Del sueño de la universalización al colapso de la cooperación. De la solidaridad internacional a la mercantilización del cuidado y la dependencia programada. ¿Qué queda de la salud como bien común? ¿Cuál es el sonido que hace la salud al derrumbarse?
“La salud es el espejo más cruel de las decisiones políticas».
Repetida con frecuencia por el médico sanitarista y científico brasileño Jairnilson Paim en conferencias y textos fundamentales de la salud colectiva, esta frase resuena hoy con una urgencia casi insoportable.
Cruel, porque no es una metáfora, sino materia. Cada curva en los gráficos epidemiológicos oculta rostros, nombres, historias truncadas de forma abrupta. Y cada decisión presupuestaria, por muy técnica que pretenda ser, es ante todo un acto político —de mentalidad, de deseo y de voluntad—, un corte que sangra en los cuerpos más vulnerables de la población.
La frialdad de los números disimula la violencia de la negligencia institucional. Es en ese abismo, entre el dato y el drama humano, donde queda al descubierto, sin anestesia, el fracaso —o el compromiso— de un Estado. Porque la salud, al fin y al cabo, no es solo un área de gobierno: es el termómetro ético de una sociedad.
En el mundo posterior a 2020, el intervalo entre un brote viral en una aldea remota del África subsahariana y una crisis diplomática en los pasillos de Bruselas ya no se mide en fronteras, sino en horas.
La salud —antes un ámbito técnico, reservado a ministros discretos y especialistas de bata blanca— ha sido desplazada al centro de las arenas político-económicas globales. Se ha convertido en un campo de batalla ideológico, una pieza clave en negocios multimillonarios y un instrumento estratégico en la diplomacia entre Estados.
En foros internacionales y revistas especializadas, cuando los expertos advierten sobre “el fin de la edad de oro de la salud global”, no hablan solo del recorte de recursos. Lo que está colapsando es un pacto implícito, un acuerdo moral y geopolítico que, durante tres décadas, sostuvo la supervivencia de millones. Lo que se derrumba, en última instancia, no es solo un modelo de financiación. Es la propia idea de la solidaridad como cimiento posible para una salud pública internacional.
Entre ruinas y promesas
En un bellísimo ensayo publicado en el Journal of Epidemiology and Global Health, Derek Yach, Aviva Ron y Dorit Nitzan no presentan un informe técnico ni emiten un diagnóstico rutinario. Lo que escriben, con todas sus letras, es un obituario.
Y como todo obituario que se resiste a la frialdad del final, encierra más que duelo: contiene el esfuerzo por cartografiar lo que aún puede rescatarse entre los escombros.
El trío sostiene que la salud global, tal como fue diseñada desde los años noventa —bajo el signo de la interdependencia y el financiamiento multilateral— ha alcanzado un punto de inflexión histórico. Lo que está en juego ahora no es solo la asignación de recursos, sino algo más escaso, más frágil y profundamente político: la capacidad de imaginar nuevas formas de cuidar, de gobernar y de pactar colectivamente la vida.
Sin esa imaginación, advierten, el futuro de la salud global corre el riesgo de ser apenas una versión suavizada de su pasado fracasado.
Para comprender la crisis actual, no basta con mirar gráficos ni balances: hay que volver a aquello que se soñó antes de que el dinero se volviera la medida de todas las cosas.
Los cimientos antes del colapso
Antes de ser absorbida por lógicas de mercado y dinámicas geopolíticas de poder, la salud global fue —al menos en parte— un proyecto civilizatorio. Una promesa: ninguna vida sería abandonada para morir por falta de acceso, de territorio o de pasaporte.
Revisitar esos cimientos no es un gesto de nostalgia. Es reconocer que, bajo las ruinas de los sistemas, aún late la idea de un mundo sostenido por pactos éticos y solidaridades radicales.
En 1920, todavía bajo el impacto sísmico de la Primera Guerra Mundial, el médico británico Bertrand Dawson (Lord Dawson) presentó al Parlamento una propuesta audaz: redes de salud integradas, descentralizadas y cercanas a las comunidades. Un sistema fundado en la prevención, el cuidado territorializado y la responsabilidad colectiva.
