¿Ciudad de refugio o fortaleza del dogma? Entre datos ignorados y discursos sellados, Ginebra se enfrenta una vez más a una elección: ser un faro de reducción de daños o una bóveda de certezas inamovibles.
Cuando Julio César menciona por primera vez a Ginebra en el 58 a. C. no se refiere a una ciudad, sino a un paso estrecho: una franja de tierra encajada entre el lago Lemán y el río Ródano. Un punto de estrangulamiento natural que podía sellarse con una simple muralla de madera. Frágil, rudimentaria y casi simbólica en sus implicaciones: la supervivencia allí no dependía de la fuerza, sino de la negociación y el diálogo.
César había sido informado de que los helvecios, un grupo celta dominante en la región, se preparaban para cruzar ese punto. Empujados hacia el sur por tribus germánicas, buscaban refugio en territorio bajo control romano. No era una invasión. Era un desplazamiento forzado. Un éxodo.
Los helvecios intentaron negociar el paso. Solicitaron un salvoconducto para cruzar el puente de Genava. Fue casi una súplica humanitaria, antes de que existiera ese término. Su avance no era un acto de guerra. Era una cuestión de supervivencia.
César no solo se negó. Ordenó destruir el puente, construir una muralla y cavar una zanja. Convirtió lo que había sido un corredor en un obstáculo.
Una frontera que antes se abría a las palabras ahora se endurecía en piedra y trinchera. El muro era más que una defensa: era una decisión política. Genava, como la llamaban los romanos, no nació como fortaleza, sino como frontera.
Siglos después, en el siglo XVI, Ginebra evolucionó de frontera disputada a experimento político en movimiento. Las tensiones entre el obispo local y los duques de Saboya generaron un vacío. La Reforma protestante, en 1536, lo llenó. Y con ella llegó Juan Calvino. Bajo su influencia, la ciudad se transformó en una república teocrática rígida, pero radicalmente hospitalaria.
Entre 1536 y 1560, más de 20.000 refugiados pasaron por sus puertas. Una cifra asombrosa para una ciudad de apenas 12.000 habitantes. Perseguidos por dogmas en otras partes de Europa, hallaron aquí refugio y la posibilidad de seguir existiendo.
Ginebra, antes frontera, se convirtió en puerto. Y el refugio, en forma de reinvención.
Ese impulso de acoger al forastero y rehacerse en tiempos de crisis nunca desapareció. Solo cambió de idioma, de contexto, de marco histórico. El gesto perduró: los ginebrinos aprendieron con el tiempo que proteger al que llega es también proteger al que vendrá.
La Ficción Útil de la Autonomía y la Ética del Trasfondo
A fines del siglo XVIII, con la Revolución Francesa sacudiendo Europa con su fervor igualitario, Ginebra fue absorbida. Anexada por Francia, perdió su independencia durante casi dos décadas. Cuando la recuperó en 1813, estaba políticamente agotada y dolorosamente consciente de que la soledad podía ser fatal.
Dos años después, en 1815, tomó una decisión crucial: unirse a la Confederación Suiza. Pero no como un territorio continuo y coherente. Ginebra se convirtió en un mosaico: fragmentado, pero unido por acuerdos. No ligada por la geografía, sino por pactos. Descubrió así una verdad esencial para su supervivencia: la autonomía es una ficción útil, siempre que esté cimentada en alianzas.
Ese hábito ginebrino de negociar, tejer y sobrevivir persistió durante siglos. En el siglo XX, maduró hasta convertirse en una vocación internacional. En 1920, con la creación de la Liga de las Naciones, Ginebra se convirtió en un laboratorio de una idea radical: que los países podían resolver conflictos sin guerra. Un ensayo multilateral por la paz, en un continente aún marcado por trincheras.
La Liga fracasó, tragada por el ascenso del totalitarismo y por una segunda guerra mundial. Pero sus estructuras permanecieron. Y con ellas, algo más profundo: una cultura diplomática, sedimentada y casi orgánica, que aún define a Ginebra.
