El informe y el desafío de la OMS – Parte II
La cartografía del riesgo: regiones, género y tres advertencias para leer el dato sin perder a la persona.
Los datos históricos del informe de la OMS dibujan dos líneas que avanzan en direcciones opuestas. La primera es alentadora: el mundo fuma menos que antes. La segunda, más sinuosa, revela que ese descenso no es un camino recto, sino un mosaico de desigualdades: entre regiones, entre géneros, entre biografías.
En el sur de Asia y el sudeste asiático —antiguo epicentro del tabaquismo mundial— la prevalencia entre hombres casi se ha reducido a la mitad: del 70 % en 2000 al 37 % en 2024. Solo esa región explica más de la mitad de la caída global, un logro que la propia OMS celebra como un hito.
En África, el retrato es más paradójico. El continente muestra la menor prevalencia de todas las regiones —9,5 % en 2024— y avanza hacia el cumplimiento del objetivo de reducción del 30 %. Pero el alivio estadístico no alcanza: la población crece a tal ritmo que el número absoluto de consumidores sigue aumentando. Menos gente en proporción; más vidas perdidas en total.
En las Américas, la prevalencia ha descendido al 14 %, una reducción relativa del 36 %, aunque todavía faltan datos en varios países.
Europa, en cambio, se ha convertido en el nuevo epicentro: el 24,1 % de los adultos aún fuma. Y son las mujeres quienes rompen el patrón: el 17,4 % continúa fumando, el índice femenino más alto del planeta.
En el Mediterráneo Oriental, la tasa ronda el 18 % y aún crece en algunos países.
En el Pacífico Occidental, el progreso es lento: del 25,8 % en 2010 al 22,9 % en 2024. Los hombres lideran con un 43,3 %, la cifra masculina más alta entre todas las regiones.
El corte por género habla con una elocuencia propia. Las mujeres redujeron el consumo de tabaco del 11 % en 2010 al 6,6 % en 2024, y alcanzaron la meta global cinco años antes de lo previsto, en 2020. El número absoluto de usuarias cayó de 277 a 206 millones.
Pero los hombres siguen siendo el eje pesado de la estadística: casi mil millones de fumadores —más de cuatro de cada cinco consumidores—. Su prevalencia bajó del 41,4 % al 32,5 %, y aun así no se espera que alcancen el objetivo antes de 2031.
Y en medio de los porcentajes, un pie de página casi inadvertido cambia la lectura entera.
Las estimaciones se basan en 2.034 encuestas nacionales, que cubren el 97 % de la población mundial. Son los datos que alimentan el seguimiento del Objetivo de Desarrollo Sostenible 3.a y del Plan Mundial de Acción para las Enfermedades No Transmisibles, que fijaba una reducción relativa del 30 % hasta 2025.
El mundo llegó al 27 %. Faltan 50 millones de personas para cumplir la meta.
Y es ahí donde la frialdad de los números deja ver su fisura: cuando el éxito estadístico todavía cabe entero dentro del fracaso humano.
Tres advertencias
Primera: proporción no es persona
África ofrece una lección incómoda. La proporción de fumadores desciende, pero el número absoluto aumenta. La matemática es sencilla, el drama no: cuando la población crece más rápido de lo que disminuye la tasa, el resultado es un país que mejora y empeora al mismo tiempo.
En política pública, “menos común” no significa “menos gente”. Y cuando la métrica deshumaniza, la política pierde el rostro del problema.
Segunda: la palabra “adicto”
El comunicado de la OMS afirma que “uno de cada cinco adultos sigue siendo adicto al tabaco”. Pero el dato mide consumo, no trastorno. Es prevalencia, no diagnóstico.
La definición técnica —la proporción de la población que declara un uso diario o no diario— no implica trastorno por dependencia clínica de la nicotina, que es un cuadro psicológico con criterios propios.
La palabra “adicción” cumple aquí una función retórica: acentuar el riesgo, movilizar el miedo. Sirve al advocacy, pero confunde el lenguaje epidemiológico con la moral y la psicología popular.
En salud pública —y en periodismo responsable— hay que distinguir el síntoma del pecado.