Por esas mismas fechas, en la naciente Unión Soviética, tomaba forma el modelo Semashko —el primer sistema de salud pública universal y gratuito del mundo—. De fuerte control estatal, con énfasis en la prevención y la participación popular, centralizaba los servicios de salud y organizaba la atención con base en criterios colectivos, no mercantiles.
Ese modelo soviético influiría, décadas más tarde, en múltiples sistemas de salud socializados, incluido el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido (NHS), creado en 1948 e inspirado tanto en el Informe Dawson como en principios del socialismo científico europeo.
Dawson, por su parte, anticipó ideas notablemente modernas. Propuso la formación de equipos multiprofesionales para abordar enfermedades como la tuberculosis, los trastornos mentales y otras vulnerabilidades sociales. Con una lucidez poco común para su época, vislumbró lo que hoy llamamos cuidados integrados y atención psicosocial. Su informe —una pieza visionaria— ya concebía la salud como un derecho y no como un privilegio sometido a las reglas del mercado.
Pero el proyecto fue rápidamente engullido por disputas políticas internas y por la restauración conservadora de la posguerra. Aun así, dejó una cicatriz persistente en los debates posteriores: un vestigio incómodo de lo que pudo haber sido el inicio de otro paradigma. Un modelo en el que el cuidado no respondiera a la lógica del lucro, sino a la de la cercanía. Y a la de la dignidad humana.
Décadas más tarde, en 1959, la Revolución Cubana levantó —entre los escombros de un país profundamente desigual y bajo un cerco externo permanente— un sistema de salud universal, gratuito y territorializado, moldeado a su manera: un modelo de orientación preventiva y profiláctica, con gestión participativa a través de consejos, asociaciones y mecanismos de control social en distintos niveles administrativos. Un sistema que, desde sus inicios, integró las acciones sanitarias con el saneamiento básico y la protección del medio ambiente.
La medicina familiar cubana no solo resistió: sobrevivió a bloqueos económicos, al colapso de la Unión Soviética, a la escasez de insumos, al hambre. Persistió donde tantos otros sistemas se desplomaron. Y al hacerlo, se convirtió en un faro incómodo en el escenario internacional: la prueba concreta de que un pequeño país insular, con recursos limitados pero con voluntad política, puede transformar la salud en un instrumento de soberanía y dignidad colectiva. Una afrenta simbólica para quienes, en el norte global, aún insisten en tratar la salud como una mercancía.
Por la misma época, entre las décadas de 1950 y 1970, germinaban, lejos de los centros de poder, experiencias de salud comunitaria en aldeas africanas, en las selvas latinoamericanas, en pequeños pueblos asiáticos. Muchas eran iniciativas misioneras, otras filantrópicas; casi todas improvisadas, sostenidas con recursos escasos y la urgencia del cuidado. Pero compartían algo esencial: el vínculo directo con la población. Prácticas de escucha y presencia, de cercanía radical, donde el saber médico se entrelazaba con el conocimiento ancestral, los afectos y los ritmos de la tierra.
Estos proyectos no fueron sistematizados ni celebrados en los informes oficiales, pero dejaron huellas. Semillas de otra idea de salud, nacida desde abajo, no desde los despachos.
En el sur del continente americano, en pleno régimen militar brasileño, algo profundamente subversivo empezó a germinar. Corría el año 1976, y el recién creado Departamento de Medicina Social de la Universidad Federal de Pelotas se atrevía a proponer lo impensable: un sistema de salud gratuito, básico, universal y arraigado en los territorios olvidados por el Estado. En un tiempo en que la represión torturaba y hacía desaparecer, acallaba voces y extinguía derechos, pensar la salud como emancipación colectiva no era solo un gesto académico: era un acto político.
Dos años después, esa utopía local, nacida bajo el autoritarismo, encontraría eco en un escenario internacional. Una muestra de que, incluso bajo las sombras más densas, todavía es posible sembrar proyectos de mundo.
