Skip Murray y la gentileza radical

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El compromiso absoluto y la determinación inquebrantable de una activista que combate la desinformación sobre la nicotina con una estrategia tan sencilla como revolucionaria: la ternura. 

Brainerd, Minnesota. Un pequeño pueblo zurcido entre pinos y lagos, incrustado en el corazón helado del norte estadounidense.

Allí, en un rincón discreto del Medio Oeste, vive una mujer de voz serena pero presencia sísmica. Se llama Skip Murray y su misión, aunque pueda parecer simple a primera vista, desafía estructuras enteras: salvar vidas. ¿Su instrumento? Un gesto que hoy roza la insurrección en tiempos de trincheras ideológicas y fetiche por la apatía, lo apenas aparente y la velocidad del juicio: la ternura.


Skip Murray es una activista estadounidense que se ha convertido en una de las voces más respetadas en la lucha por la reducción de daños del tabaco. Exfumadora, expropietaria de una tienda de cigarrillos electrónicos, madre, abuela: su cuerpo no solo conserva historias, también alberga cicatrices, como un mapa que no solo le recuerda sus caminos, sino también se ofrece como archivo, como brújula y constancia viva.

Diagnosticada con autismo y TDAH en la edad adulta, Skip convierte su experiencia de vida en herramienta política. Teje ciencia y vivencia, teoría y afecto, para devolver al debate sobre la nicotina aquello que hace tiempo le fue arrancado: escucha, empatía, respeto.


En un campo de batalla minado por titulares alarmistas, lobbies invisibles, intereses corporativos e instituciones públicas que repiten falsedades con acento de verdad, Skip empuña un arma insólita: un hashtag, #BeKind.

Mientras el mundo ruge, ella habla bajo. Y, contra todo pronóstico, empieza a ser escuchada.

El trauma que se convirtió en misión

La historia de Skip bien podría haberse diluido como un número más en la lápida helada de las estadísticas del tabaquismo.

Empezó a fumar a los diez años, en una América donde los cigarrillos se ofrecían en los aviones y los médicos los recomendaban en anuncios impresos en las revistas semanales. Intentó dejarlo incontables veces. Fracasó como tantos otros, atrapada en una dependencia que no no se doblega ante la voluntad.

Pero a veces la tragedia irrumpe como un relámpago: breve, brutal, definitiva.

Su hijo, con apenas 29 años, sufrió un infarto grave. El recuerdo de ese instante permanece como una herida que no cierra: su nieta, aún en edad infantil, saludando al helicóptero que se llevaba a su padre. “Adiós, papá. Te quiero. Por favor, no te mueras”. La frase aún resuena en Skip, no como memoria, sino como eco, ese tipo de sonido que nunca cesa.

El hijo sobrevivió. Abrió una tienda de vapeo. Y fue él quien, un día, le ofreció a su madre un cigarrillo electrónico. No le pidió que dejara de fumar. Solo le rogó que no fumara dentro de la tienda. Ella accedió, a regañadientes. Vapearía solo cuando no pudiera fumar. Una concesión, no una conversión.

Meses después, casi sin darse cuenta, había dejado el tabaco. Sin planes. Sin promesas. Como si el cuerpo hubiese tomado una decisión que la mente aún no alcanzaba a entender.

Un sofá, una tienda y una misión

La tienda de su hijo no era solo un negocio. Era un refugio. Un puerto clandestino donde atracaban camioneros exfumadores, madres desesperadas, jóvenes adultos decididos a salvar a sus padres del tabaco. En el centro, un sofá gastado hacía de escenario y confesionario: allí se cruzaban las voces de jóvenes y septuagenarios, obreros y enfermeras, todos unidos por un deseo común y callado: dejar de morir por combustión.

Pero aquel hogar improbable cerró sus puertas tres años antes de la reciente entrevista que Skip concedió al canal GFN.TV

La tienda no cayó por la economía, sino por algo más sutil y devastador: fue abatida por la desinformación sistemática, el pánico fabricado, la retirada deliberada de productos esenciales y, sobre todo, por la narrativa única impuesta desde instituciones que, en vez de proteger, eligieron sembrar miedo.

Skip vació sus ahorros personales para mantener vivo aquel espacio. Resistió hasta el final. Y cuando el último cliente cruzó la puerta, no sintió el cierre de un negocio, sino la muerte simbólica de un hijo. Porque allí no se vendía solo vapor. Se ofrecía dignidad.

El colapso silencioso de la salud mental

Fue durante los confinamientos de la pandemia cuando Skip atravesó lo que más tarde llamaría su “colapso silencioso”. Las tiendas de vapeo cerraron, su marido —diagnosticado con Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica (EPOC)— permaneció aislado durante años. El trabajo nocturno cambió, como cambió todo. Pero fue dentro de ella donde algo esencial se quebró. En silencio, sin testigos, como ocurre con las grietas más profundas.

Con la ayuda de una amiga, decidió pedir ayuda. Y entonces llegaron los diagnósticos que durante décadas habían sido ignorados, barridos bajo la alfombra de la normalidad: depresión, ansiedad, autismo, TDAH. Aquella revelación no fue un cierre, sino una especie de llave, la entrada a un nuevo capítulo en su misión de entender por qué los cuerpos y mentes neurodivergentes, como el suyo, son más propensos al consumo de nicotina. 

Lo que antes se leía bajo el lente frío del estigma —el “vicio”— empezó a adquirir matices más complejos: la nicotina como herramienta de autorregulación, el vapeo como mediador entre el caos interno y la hostilidad del mundo.

En ese nuevo encuadre, el enemigo ya no era el vapor. Era el silencio. La ignorancia. La brutal simplificación de la experiencia humana.