Tercera: el vapeo y la “nueva ola de dependencia”
La OMS quizá tenga razón al sonar la alarma juvenil. Ningún argumento sensato defiende la exposición temprana a la nicotina. Pero la ciencia sobre los cigarrillos electrónicos es más matizada de lo que la retórica del juego pánico/riesgo permite ver.
Revisiones sistemáticas de alta calidad —como la de Cochrane Tobacco Addiction Group— indican, con alto grado de certeza, que los e-cigs con nicotina aumentan las tasas de abandono en comparación con las terapias de sustitución tradicionales.
El problema es que la evidencia y la política no siempre respiran al mismo tiempo. Las incertidumbres sobre los efectos a largo plazo, especialmente entre los jóvenes que nunca fumaron, son reales, pero también lo es que millones de adultos han dejado de quemar tabaco y han transformado positivamente su salud gracias a una alternativa menos letal.
Tres advertencias, por tanto, que dicen lo mismo en lenguajes distintos: sin precisión en las palabras, no hay precisión en el cuidado.
Lo que está en disputa: riesgo individual, riesgo poblacional y la posibilidad de reducir daños
La nicotina es una sustancia psicoestimulante. No es sinónimo de «tabaco» o “cigarrillo”. Tampoco de “cáncer”.
Lo que mata, ante todo, es la combustión: inhalar durante décadas un cóctel de partículas, monóxido de carbono, nitrosaminas e hidrocarburos que, repetido miles de veces, hiere pulmones, vasos, ADN. Es el fuego y su residuo, no la molécula, el verdadero asesino.
Desde 2015, y reafirmado por una revisión independiente para el gobierno británico en 2022, el consenso técnico ha sido claro: vaporizar nicotina es sustancialmente menos nocivo que seguir fumando. No es inocuo, pero su riesgo se sitúa varios órdenes de magnitud por debajo del humo de la combustión.
El argumento más realista, por tanto, no es “liberar sin límites”, sino jerarquizar los riesgos y respetar las trayectorias reales de abandono.
Si un fumador crónico, tras múltiples intentos fallidos, logra dejar de quemar tabaco al pasar al vapeo y reduce progresivamente la dosis, hay un beneficio neto para su salud. Negar ese camino en nombre de la pureza ideológica equivale a empujar a las personas de nuevo hacia el producto más letal.
La literatura sobre el abandono del tabaco no ofrece respuestas simples ni resuelve el dilema juvenil. Ambas cosas pueden ser ciertas al mismo tiempo: proteger a los jóvenes y cuidar a los adultos dependientes. Una política pública madura debe sostener esas dos verdades, incluso cuando colisionan.
La OMS, por su parte, habla a 194 países, atravesando sistemas regulatorios dispares, laboratorios frágiles y décadas de presión e influencia directa, en sus propios tentáculos, de entidades privadas multimillonarias. No sorprende, entonces, que adopte un tono precavido: “cerrar vacíos”, “regular los nuevos productos”, “aumentar impuestos”, “prohibir la publicidad”, “ampliar los servicios de cesación”. Es el núcleo del programa MPOWER, traducido al lenguaje del siglo XXI.
Esa tensión —entre la reducción de riesgos y daños para quienes ya fuman y la prevención para quienes aún no lo hacen— es, a la vez, ética y política. El cuidado se apoya en los principios de autonomía informada, beneficencia —no maleficencia— y justicia. Entre un adolescente que nunca ha fumado y un hombre de 54 años con EPOC, las respuestas no deberían ser idénticas. Prohibir el marketing que seduce a los jóvenes tiene sentido; facilitar el acceso a dispositivos simples, claramente etiquetados y supervisados, también. La bioética no es un territorio de pureza, sino un campo de decisiones difíciles. Y el tabaco —en todas sus formas— sigue siendo el espejo de esas decisiones.
Este artículo es una publicación original. Si encuentra algún error, inconsistencia o tiene información que pueda complementar el texto, comuníquese utilizando el formulario de contacto o por correo electrónico a redaccion@thevapingtoday.com.