiendo —y seguirá—, la cuestión ya no es solo quién lucra, sino cómo se muere.

Y, sin embargo, rara vez se mira con el mismo rigor a los conglomerados de alimentos ultraprocesados o bebidas alcohólicas, responsables de volúmenes comparables de enfermedades crónicas y muertes evitables. La diferencia no está solo en los números: está en la historia, la visibilidad y el tipo de culpa. El cigarrillo fue transformado en ícono del pecado individual; el azúcar y el alcohol, en símbolos del placer y la convivencia.

Por supuesto, hay matices: no todas las empresas tabacaleras actúan igual, ni todos los productos de nicotina se comportan del mismo modo. Lo mismo podría decirse de la industria alimentaria y la del alcohol, que operan en zonas grises entre libertad, dependencia y marketing agresivo. Pero el contraste moral persiste: el cigarrillo se convirtió en pecado público; la dosis de vodka, la golosina y el paquete de galletas, en indulgencias privadas. Detrás de esa asimetría hay poder, lobby y estética —y una vieja disputa sobre quién decide qué es “adicción” y qué es “cultura”—.

Y, sin embargo, tras todos esos números y disputas, permanecen los cuerpos que no caben en los gráficos.

En 2025, la OMS sigue proyectando más de siete millones de muertes anuales atribuibles al tabaco. La mayoría por enfermedades cardiovasculares, cáncer y EPOC. Otros 1,6 millones mueren por exposición pasiva. El humo de los otros, respirado como destino. El IHME/GBD confirma la escala de la tragedia. Pero el número, de tan grande, ya ha perdido el sonido que debería tener.

La voz y el silencio de una nota de prensa

Tan importante como el informe es lo que llega al buzón de los periodistas.

En la rutina de la gran prensa, pocos tienen tiempo —o permiso— para leer cien páginas de datos en bruto, cruzar fuentes o interrogar métodos. El noticiario se construye con la urgencia del ahora.

En esa maquinaria, el comunicado de prensa se convierte en brújula y ancla. Es el texto de origen: breve, claro, listo para ser reproducido.

El de la OMS cumple su papel con rigor: encuadra la caída histórica del tabaquismo, advierte sobre los nuevos productos, ordena el mapa regional, reafirma el paquete MPOWER y el Convenio Marco y recuerda, además, los cincuenta millones de personas que faltan para cumplir la meta de 2025.

Pero lo que queda fuera también es noticia. Y a veces más elocuente que lo que se dice.

Primero, la diferencia entre uso y dependencia. El comunicado afirma que 15 millones de adolescentes utilizan cigarrillos electrónicos. Pero no distingue entre quien los prueba, quien los usa una vez al mes o quien lo hace cada día; entre quien los combina con el cigarrillo y quien lo ha sustituido por completo. Para diseñar políticas prudentes, esa diferencia es decisiva: la frecuencia es destino.

Segundo, la ambivalencia ante la reducción de daños. El texto reconoce, con razón, la reinvención mercadotécnica de la gran industria. Pero omite que ese mercado nació de pequeños fabricantes y comerciantes —en su mayoría exfumadores— y que Big Tobacco, que llegó después, aún provoca rechazo entre muchos vapers

Y, sobre todo, calla ante la evidencia clínica de que los cigarrillos electrónicos pueden aumentar las tasas de abandono entre fumadores. Ignorar ese dato no protege: empobrece. No se trata de asumir la narrativa empresarial, sino de hablar con adultos reales, en consultorios reales, donde cada punto porcentual de cesación significa menos hospitalizaciones, menos morgues.

Tercero, la ausencia de los contextos de desigualdad. El comunicado menciona regiones, pero no anatomías: clase, género, raza, empleo, vivienda, protección social. Al reducir el fenómeno a productos y prevalencias, se borra el cotidiano de quienes fuman o consumen nicotina para soportar el día: el cigarrillo, el líquido, la bolsa bajo el labio como gesto de alivio, no de desafío.

Cuarto, la confusión entre “nicotina” y “tabaco”. En los párrafos del comunicado, los términos se mezclan como si fueran sinónimos. No lo son. Desde una perspectiva toxicológica, legal y clínica, hay mundos entre uno y otro. Esa imprecisión semántica genera ruido regulatorio y confusión ética.