En 1948, la llegada de la Organización Mundial de la Salud y del Comité Internacional de la Cruz Roja consolidó esta identidad. Ginebra no solo albergó instituciones. Se convirtió en una ciudad que aprendió a gestionar tensiones, transformando la neutralidad en una forma de escuchar y la escucha en una forma de poder.
Ginebra ha acogido durante mucho tiempo ideas audaces, pero casi siempre cuando el pragmatismo lo exigía. Y ha sabido retroceder con igual elegancia cuando la moral institucional tocaba la puerta. Su osadía nunca fue gratuita. Fue calculada. Una táctica de supervivencia. Una ética de trasfondo.
Esa ambivalencia fue especialmente visible entre 1985 y 1995, cuando Europa fue sacudida por la epidemia de VIH entre los usuarios de drogas inyectables. Mientras la mayoría de países adoptaban modelos represivos, Suiza (con Ginebra y Zúrich al frente) hizo algo casi impensable: lanzó programas de intercambio de jeringas, abrió salas de consumo supervisado y priorizó la supervivencia sobre el castigo.
No fue un gesto antimoralista. Fue una elección táctica. Y, quizás por eso, profundamente ética.
Los datos cuentan la historia: reducción drástica de infecciones por VIH, caída significativa de la criminalidad, descenso sostenido de la violencia relacionada con las drogas. Lo improbable estaba funcionando. La política suiza, nacida de la lógica de reducción de daños, se convirtió en una referencia internacional. Ginebra, una vez más, no seguía. Lideraba.
Lo que surgió fue una ética aplicada, una lección simple, casi brutal por su claridad: las vidas no se salvan con dogmas. Se salvan con datos.
El Espejo y la Sombra de Ginebra
Pero el pasado de Ginebra también nos recuerda que toda ética aquí lleva consigo su espejo y su sombra. Cada gesto de progreso resuena con un paso atrás. Cada acto radical de escucha se encuentra con una sordera institucional.
La misma ciudad que lideró con valentía las políticas de reducción de daños ante el VIH en los años 90 ahora alberga un discurso global que da la espalda a la evidencia científica y se apoya, una vez más, en un moralismo disfrazado.
Dentro del Centro Internacional de Conferencias, donde se celebra la COP11 del Convenio Marco para el Control del Tabaco, no prevalece la lógica pragmática de Suiza, la que cambió jeringas por vidas. Predomina la lógica de la cristiandad del siglo XVI, ahora envuelta en jerga técnica.
La abstinencia se convierte en ideal moral.
La nicotina, símbolo de decadencia.
Las alternativas menos nocivas en herejías científicas.
Nada de esto es accidental.
La Secretaría del CMCT suele funcionar como un tribunal eclesiástico moderno: decisiones tomadas a puerta cerrada, transparencia mínima, disenso silenciado, dogma entronizado por encima de la evidencia.
Calvino aprobaría el método, si no el tema.*
La ciudad está dividida entre datos y dogmas. Basta observar su geografía humana. De un lado, la llamada «Buena COP»: científicos con datos sólidos, activistas que sobrevivieron gracias a tecnologías de reducción de riesgos, organizaciones de usuarios que representan a las voces que Ginebra dice valorar: quienes viven las consecuencias de las políticas.
Esta es la Ginebra del diálogo, de la reducción de daños y de la construcción de pactos.
Pero está fuera de la sala.
Dentro de la COP oficial, el mundo gira como si esas vidas no existieran, como si el sufrimiento que encarnan no fuera la razón de ser de las políticas, sino una distracción incómoda frente a la doctrina. Como si la ciencia debiera arrodillarse ante el relato, y no al revés. En esta arquitectura moral cerrada, el disenso no se trata como una contribución, sino como una contaminación. Las decisiones no se moldean por deliberación, sino que se preservan, en nombre de la pureza, no de la complejidad.
Es una lógica antigua, actualizada: la misma usada contra los refugiados religiosos del siglo XVI, los obreros franceses expulsados del siglo XVIII o los artesanos hugonotes que ayudaron a reinventar la ciudad. Ginebra acoge cuando debe. Cierra sus puertas cuando teme perder el control.
