Llega el sábado y, como todas las semanas, es tiempo de cambiar el algodón del atomizador. Un momento “zen”, otro regalo del vapeo.
Preparo la mesa, pongo al alcance la herramienta y el algodón de repuesto. Y hoy, quién sabe por qué, me da por pensar sobre lo que hay detrás de ese pequeño —quizá para algunos tedioso— ritual.
Libertad. La de haber decidido como dejar de fumar. La de haber tomado la mejor decisión para mí. La alternativa que me sirve. La que me gusta. La que disfruto.
La mecha usada ya no está. Hay que limpiar la resistencia. Dry-burn, cepillado, limpieza. En estricto orden, pues de otra manera se afecta el resultado. Listo. Un atomizador limpio es un atomizador feliz.
Libertad. La de elegir con qué vapear. La de elegir el equipo que más me ayuda, de entre los muchos que existen. Variedad que empodera, y que hoy es amenazada por el afán de controlar de quienes pretenden saber lo que es mejor para uno.
Tomo la cantidad correcta de algodón. Solo lo necesario, hay que cuidarlo para que dure. Después de repetir el ritual varias veces se aprende a calcular el tamaño de la hebra al primer intento.
Libertad. La de decidir si quiero tal o cual resistencia. ¿Cuánto vapor? El que yo elijo.
La mecha ya está en su lugar. Tijeras en mano listas para cortar los extremos. Momento delicado si uno quiere que queden iguales. Las reflexiones deben esperar. Solo un vapeador conoce la satisfacción de una mecha parejita. Listo, ya está.
Y pensar que nuestras autoridades pretenden quitarnos esto, que en su arrogancia creen que pueden decidir por nosotros.
Ahora hay que poner las puntas de la mecha en el pozo. Pinzas. Supongo que cada quien tendrá una técnica propia. Debe quedar bien. Un algodón mal puesto invita al temido dry-hit. Ningún vapeador lo quiere, aunque los “científicos” que buscan cantidades astronómicas de formaldehido los adoran. ¿Quién en su sano juicio querría quemar el algodón?
Libertad. La de elegir el sabor de mis líquidos. Lo que a mí me gusta. Y pensar que algún burócrata en su escritorio pretende que mi vapor debe saber únicamente a tabaco. Supongo que de tanto fantasear mil y una formas de hacer miserable la vida a los vapeadores se le amargó el alma.
Mecha nueva. Unas gotas de líquido para mojarla. Presiono el botón. Habemus vapor.
Libertad. La de escoger la concentración de nicotina que me funciona. El golpe de garganta lo encuentro como asunto de particular relevancia.
Terminé. Mientras recojo la mesa me pregunto si otros disfrutarán, como yo, de este ritual. De lo que estoy seguro es que todavía gozan de la libertad de vapear, y me apena que muchos no se dan cuenta de lo fácil que es perderla… si nos dejamos.
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