Alma-Ata: un sueño interrumpido
Kazajistán, 1978. A la sombra de la Guerra Fría, delegados de más de 130 países —ricos y pobres, aliados y rivales— se reunieron en Alma-Ata, convocados por la Organización Mundial de la Salud y Unicef. Durante algunos días, lo imposible pareció estar al alcance de la mano. La declaración final no fue un informe técnico, sino un manifiesto ético: la salud como derecho humano innegociable; la atención primaria, como camino universal para hacerlo realidad.
En el centro del documento, una frase vibraba como una promesa secular —casi mística—: “Salud para todos en el año 2000”. Era más que una meta: una profesión de fe laica, un llamado global a la justicia sanitaria.
Por un breve instante, el mundo pareció dispuesto a pactar en torno a la vida y no al lucro. Pero los vientos geopolíticos no tardaron en cambiar. El sueño no resistió al asedio del mercado.
Apenas dos años después de la declaración de Alma-Ata, en 1980, la propia Unicef —ahora en alianza con el Banco Mundial— respaldaba un giro estratégico: la propuesta de atención primaria selectiva, resumida en el acrónimo GOBI.
Cuatro intervenciones de eficacia comprobada —monitorización del crecimiento, rehidratación oral, lactancia materna e inmunización— pasaron a conformar el núcleo de un nuevo enfoque. Era simple, barata, tecnocrática. Una respuesta vertical, orientada por metas numéricas y por la urgencia de los resultados. Salvó a millones de niños, sí. Pero al mismo tiempo fragmentó los sistemas de salud, disolvió el ideal de integralidad y redujo el cuidado a una suma de procedimientos.
La lógica de la eficiencia se impuso al pacto civilizatorio. Y lo que se perdió fue el horizonte: la salud como derecho, no como remiendo.
A contracorriente del flujo neoliberal que moldeaba el mundo, Brasil consagró en 1988 una utopía constitucional tan rara como audaz: la salud como derecho de todos y deber inalienable del Estado. Así nació el Sistema Único de Salud (SUS) concebido como un proyecto universal, gratuito e integral, abierto a todo ser humano, articulado con los territorios y con la vida cotidiana de la población. No era solo una política pública. Era un gesto de resistencia intelectual, política y ética frente al consenso global de la focalización y la selectividad.
Mientras el mundo ajustaba su discurso a la lógica de la escasez, Brasil escribía en su Carta Magna: ninguna vida puede medirse por su capacidad de pago. El SUS surgía como una afirmación radical de igualdad: más que un proyecto de país, un proyecto de humanidad.
Y el brillo del oro es fugaz
En la década de 1990, la salud volvió a aparecer en el radar de las grandes potencias, no como derecho, sino como oportunidad. El Banco Mundial empezó a reposicionarla como un activo económico: los cuerpos sanos generan crecimiento, reducen riesgos, aumentan la productividad. En Estados Unidos, el Instituto de Medicina elevó el tema al rango de prioridad estratégica de seguridad nacional. El cuidado, antes concebido como un deber humanitario, pasó a convertirse en una herramienta geopolítica.
Entre 1998 y 2003, la médica y ex primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland asumió la dirección de la OMS e intentó desplazar ese eje: introdujo el lenguaje de los derechos humanos en las directrices sanitarias, lideró las negociaciones para el Convenio Marco para el Control del Tabaco y reposicionó la salud como herramienta legítima de la diplomacia internacional.
Su gestión también devolvió protagonismo a los sistemas nacionales de salud, con énfasis en la eficacia, la equidad y la capacidad de respuesta, tal como se expuso en el Informe Mundial de la Salud de 2000. Propuso reducir las desigualdades en salud, combatir la mortalidad y la morbilidad en poblaciones pobres y marginadas y promover estilos de vida saludables. Incluyó en la agenda global la salud maternoinfantil, la vacunación, la desnutrición, la salud mental y la lucha contra enfermedades tanto transmisibles —como la malaria, la tuberculosis y el VIH/sida— como crónicas —como el cáncer, la diabetes y las cardiovasculares—.
Fue un breve instante en el que la salud se atrevió a hablar el idioma del poder. Pero el oro era fino y el tiempo, escaso.