Esa es su tradición más persistente: abrir fronteras cuando la supervivencia lo exige y levantar muros cuando el poder se siente amenazado.
La ironía histórica es casi demasiado aguda como para ser accidental. En la misma ciudad que impulsó las políticas globales de reducción de daños para drogas inyectables, hoy celebradas por la ONU, se encuentra la sede de la Organización Mundial de la Salud.
Y es esa misma OMS la que, ante el tabaco, principal causa de muerte prevenible en el mundo, se niega a respaldar la lógica que hizo de Ginebra un modelo: salvar vidas con datos, no con dogmas.
La ciudad que salvó vidas con agujas limpias hoy calla sobre la nicotina limpia.
La ciudad, nacida como refugio de perseguidos, expulsa de sus conferencias a quienes vienen a hablar de supervivencia.
La ciudad que hizo de la negociación su identidad convierte el silencio en su protocolo diplomático.
Ahora, pasado y presente se miran de frente, incómodos, desde los bordes silenciosos del lago de Ginebra.
El Paso Aún No Abierto
En el fondo, Ginebra nunca ha dejado de ser lo que fue en el 58 a. C.: un lugar estrecho donde la vida solo continúa cuando alguien decide abrir un paso.
La diferencia es que hoy, en ciertos casos, el muro no está hecho de madera. Está construido con reputaciones sólidas, financiamiento opaco y doctrinas que confunden la moralidad con la política pública.
Adentro, la Secretaría del CMCT** opera como un feudo autónomo dentro de la OMS, inmune a la crítica e impermeable al disenso.
Las COP ya no se parecen a foros político-científicos. Se han transformado en rituales de legitimación, donde el consenso llega sellado y el disenso no pasa del control de seguridad.
La doctrina es inconfundible, incluso envuelta en tecnicismos: la nicotina es el enemigo metafísico, las alternativas de menor riesgo, una «amenaza para la juventud», y los usuarios, meros infiltrados al servicio de la industria.
Y así la pregunta persiste, resonando a través de siglos, pandemias e instituciones: ¿De qué lado quiere estar Ginebra? ¿Del lado que reduce el daño para preservar la vida, o del que reduce las voces para preservar su propia narrativa?
La respuesta sigue sin resolverse. Y, como siempre, esa disputa se libra aquí, en este improbable rincón donde el destino global prefiere esconderse: entre cafés tranquilos, salas de conferencias cerradas y calles demasiado estrechas para el peso de los conflictos que soportan.
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* La retórica de la «interferencia de la industria» funciona como marcador doctrinal que, una vez invocado, suspende el debate y legitima la exclusión de voces disidentes. Las críticas o enfoques alternativos se descalifican de antemano, sin espacio real para la discusión.
** Aunque está alojado bajo el paraguas institucional de la Organización Mundial de la Salud, el Convenio Marco para el Control del Tabaco (CMCT) ocupa un espacio propio, regido por normas que le otorgan una autonomía casi impermeable.
Su Secretaría no responde a la maquinaria burocrática de la OMS, sino a otro centro de gravedad: la Conferencia de las Partes (COP), cuyas decisiones definen no solo la dirección, sino también los límites de lo que puede verse, decirse o cuestionarse.
Tras sesiones cerradas, acceso restringido a observadores y agendas rígidamente controladas, se oculta una arquitectura construida menos con muros que con silencios.
Este aislamiento no es incidental: está estructuralmente reforzado por la propia arquitectura de su financiamiento. Los recursos provienen de los Estados Parte y de donantes privados selectos (véase el análisis incisivo de David Zaruk), alimentando una maquinaria cuya rendición de cuentas no es hacia afuera, hacia una pluralidad de voces, sino hacia dentro, hacia su propio bucle normativo. El resultado es un ecosistema donde la dependencia financiera y el cierre doctrinal se refuerzan mutuamente, consolidando un modelo de gobernanza prácticamente impermeable al escrutinio externo o al disenso conceptual.
Juntas, estas piezas componen un modelo de poder que otorga a la Secretaría la apariencia de un feudo administrativo: una isla autogestionada dentro del sistema multilateral.
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