Hay momentos en los que la crítica científica se transforma en acto de resistencia: el estudio liderado por Rodu es uno de ellos.
Sabemos que, cuando la ciencia se tuerce bajo el peso de las agendas, el conocimiento no solo se debilita: se convierte en un riesgo público. También sabemos que no toda evidencia ilumina; algunas, cuidadosamente manipuladas, oscurecen lo que deberían revelar.
En este contexto —marcado por disputas epistemológicas y tensiones ideológicas en torno a los riesgos del vapeo—, un nuevo análisis publicado en Internal and Emergency Medicine por Brad Rodu, Nantaporn Plurphanswat y el estadístico Jordan Rodu lanza una acusación tan directa como documentada contra un influyente metaanálisis liderado por Stanton Glantz.
El título del estudio no deja espacio para ambigüedades: “Inaccurate and misleading meta-analysis of E-cigarettes and population-based diseases”. Lo que sigue, a lo largo de páginas densas y meticulosamente referenciadas, es un desmantelamiento implacable de la metodología, los supuestos y las conclusiones de Glantz et al., cuya autoridad queda severamente erosionada ante el escrutinio técnico y ético que aquí se despliega.
El estudio criticado: muchas cifras, poca precisión
El metaanálisis de Glantz y sus colegas, publicado en NEJM Evidence, desplegaba en apariencia la solidez de un estudio concluyente: 124 razones de odds (ORs) derivadas de 107 investigaciones, abarcando tanto encuestas transversales como estudios longitudinales.
Las ORs, o razones de probabilidades, son un indicador estadístico que compara la probabilidad de que ocurra un evento en un grupo expuesto frente a un grupo no expuesto. En este caso, evalúan enfermedades cardiovasculares o respiratorias entre usuarios y no usuarios de cigarrillos electrónicos.
A primera vista, la magnitud de los datos y el prestigio de la publicación parecían blindar su autoridad. Su principal afirmación —que los cigarrillos electrónicos no serían menos dañinos que los combustibles tradicionales en términos de riesgo cardiovascular y respiratorio— fue recibida como un veredicto científico.
Sin embargo, como sostienen Nantaporn y los Rodu, esa conclusión no descansa sobre una verdad empírica robusta, sino sobre una arquitectura metodológica profundamente erosionada.
Detrás del andamiaje estadístico, argumentan, se esconde una amalgama de errores conceptuales, omisiones temporales y decisiones analíticas que comprometen de raíz la fiabilidad del estudio.
Los autores identifican tres fallas estructurales que, en su conjunto, socavan la validez del metaanálisis:
- La primera es la mezcla arbitraria de enfermedades heterogéneas agrupadas bajo etiquetas comunes sin justificación clínica ni metodológica. El estudio combina condiciones tan dispares como la disfunción eréctil, enfermedades cardiovasculares potencialmente letales, influenza y enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC), como si compartieran un mismo perfil etiológico o un patrón común de riesgo.
Esta amalgama forzada no solo distorsiona el significado de los resultados agregados, sino que introduce un sesgo cuantificable. La inclusión de estudios sobre disfunción eréctil —una condición multifactorial cuya relación con el vapeo es, en el mejor de los casos, especulativa— infló de manera artificial las estimaciones de riesgo atribuibles a los cigarrillos electrónicos. El resultado: un retrato estadístico alarmista que no resiste un escrutinio clínico riguroso.
- La segunda falla estructural señalada por los autores es el uso extensivo e inapropiado de estudios transversales que carecen de información temporal sobre exposición y diagnóstico.
La mayoría de las ORs incluidas en el metaanálisis provienen de encuestas como la National Health Interview Survey (NHIS) o la Behavioral Risk Factor Surveillance System (BRFSS), en las que los datos sobre uso de cigarrillos electrónicos y presencia de enfermedades son recolectados de manera simultánea. Esta simultaneidad elimina la posibilidad de determinar si el uso precede o sigue al diagnóstico, lo que imposibilita establecer secuencias causales mínimamente confiables.
En términos epidemiológicos, se trata de un error grave: sin conocer la cronología de la exposición y el evento, cualquier inferencia causal se convierte en una conjetura. A pesar de esta limitación fundamental, Glantz et al. integraron estos datos como si aportaran evidencia sólida, cuando en realidad amplifican la incertidumbre y debilitan el fundamento empírico de sus conclusiones. - La tercera deficiencia estructural radica en el uso inadecuado de estudios longitudinales, que —en teoría— deberían aportar mayor solidez causal gracias al seguimiento temporal de los participantes. Sin embargo, incluso las cohortes extraídas de la encuesta Population Assessment of Tobacco and Health (PATH) fueron analizadas sin ajustar de forma rigurosa por los cambios en el comportamiento de consumo a lo largo del tiempo.
Esta omisión no es menor: en un campo donde las trayectorias de uso (inicio, abandono, recaídas, combinación con tabaco convencional) son dinámicas y determinantes, ignorar esas transiciones metodológicamente equivale a mirar una película deteniendo la imagen en un solo fotograma.