En ese clima de euforia estratégica nacieron Gavi, el Fondo Mundial de lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria, y el PEPFAR, el programa estadounidense para combatir el VIH en el sur global. La financiación internacional en salud se disparó: de 5.600 millones de dólares en 1990 a más de 40.000 millones en 2020. La Fundación Bill y Melinda Gates inyectó cifras sin precedentes, remodelando el campo bajo la lógica de la filantropía corporativa y la eficiencia cuantificable. El VIH, la tuberculosis y la malaria —antes relegadas a los márgenes de las prioridades globales— pasaron a ocupar el centro de las agendas sanitarias.
Era, sin duda, la llamada edad dorada de la salud global: una combinación improbable de capital privado, diplomacia pública y emergencia epidemiológica. Pero tras ese brillo se consolidaba una nueva dependencia: sistemas debilitados, organizados en torno a enfermedades específicas, vulnerables a la volatilidad de los financiadores.
Campañas de alto impacto salvaron vidas, sí, pero funcionaban como islas de excelencia en océanos de precariedad. Sin integración con los sistemas nacionales ni diálogo con las realidades locales, se convirtieron en soluciones transitorias, ilusorias, incapaces de construir redes de cuidado duraderas.
El avance de los intereses económicos privados empezó a restringir la posibilidad de consolidar un paradigma de salud más amplio, anclado en dimensiones sociales, territoriales e integradoras.
La salud en la era del capital filantrópico: campañas, cifras y dependencia
A partir de los años 2000, con la intensificación de la globalización sanitaria, actores privados y corporativos —como las fundaciones Gates y Bloomberg, los conglomerados farmacéuticos y las instituciones financieras multilaterales— pasaron a ocupar el centro de la definición de prioridades y metodologías en salud global.
Su influencia creció en todos los frentes: político, técnico, financiero. No solo financiaban proyectos. Reconfiguraban agendas y definiciones. Aportaban recursos, sí, pero también algoritmos de eficiencia, métricas de impacto y modelos de gobernanza blindados frente al control democrático. Bajo el barniz de la filantropía, se institucionalizaba un nuevo paradigma: la salud como inversión y la vida como activo de riesgo.
Esa nueva gobernanza instauró una lógica centrada en el crecimiento económico, en la expansión de los mercados sanitarios y en la difusión de tecnologías específicas, a menudo en detrimento de los determinantes sociales, de la equidad y de la transformación estructural de las condiciones de vida.
En este contexto, la Organización Mundial de la Salud comenzó a depender cada vez más de donaciones ligadas a intereses privados. Esa dependencia erosionó su autonomía institucional y desplazó su foco: de la formulación de políticas públicas universales a la ejecución de estrategias moldeadas por objetivos comerciales.
Las consecuencias fueron inmediatas. Propuestas amplias y sostenibles —como el acceso universal a medicamentos esenciales, la lucha contra enfermedades desatendidas o la superación de las desigualdades sanitarias— chocaban con obstáculos financieros, políticos y operativos.
La llamada “cooperación internacional” se transformaba, poco a poco, en un juego condicionado: los países del sur global recibían paquetes cerrados, centrados en metas puntuales, ajenos a la complejidad de sus sistemas de salud y a las tramas sociales que los sostienen.
Detrás de la retórica humanitaria, se consolidaba una salud gestionada como un portafolio de inversiones: segmentada por indicadores, empaquetada en modelos replicables, dirigida por lógicas de rentabilidad. Era una salud eficiente, sí, pero en el sentido empresarial del término.
Estructuralmente fragmentada, incapaz de sostener redes permanentes de cuidado, producía zonas de intervención, pero no sistemas. Resultados, pero no justicia.
Lo que se celebraba en los informes internacionales —con gráficos y cifras brillantes— solía ocultar una ausencia más profunda: la de sistemas integrales, universales y sostenibles capaces de cuidar más allá de la emergencia.
El agotamiento antes de la caída
En 2010, el Instituto de Métricas y Evaluación de la Salud (IHME) marcaba el punto álgido: los flujos de financiación internacional en salud global alcanzaban su máximo histórico. Pero ya en esa cumbre se insinuaba el agotamiento. Los aportes comenzaban a estancarse. La fatiga institucional se volvía evidente. Como si el modelo hubiera tocado sus límites de expansión y de imaginación.