Nombrar bien es cuidar mejor. Nada de esto invalidaría la advertencia central de la OMS. Al contrario: la refuerza. La transparencia científica no debilita la lucha, la hace más humana, más fiel a lo único que de verdad importa: las vidas, no los números.

Voces en confrontación (¿y el diálogo?)

La OMS habla como guardiana de la salud global. Observa tendencias, riesgos poblacionales, moral hazard, industria. Habla el idioma de los gobiernos: impuestos, fiscalización, prohibición de publicidad, terapias de cesación. Pide recursos, densidad política y velocidad de respuesta. El mundo, dice, es demasiado lento para la muerte que lo persigue.

La industria, en cambio, habla otro idioma: el de la innovación y la elección. Del consumo. Promete productos menos nocivos, protocolos de calidad, ciencia propia. Se mueve entre brechas regulatorias, a menudo diseñadas no solo para protegerla, sino también para preservar intereses que la trascienden. Acaba en las zonas grises del marketing digital, aprovechando la asimetría entre países que regulan, que pueden regular y aquellos que solo reaccionan o tienen prohibido hacerlo.

Los clínicos viven el dilema en la consulta, no en los informes. Para algunos, el vape es una puerta de salida del cigarrillo, para otros, una puerta de entrada a la nicotina y un riesgo todavía incierto en el largo plazo. Su terreno es el del caso a caso: el paciente, la recaída, la duda. ¿Cómo maximizar el beneficio en un adulto crónico y minimizar el daño en una generación que aún no ha elegido? Guiarlos exige información honesta, terapia combinada (farmacológica, sustitutiva y conductual) y seguimiento continuo. Es la línea más fina de la ética médica: cuidar sin condescender, advertir sin humillar.

Los jóvenes habitan otro ecosistema: curiosidad, diseño, algoritmos, pertenencia. Y la herencia de un mundo que les devuelve sus sueños a tortazos. El vape cabe en la palma de la mano y en el imaginario del grupo. Lo que antes era rebeldía, ahora es estética. Y en esa estética, la búsqueda, la curiosidad y el riesgo forman parte del aprendizaje social. Ensayar el mundo y tantear sus límites es una definición ligera de la juventud. Si no fuera el vape, sería otro ritual de iniciación: distinto en forma, igual en deseo.

Las políticas consideradas eficaces parecen obvias: prohibir la publicidad, controlar las ventas, regular el acceso, limitar y desnormalizar el uso en entornos adolescentes sin criminalizar ni a los jóvenes ni a los productos. El problema aquí es más semiótico, ideológico y político-económico que químico. 

Y los exfumadores que migraron al vape son, por su parte, el recordatorio vivo de que la reducción de daños no es engañar a la estadística: es reescribir una historia clínica. Cada tos que desaparece, cada escalera que vuelve a ser posible, es un argumento empírico. Recuerdan que demonizar la nicotina puede ser un error anticientífico e ineficaz. Que la ética del cuidado requiere menos culpa y más caminos viables.

En el discurso público, no es raro ver a las autoridades sanitarias aparecer en los grandes medios con la bata blanca del cuidado, mientras en los despachos conservan el traje y la corbata del lucro.

En el fondo, estas voces no se anulan: se reflejan. Todas hablan de poder, pero también de miedo. Y lo que está en juego, entre una y otra, no es solo una molécula: es la idea de quién merece ser salvado y de quién merece respirar mejor. Y tal vez lo más inquietante sea esto: quién decide, y desde dónde, ese derecho a respirar.

¿Qué hacer? Enseñar y sugerir, no prescribir

Desde un punto de vista realista y anclado en la bioética, hay al menos seis movimientos que pueden ayudar a los países y a sus sistemas de salud a enfrentar la nicotina sin reproducir el pánico moral. No se trata de absolver una molécula, sino de reducir daños preservando autonomía, equidad y verdad.

1. Separar nicotina de tabaco, vapor de humo, combustión de no combustión.

  • En toda comunicación oficial la distinción debe ser nítida. Decir la verdad completa: vaporizar o calentar tabaco no es seguro, pero es mucho menos dañino que fumar. 
  • La transparencia no legitima el marketing juvenil; empodera decisiones clínicas informadas.
  • La bioética empieza por el lenguaje: nombrar con precisión es cuidar con honestidad.