Al tratar como estáticos fenómenos que son por definición variables, los autores del metaanálisis diluyen la capacidad inferencial de los datos longitudinales, comprometiendo la validez de sus hallazgos incluso en su forma más prometedora de evidencia.
La lógica estadística no puede salvar malos datos
Uno de los elementos más contundentes —y filosóficamente inquietantes— del artículo de Rodu et al. es su advertencia contra el espejismo estadístico: la ilusión de verdad que puede producir una cifra revestida de significación. Las razones de odds estadísticamente significativas reportadas por el metaanálisis de Glantz et al. pueden parecer, a ojos no entrenados, sinónimos de evidencia científica sólida.
Pero la estadística, por sí sola, no genera verdad: la calidad de sus conclusiones depende de la calidad de los datos que la alimentan. Si las bases de datos están mal clasificadas, si no se controla por sesgos estructurales como el historial de tabaquismo —que en muchos casos precede al uso de cigarrillos electrónicos—, las cifras no iluminan, distorsionan. Lo que aparenta ser un hallazgo puede ser, en realidad, una construcción numérica vacía, una forma sofisticada de ruido revestido de precisión matemática.
Los autores de la crítica evocan una advertencia que ya formulaba Egger et al. en su célebre tratado sobre metaanálisis: “garbage in, garbage out”. Es una sentencia tan brutal como certera. Si los estudios incluidos en un análisis son metodológicamente deficientes, ningún modelo estadístico —por más sofisticado que parezca— puede transmutar datos endebles en conocimiento confiable.
La aparente complejidad técnica no redime la fragilidad del material de base. Al contrario, puede ocultarla detrás de una fachada de rigor. Rodu y sus colegas insisten en que la metaanalítica, lejos de ser un ejercicio neutro de agregación numérica, requiere un juicio crítico riguroso sobre la calidad de las fuentes. Ignorar esta premisa —como habría hecho Glantz et al.— no es un error menor: es una violación del principio mismo que justifica el uso de metaanálisis en la investigación científica.
El artículo de Rodu et al. no deja pasar un detalle especialmente elocuente: con fina ironía, recuerda que el propio Stanton Glantz ya se vio obligado en 2020 a retractar un estudio anterior por incurrir en el mismo error metodológico que hoy vuelve a cometer.
En aquella ocasión, había inferido una relación causal entre el uso de cigarrillos electrónicos y ataques cardíacos, basándose en datos que —al ser revisados— revelaron que muchos de los infartos habían ocurrido antes de que los participantes comenzaran a vapear.
La cronología no era simplemente inverosímil: era imposible. Esta omisión, que debería haber suscitado una revisión más cuidadosa en investigaciones posteriores, parece haber sido ignorada. Así, la crítica actual no solo denuncia una falencia técnica; también expone una reincidencia que erosiona la credibilidad del autor y su compromiso con la integridad científica.
El sesgo del tiempo: enfermedades que requieren décadas
Otro punto crucial que los autores subrayan con firmeza es la imposibilidad lógica —y epidemiológica— de detectar efectos patológicos del vapeo en ventanas temporales tan breves.
Enfermedades crónicas como la EPOC, los infartos de miocardio o los accidentes cerebrovasculares no son eventos súbitos ni fortuitos: son, en la mayoría de los casos, el resultado acumulativo de décadas de exposición al humo del tabaco.
Pretender que efectos de magnitud comparable puedan observarse tras apenas unos años de uso de cigarrillos electrónicos —en usuarios que, además, son en su inmensa mayoría fumadores actuales o recientes— es, en palabras del propio artículo, “epidemiológicamente irrealista”.
La crítica no niega la necesidad de estudiar los riesgos potenciales del vapeo, pero sí exige rigor en la temporalidad y prudencia en la interpretación. Confundir lo posible con lo probable, o lo temprano con lo definitivo, es una forma de distorsión que la ciencia no debería tolerar. La evidencia robusta, argumentan, solo podrá surgir tras un seguimiento prolongado de usuarios de cigarrillos electrónicos que nunca hayan fumado cigarrillos combustibles. Hoy, tales cohortes apenas están emergiendo.
¿Una crítica técnica o un ajuste de cuentas científico?
Más allá de los tecnicismos, el artículo de Rodu y sus colegas plantea una inquietud que no puede ser ignorada ni trivializada: ¿cómo es posible que errores metodológicos tan elementales —y tan significativos en sus implicaciones— se filtren en estudios revisados por pares y publicados en revistas de alto impacto?
La pregunta es incómoda, pero necesaria.
¿Se trata de negligencia científica, de una revisión editorial superficial o estamos ante algo más inquietante, como la infiltración de la ideología en los procesos de producción de evidencia?
Cuando los datos no se interpretan para iluminar la realidad, sino para confirmar una posición previa, el riesgo no es solo académico, sino social. La ciencia deja entonces de ser una herramienta de conocimiento para convertirse en un instrumento de persuasión.