Aun así, en 2015, la ONU lanzaba los Objetivos de Desarrollo Sostenible, reafirmando con énfasis la promesa de cobertura sanitaria universal. El contraste resultaba estridente: se proclamaba un nuevo horizonte justo cuando los cimientos comenzaban a resquebrajarse. Era el último destello de una utopía fatigada, más performativa que posible, más declarativa que realizable.
Cinco años después, la pandemia de COVID-19 terminó de romper lo que ya venía resquebrajándose: expuso grietas ocultas por décadas de discursos, pactos frágiles y paliativos bien presentados.
En 2021, el flujo de recursos de emergencia alcanzó los 70.000 millones de dólares —respiradores cruzaban océanos en aviones militares, laboratorios movilizaban fuerzas especiales, gobiernos improvisaban estados de excepción—. Pero tras la coreografía logística, avanzaba en silencio otra realidad: la multiplicación de las deudas. Mientras se salvaban vidas a ritmo de guerra, se hipotecaba el futuro de países enteros. La pandemia no solo mató, también reconfiguró los términos de la dependencia global. Dejó cicatrices visibles en los cementerios e invisibles en los balances presupuestarios de las generaciones futuras.
A partir de 2021, la contracción dejaba de ser una tendencia para convertirse en un hecho consumado. El Reino Unido, históricamente uno de los pilares de la financiación internacional en salud, redujo drásticamente su ayuda exterior. Estados Unidos congeló miles de millones en transferencias, paralizando el PEPFAR, el mismo programa que durante dos décadas simbolizó su compromiso con la lucha contra el VIH en el sur global. Europa, desgarrada por guerras regionales, inflación e inestabilidad interna, redirigió sus recursos hacia dentro de sus propias fronteras. La Organización Mundial de la Salud anunció un déficit histórico.
Pero no se trataba solo de una crisis financiera. Lo que comenzaba a desmoronarse era el propio edificio del multilateralismo sanitario: sus pactos, sus promesas, su legitimidad.
Un silencio incómodo ocupaba el lugar de la cooperación. Y donde antes había una arquitectura, solo quedaban escombros diplomáticos.
¿Quién decide qué significa proteger vidas?
En el ensayo de Yach, Ron y Nitzan, el colapso de la salud global es contable y simbólico. Describen un doble derrumbe: el de la maquinaria de financiación internacional, sí, pero también el del imaginario que sostenía la idea de una cooperación multilateral basada en la equidad.
A medida que los grandes donantes se retiran, coaliciones regionales intentan ocupar el vacío. El CDC de África surge como un signo de autonomía en gestación, un esfuerzo por refundar, desde el propio continente, una respuesta coordinada y enraizada. Paralelamente, China avanza con su Ruta de la Seda Sanitaria, ofreciendo financiación, infraestructura hospitalaria y tecnologías biomédicas en paquetes amplios, con menos condiciones políticas y mayor centralización estratégica. Lo que se perfila no es solo una disputa por rutas comerciales o influencia diplomática. Es una batalla por la gramática del cuidado a escala planetaria.
Y la pregunta, que atraviesa silenciosamente todos los pasillos del poder, es esta:
¿Quién decidirá, a partir de ahora, qué significa proteger vidas?
La asfixia programada de los sistemas públicos de salud
Mientras tanto, países como Brasil, México e India libran una lucha diaria —y muchas veces solitaria— por sostener sus sistemas públicos de salud. Enfrentan el subfinanciamiento crónico como forma de asfixia lenta, la captura progresiva por parte del sector privado, que convierte el cuidado en mercancía, y resistencias culturales cultivadas a lo largo del tiempo, que van desde la fabricación de desinformación hasta el desprecio enseñado y sistemático hacia las políticas públicas universales.
En muchos casos, la amenaza no proviene solo del exterior, sino que habita en las entrañas del propio aparato institucional y la sociedad civil organizada. Sectores como los seguros médicos privados, hospitales, industrias farmacéuticas y fabricantes de equipos médico-hospitalarios operan con intensidad estratégica para influir en políticas públicas, leyes y regulaciones en beneficio propio. Cuentan con representación técnica cualificada, apoyo político transversal y acceso directo al Ejecutivo y al Legislativo para moldear decisiones a medida de sus intereses, que, en no pocas ocasiones, dependen del debilitamiento deliberado del sistema público.