“Si no está funcionando, ¿por qué seguir haciendo lo mismo?”

Durante años, Skip luchó como tantos otros activistas: a golpe de confrontación. Señalaba, acusaba, embestía contra quienes consideraba cómplices de la desinformación. Llamaba a sus oponentes “ANTZ” —Anti-Nicotine and Tobacco Zealots. Veía a los periodistas como enemigos atrincherados en redacciones hostiles y cada artículo alarmista como un clavo más en el ataúd de la reducción de daños.

Hasta que un día, agotada tras tantas batallas perdidas, se hizo una pregunta que lo cambiaría todo: “¿A cuántas personas he logrado realmente hacer cambiar de opinión?”. No supo mencionar ni una. Pero podía enumerar, con dolorosa precisión, los territorios  donde había sido derrotada. Y entonces, algo en su forma de actuar se desplomó. No como rendición, sino como reinicio. 

Decidió dejar de predicar a los conversos. Guardó silencio en las trincheras cotidianas de Twitter. Dejó de llamar “Karen” a la voluntaria de salud pública que repetía mitos como quien reza salmos. Decidió hablar con ella. Tomaron un café. Y al final descubrieron que querían exactamente lo mismo: evitar que alguien tuviera que enterrar a un ser querido por culpa del tabaco.

Ese cambio no fue solo ético. Fue profundamente estratégico. En lugar de atacar, Skip comenzó a escuchar. 

El ejemplo más revelador de esta transformación fue con la diputada estatal Allison Tant, de Florida. Tras ser vilipendiada por la comunidad vapeadora por mencionar el término “popcorn lung”, recibió algo inusual: amabilidad. Fue abordada con amabilidad por Skip. Sin sarcasmos. Sin ira. ¿La reacción? La diputada dio las gracias. La llamó. La escuchó. Comenzó a reunirse con consumidores y comerciantes de su propio estado. El puente fue construido con palabras suaves. Y la gentileza de Skip. Lo cual no quiere decir que el camino fuese fácil. Pero sí fue posible.

La prensa como vector de muerte

Para Skip, la prensa es una aliada perdida, pero no irrecuperable. No la ve como enemiga, sino como una institución enferma que ha desaprendido a escuchar.

Cuando tabloides británicos como The Mirror publicaron una “bomba científica” que asociaba el vapeo con la demencia y el fallo multiorgánico —sin revisión por pares, sin publicación oficial, sin rigor— Skip reaccionó. Pero no con rabia.

Se sumergió durante tres días en la investigación. Escribió en su blog. Elaboró una lista de los medios que amplificaron la alarma falsa. Señaló la práctica como antiética. Pero se negó a compartir los enlaces sensacionalistas. No alimentaría al monstruo. Prefirió amplificar la voz de especialistas como Clive Bates, quien redactó una carta formal dirigida al autor del estudio y a la universidad implicada.

“El objetivo no es destruir al investigador, es impedir que esto vuelva a suceder”, afirma Skip con la serenidad de quien ha entendido que la ética no se grita, se construye con persistencia y resistencia al espectáculo.

A sus 65 años, Skip no muestra señales de agotamiento. Participa —aunque sea a distancia— en todas las ediciones del Global Forum on Nicotine, el evento que reúne, año tras año, a científicos, consumidores y activistas en torno a una idea simple como  transgresora: escuchar a quienes viven en la piel lo que tantos deciden desde el despacho.

En 2025, el encuentro se celebrará en Varsovia bajo el lema “Desafiando percepciones”. Y allí estará Skip, como siempre, desafiando silencios.

Para ella, ese es el único camino posible: devolver al usuario de nicotina lo que el discurso médico y mediático le ha robado: la humanidad. Y al debate científico, lo que ha perdido entre la prisa y el pánico: la complejidad.

“No se trata solo de fumar o no fumar. Se trata de escuchar. De entender por qué la gente fuma. De ofrecer alternativas reales”, repite, como un mantra tejido de dolor, empatía y lucidez. Ella lo sabe: el futuro no está en los despachos, laboratorios o en los consultorios clínicos. El futuro habla desde el cuerpo de quien consume.

Epílogo: el coraje de ser amable

Niterói, Río de Janeiro. En 1961, tras el incendio que devoró el Gran Circo Norteamericano y se llevó consigo cientos de vidas —muchas de ellas infantiles—, José Datrino dejó de ser un comerciante anónimo. Se transformó en profeta. Cambió la vida privada por la misión pública de sembrar palabras de compasión en las calles cariocas. Con túnicas blancas y frases escritas a mano sobre columnas de hormigón, hizo de la amabilidad un gesto radical. Su lema, “La gentileza genera gentileza”, no era una utopía ingenua, sino un desafío ético: resistir a la barbarie con afecto.

Décadas después, en Brainerd, Minnesota, otra tragedia —silenciosa, crónica, a menudo invisible— atravesó la vida de Skip Murray. Exfumadora, activista, abuela, diagnosticada con autismo en la adultez, ella también eligió escuchar donde tantos optan por gritar. También hizo de la amabilidad no un adorno, sino un método. Una estrategia. Una forma de sobrevivir y de resistir.

Como Datrino, Skip no lleva capa. Lleva historias. Y en ellas una revolución que no se impone, sino que insiste. Su lucha no se forja con gritos, sino con gestos mínimos, cargados de poder. Con palabras calmas. Con oídos abiertos.

Mientras tantos claman “¡lucha!”, ella susurra “escucha”.  Y quizás —solo quizás— finalmente la estén escuchando. Y cuando le preguntan por el futuro, repite con serena firmeza, como quien rechaza lo superficial: “Seguiré haciendo esto hasta salvar el vapeo o morir. Lo que ocurra primero”.


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