2. Priorizar a niños y adolescentes como bien jurídico máximo, no como espantajos.

  • Regular la publicidad y a los influenciadores, el diseño de los productos, licenciar puntos de venta y garantizar un control estricto de la edad mínima, así como facilitar el acceso a alternativas menos dañinas para quienes ya fuman.
  • El objetivo no es generar pánico moral, sino reducir oferta y atractivo.
  • La advertencia de que los adolescentes son nueve veces más propensos a vapear que los adultos debe traducirse en políticas, no en histeria.
  • La prevención es un acto de cuidado, no de miedo.

3. Cesación sin puritanismo.

  • Integrar cigarrillos electrónicos, nicotine pouches, tabaco calentado y terapias de sustitución de nicotina en las líneas de atención a fumadores con alta dependencia.
  • Cuantas más opciones, mejor.
  • Usar protocolos clínicos claros y flexibles, basados en el diálogo, metas de reducción gradual y seguimiento de biomarcadores.
  • Cada aumento del 1 % en las tasas de cesación equivale a miles de vidas salvadas y millones en costes evitados.
  • Proteger a los jóvenes no exige castigar a los adultos.
  • La ética del cuidado admite gradaciones: no todo avance necesita ser puro para ser bueno.

4. Gravar con técnica y consciencia.

  • Mantener impuestos altos sobre los productos combustibles, pero con una estructura fiscal que no empuje al dependiente hacia el mercado ilegal.
  • Los productos no combustibles deben ser siempre más accesibles.
  • Regular el precio sin ignorar el contexto social.
  • Invertir la mayor parte de la recaudación en servicios públicos y gratuitos de cesación, investigación científica y comunicación pedagógica.
  • El impuesto sin destino es castigo; el impuesto con propósito es política de salud.

5. Medir mejor.

  • Distinguir entre uso experimental, ocasional y diario en adolescentes.
  • Evaluar la intensidad y las trayectorias de abandono en adultos.
  • Invertir en la investigación de los efectos a largo plazo del vapeo sin perder de vista el contrafactual de la combustión, que sigue siendo el verdadero parámetro de riesgo.
  • Medir bien es un gesto ético: sin buena medición, la política se convierte en creencia.

6. Y lo más importante: tratar los determinantes.

  • Las políticas de renta, vivienda, trabajo, ocio y educación son también políticas de control del tabaco.
  • Donde hay desesperanza, cualquier sustancia encuentra una función social.
  • Llevar a la red pública apoyo psicológico, manejo del dolor crónico, espacios de ocio y prácticas de reducción de daños hace más por la equidad que cualquier campaña moralista. Porque la explotación sistémica que genera desigualdad en nuestras sociedades es, en el fondo, la droga más persistente de todas.

Comprender que el paradigma de la reducción de daños no es una concesión, es madurez. Significa reconocer que la salud pública trata con humanos, no con ideales.

La bioética, en su forma más simple, es un ejercicio de proporción: hacer el bien sin prometer pureza, reducir el mal sin fingir erradicación.

Es en esa escala —humana, imperfecta, concreta— donde las políticas inteligentes pueden transformarse, por fin, en políticas justas.

El desafío de la OMS en el siglo XXI: un regreso a los humanos de carne y hueso

El Global Report de la OMS cumple con rigor selectivo su función de medir el pulso del mundo. Hoy se fuma menos que en el año 2000. Sobre todo en el sur y el sudeste asiático. Y en la a menudo olvidada Suecia. Las mujeres han avanzado más en la cesación, Europa concentra ahora la mayor prevalencia y los nuevos productos han transformado el ecosistema del riesgo, de la comunicación y del deseo. Un mapa global de avances parciales y dilemas persistentes.

¿Exagera el comunicado? No necesariamente. Prioriza lo que las cabezas directivas de la organización entienden que debe priorizarse. Al acentuar el riesgo juvenil y llamar a los gobiernos a “cerrar vacíos”, la OMS juega por el lado seguro de la precaución: la regla que mantiene el tablero bajo control de quien la redacta y financia. Hay un dicho popular: quienes pagan eligen la música. 