En Brasil, por ejemplo, estos sectores presionan para desregular el sector privado, promueven intentos recurrentes de fragmentar el SUS, interfieren directamente en las políticas de atención primaria y defienden la expansión del mercado privado bajo el pretexto de “aliviar” al Estado cuando, en la práctica, profundizan su captura.
Se acumulan las denuncias de donaciones ilegales a campañas electorales, alianzas opacas entre representantes políticos y ejecutivos del sector salud y maniobras sistemáticas para debilitar el papel regulador de las agencias gubernamentales.
No se trata solo de una disputa presupuestaria. Se trata de la erosión silenciosa de un pacto público. De un proyecto de sociedad.
En la India, la fragmentación del sistema sanitario adopta formas aún más radicales. El sector privado domina, respondiendo por aproximadamente el 70% del gasto directo de la población, con servicios a menudo de baja calidad, escasa regulación y fuerte influencia sobre políticas públicas que amplían los mercados a costa del ya debilitado sistema estatal.
La creciente externalización de funciones públicas hacia ONG y entidades privadas —muchas veces financiadas con donaciones extranjeras— compromete la integralidad de la atención y debilita la soberanía sanitaria del Estado. La innovación se enfrenta a barreras institucionales, descoordinación entre actores y una competencia estructuralmente desigual con grandes corporaciones transnacionales que moldean prioridades y absorben recursos.
A pesar de políticas como la Misión Nacional de Salud Rural, persisten profundas desigualdades sociales y territoriales, agravadas por la baja movilización política de las poblaciones más vulnerables.
En contraposición a la lógica de mercantilización, florecen experiencias alternativas de resistencia, como las Policlínicas Populares, defensoras de un modelo de acceso universal, territorial y solidario. Pero aún operan en los márgenes, casi subterráneamente, bajo el peso de la hegemonía privatizadora. Son faros dispersos en la bruma de un sistema capturado.
México también enfrenta un sistema de salud profundamente fragmentado, compuesto por subsistemas públicos y privados atravesados por desigualdades regionales, sociales e institucionales. El sector privado ejerce una influencia creciente, presionando por flexibilizaciones regulatorias, acceso a financiación pública y expansión de seguros y servicios dirigidos a las clases económicamente más favorecidas.
Esta dinámica debilita los esfuerzos de universalización, profundiza la segmentación del cuidado y consolida asociaciones público-privadas que no siempre amplían el acceso y con frecuencia lo distorsionan. Como consecuencia, las poblaciones más vulnerables siguen teniendo una cobertura precaria y soportando altos gastos directos —un modelo regresivo que transfiere el riesgo sanitario al individuo—.
El reto de México es doble: fortalecer un sistema público verdaderamente universal y construir una regulación capaz de contener la captura por intereses privados sin caer en el tecnocratismo ni en el clientelismo. En última instancia, se trata de devolver la salud al terreno del derecho y no del privilegio.
En estos contextos, el legado de Alma-Ata resiste más como principio que como práctica: sobrevive en documentos oficiales, en discursos de conferencias, en los márgenes de las directrices ministeriales. Pero en la vida cotidiana, permanece eclipsado por soluciones rápidas, tecnológicas y rentables —respuestas que prometen innovación, pero que a menudo profundizan la exclusión—. La promesa de un cuidado territorializado, integral y universal se ha vuelto ruido de fondo en un sistema global que ya no escucha. Y aun así, a esa promesa muchos siguen aferrándose, no por nostalgia, sino como horizonte. Porque incluso entre ruinas, hay principios que se niegan a morir.
En los pasillos sofocantes de una unidad básica en Fortaleza, en los callejones de Nueva Delhi, en los cerros del México profundo, médicos, agentes comunitarios, enfermeras y pacientes continúan trazando —con gestos mínimos y cotidianos— formas subterráneas de Alma-Ata. Ya no como un gran pacto internacional, sino como una práctica radical, silenciosa: aquella que, al negarse a abandonar una vida por ser pobre, periférica o invisible, reafirma la salud como un derecho innegociable y como lenguaje posible de otro mundo.