En este contexto, la crítica de Rodu et al. no es solo un ajuste de cuentas metodológico, sino una defensa —urgente y necesaria— de los principios que deberían regir la investigación en salud pública.
El propio Stanton Glantz ha sido, durante décadas, una figura tan influyente como polarizadora en el ámbito del control del tabaco. Reconocido por su incansable activismo contra la industria tabacalera —una lucha que le ha valido admiración y notoriedad—, su trayectoria también ha estado marcada por repetidos conflictos metodológicos.
Su insistencia en equiparar los daños del vapeo con los del tabaco combustible ha sido objeto de creciente escrutinio, especialmente en los últimos años, cuando múltiples estudios toxicológicos han demostrado que los cigarrillos electrónicos, si bien no inocuos, presentan un perfil de riesgo significativamente menor. Esta postura ha generado tensiones incluso entre sus colegas más cercanos en el campo del control del tabaco, incluidos referentes de talla internacional como Neal Benowitz, Nancy Rigotti, Jamie Hartmann-Boyce, Steven Cook, Jonathan Livingstone-Banks y Michael Cummings, quienes han cuestionado públicamente sus interpretaciones de la evidencia.
El informe del Dr. Brad Rodu y sus colaboradores se inserta precisamente en ese contexto cargado de tensiones, no solo como una crítica técnica puntual, sino como un llamado a elevar los estándares de la investigación epidemiológica en un terreno donde los sesgos pueden tener consecuencias sanitarias reales. Pero también —y no menos importante— es un contraataque explícito a una narrativa que, según los autores, instrumentaliza la ciencia para fines políticos.
En ese sentido, el estudio no solo reclama exactitud metodológica: reclama integridad científica.
Ciencia y salud pública: un equilibrio frágil
Este enfrentamiento entre estudios no es un simple desacuerdo académico: revela una tensión más profunda y persistente en el corazón de la política de salud pública contemporánea.
Por un lado, el principio de precaución —fundamental en contextos de incertidumbre— impulsa a actuar ante posibles riesgos, incluso cuando la evidencia aún no es concluyente. Por otro lado, la exigencia de precisión científica obliga a no convertir conjeturas en políticas, ni correlaciones débiles en causalidades asumidas.
En el caso de los cigarrillos electrónicos, esta tensión se ha vuelto particularmente aguda. El temor a que funcionen como una “puerta de entrada” al tabaquismo tradicional ha llevado a muchos reguladores y expertos a minimizar, o incluso ignorar, su potencial como herramienta de reducción de daños para fumadores adultos.
Así, el miedo a lo posible termina eclipsando lo verificable y la prevención, cuando se divorcia del análisis riguroso, corre el riesgo de transformarse en dogma.
Pero como advierte con claridad la Royal College of Physicians del Reino Unido: “La nicotina, aunque adictiva, no es la causa principal de las enfermedades por fumar; es el humo”. Ignorar esta distinción es más que un error conceptual, es una forma de ceguera política que puede tener consecuencias devastadoras.
El riesgo, entonces, no reside únicamente en malinterpretar los datos o en aplicar modelos estadísticos defectuosos. El verdadero peligro es ético: condenar a millones de fumadores a seguir expuestos al cigarrillo combustible —la forma más letal de consumo de nicotina— por temor al remedio equivocado.
En nombre de una prudencia mal entendida, se perpetúa la dependencia al daño conocido, mientras se cierra la puerta a estrategias potencialmente más seguras. En ese umbral entre evidencia y decisión, la ciencia no puede abdicar de su responsabilidad crítica ni del deber de decir —con datos y con matices— lo que resulta incómodo pero urgente.
Una defensa apasionada del oficio científico
El artículo de Rodu et al. es más que una crítica académica: es un manifiesto sobre cómo debe hacerse ciencia en contextos donde los datos conviven con tensiones ideológicas.
Nos recuerda, con la serenidad del rigor y la urgencia del contexto, que la epidemiología es tanto un arte como una ciencia. Su poder no reside en la acumulación de cifras ni en la complejidad de los modelos, sino en la precisión con la que se formulan las preguntas y, sobre todo, en la honestidad con la que se interpretan las respuestas.
En tiempos en los que la evidencia puede ser moldeada por intereses, presiones, temores o algoritmos, este estudio emerge como un gesto de resistencia, una defensa meticulosa del pensamiento crítico frente a la tentación de la certeza prematura.
El debate sobre el vapeo sigue abierto y debe seguir estándolo. Pero si aspira a servir al interés público —y no a agendas encubiertas—, necesita algo más que estadísticas: necesita rigor, humildad y una saludable dosis de escepticismo. Porque la salud, como la verdad, enseñan los Rodu, no se alcanza sin dudas, pero tampoco se construye sobre falacias.Referencia
Rodu, B., Plurphanswat, N. & Rodu, J. “Inaccurate and misleading meta-analysis of E-cigarettes and population-based diseases”. Intern Emerg Med (2025). https://doi.org/10.1007/s11739-025-03956-w
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