El peligro está en otro punto: sonar como si no existiera espacio legítimo para estrategias de reducción de daños. Esa omisión es más que retórica; es política. Y toda política, en última instancia, también es económica. Ignorar evidencias sólidas, como las revisiones de Cochrane Tobacco Addiction Group, que demuestran la eficacia de los cigarrillos electrónicos en la cesación, la experiencia sueca con el snus y las pouches o la japonesa con el tabaco calentado, reduce la complejidad del fenómeno a una disputa moral.

Y moralizar el riesgo es el primer paso para errar el blanco del cuidado.

También sería imprescindible dar más centralidad a los determinantes sociales: redistribuir ingresos para aliviar la pobreza y mejorar la calidad de vida; invertir en educación, para ampliar la comprensión de la complejidad del ser humano; en vivienda, para que esa necesidad básica no consuma la energía vital de las personas; en la reducción de la jornada laboral, para recuperar el ocio, el vínculo social y el tiempo familiar; en políticas de género, para aliviar la carga desproporcionada sobre las mujeres. 

Porque los giros tecnológicos no corrigen asimetrías históricas, solo las maquillan con nuevas formas de desigualdad.

Si el 80 % de los usuarios de tabaco vive en países de ingresos bajos y medios, es porque los mercados, los gobiernos y las condiciones de vida moldean esas epidemias tanto como las moléculas. Reducir el tabaquismo sin reducir la miseria es secar hielo con estadísticas.

Por último, el informe busca reafirmar sus herramientas: el paquete MPOWER y el Convenio Marco. Pero lo hace más para proteger endogámicamente sus estructuras que para pensar en el resultado de sus acciones sobre la vida concreta.

En el escenario complejo de este siglo, medir mejor, regular mejor y cuidar mejor son verbos de una nueva gramática: exigen inversión sin rentabilidad, inteligencia sin prejuicios y una imaginación pública activa. Y, quizá, lo más difícil de todo: empatía institucional.

En algún punto, entre los gráficos y las metas, la OMS parece haberse alejado de las personas. 

Es comprensible: los números son más dóciles que las vidas. Pero la salud pública empieza y termina en el cuerpo de alguien —un cuerpo cansado, curioso, que tose al despertar, que trabaja de lunes a sábado, que busca consuelo en el sabor dulce de un hábito imperfecto—.

Un informe no es pura estadística: es biografía. Y quizá lo que la OMS necesite, más que nuevos informes, sea reaprender a escuchar el sonido de las toses que se esconden detrás de los números. Porque el problema del tabaco, en 2025, ya no es solo químico. Es civilizatorio.

¿Qué significa “vencer” esta epidemia?

Depende de lo que llamemos victoria.

Si vencer aquí, como un limpio espejo ético, significa menos un verbo de dominio y más un verbo de reconciliación. Si vencer significa reducir la combustión a una rareza y proteger a niños y adolescentes de cualquier exposición a sustancias que les pueden hacer daño, entonces el camino está trazado, aunque sea largo.

Pasa por impuestos específicos bien aplicados, una fiscalización inteligente y no punitiva, campañas objetivas y no maniqueas, servicios de cesación accesibles y una regulación moderna —justa y equitativa— para los nuevos productos.

Pero si vencer significa erradicar toda nicotina de la vida humana, entonces confundimos salud pública con proyecto moral. Y corremos el riesgo de fallar precisamente con quienes más necesitan cuidado práctico.

La bioética, recordaba Beauchamp, es el arte de equilibrar principios en conflicto y la política pública, el oficio de administrar imperfecciones.

La ciencia ya nos ha dado algunos puntos fijos: la combustión mata, los impuestos y las advertencias pueden funcionar razonablemente, proteger a los menores es innegociable y los productos de nicotina sin combustión pueden ayudar a dejar de fumar. El resto es implementación, con personas, en contextos reales.

Al final de la rueda de prensa en Ginebra, los números vuelven a las tablas. 

Fuera, en cada ciudad del mundo, un fumador decide si compra un paquete; un padre decide si reprende a su hijo por un pod de colores; una médica decide si ofrece un vape terapéutico a un paciente cardíaco que fracasó con los parches y el bupropión.

Es ahí —en ese intervalo entre la política y la biografía— donde los informes se convierten en vida. Cuando informan, no humillan; cuando guían, no castigan; cuando cuidan, no demonizan. 

“Vencer” quizá no signifique eliminar el vicio, la dependencia o el uso, sino aprender a tratar el deseo con responsabilidad y el sufrimiento, con compasión.


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