¿Aún hay tiempo?
La propuesta de Yach, Ron y Nitzan es, en esencia, pragmática: diversificar las fuentes de financiación, fortalecer las coaliciones regionales, reinventar la arquitectura institucional de la salud global. No se trata de volver al pasado, sino de construir un nuevo pacto posible, menos dependiente de donantes volátiles, más enraizado en solidaridades políticas sostenibles.
Pero ¿cómo lograrlo en un mundo donde la propia idea de bien común internacional parece desintegrarse en tiempo real? Donde la cooperación cede ante la competencia, la ciencia se instrumentaliza como arma ideológica y diplomática y el cuidado se convierte en un activo geoestratégico.
La pregunta, entonces, ya no es solo si aún hay tiempo, sino para qué lo habrá. ¿Para restaurar lo perdido? ¿O para imaginar, por fin, lo que nunca tuvo oportunidad de nacer? Tal vez el futuro de la salud global ya no esté en las conferencias, ni en los fondos multimillonarios, ni en los frágiles pactos entre Estados inestables y sectores privados. Tal vez esté, silenciosamente, en los gestos de quienes insisten en cuidar, incluso cuando todo a su alrededor ya ha renunciado.
Hay promesas que sobreviven a su ruptura. Y hay ideas —como la de que toda vida importa— que siguen latiendo, incluso cuando el mundo finge no oírlas.
La ausencia de soluciones no es neutra: tiene costes mensurables y devastadores. Solo el congelamiento del PEPFAR, de mantenerse, podría provocar hasta 460.000 muertes infantiles adicionales por sida de aquí a 2030.
No se trata de proyecciones abstractas, sino de futuros interrumpidos: niños condenados por decisiones tomadas a puerta cerrada, lejos de las comunidades afectadas, lejos de los cuerpos reales, de las vidas reales.
Décadas de investigación, inversión pública y cooperación científica internacional están ahora en riesgo de deshacerse, no con un estruendo, sino con el silencio lento e implacable de algo que se escurre como arena entre los dedos. Lo que parecía sólido revela su fragilidad. Y lo que se creía conquistado, muestra, en fin, su reversibilidad.
Epílogo: una promesa aplazada
La salud pública global ha conocido a sus visionarios. Lord Dawson, que imaginó redes territoriales cuando el mundo aún tanteaba entre escombros. Fidel Castro, que convirtió la medicina en instrumento de soberanía. Gro Harlem Brundtland, que intentó conciliar los derechos humanos con la diplomacia sanitaria. Y los anónimos —sanitaristas, activistas, trabajadores de base— que, en tiempos de transición y esperanza, se atrevieron a inventar el SUS.
También conoció promesas que no se cumplieron: Alma-Ata, los Objetivos de Desarrollo Sostenible, el sueño persistente de un sistema integrado, justo y solidario. Pero lo que prevaleció, casi siempre, fue la renuncia. No una renuncia explícita, frontal, declarada, sino la que se infiltra despacio, en los recortes presupuestarios, en los informes técnicos, en las agendas desviadas.
Una renuncia que no derrumba, pero vacía. Que no grita, pero silencia. Que no niega, pero aplaza. Una promesa postergada tantas veces que ya se confunde con el olvido.Pero toda promesa aplazada lleva en sí, por definición, la posibilidad de volver. Tal vez la tarea no sea repetir antiguos proyectos, sino reaprender a imaginarlos, no como nostalgia, sino como insistencia. Porque, en el fondo, aún no hemos encontrado una forma más digna de cuidarnos los unos a los otros.
“Salud para todos en el año 2000”, prometía Alma-Ata. Llegamos a 2025 con una pregunta dolorosa e invertida: ¿cuántos tienen hoy la salud como derecho y no como privilegio?
Si la llamada era dorada ha terminado, quizás la verdadera pregunta nunca fue sobre su final, sino sobre su existencia. ¿Por qué la salud tuvo que ser dorada para ser universal? ¿Y cómo imaginar un futuro en el que el acceso a la vida no dependa de flujos financieros extraordinarios, sino de la más difícil —y menos espectacular— de las decisiones políticas: el compromiso ético con el cuidado como principio, no como excepción?
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