La guerra por el control del mercado de nicotina en EE. UU. deja expuestos a los más vulnerables: los consumidores. Algunas ideas sobre política, regulación y el futuro incierto de la salud pública.
En la pugna tradicionalmente silenciosa por el control del mercado de la nicotina en Estados Unidos, se libra una batalla cada vez menos encubierta entre titanes corporativos.
No se trata únicamente de una contienda entre las gigantes tabacaleras y los fabricantes emergentes de cigarrillos electrónicos. Lo que se despliega es un conflicto más hondo, estructural: una disputa que entrelaza intereses geopolíticos, comerciales y regulatorios, donde actores como British American Tobacco (BAT) y Altria redoblan su presión sobre la administración de Donald Trump para frenar la expansión de los vapeadores desechables fabricados en China, la mayoría de los cuales son ilegales según las autoridades estadounidenses.
Un reportaje de Emma Rumney, publicado por Reuters el pasado 4 de abril, desenterró documentos inéditos y vínculos políticos que dejan al descubierto cómo estas multinacionales maniobran para reconfigurar la regulación estadounidense a su imagen y conveniencia.
Pero si se afina la mirada —si uno logra detenerse más allá del estruendo de las corporaciones— emerge una ausencia que duele: el consumidor. Especialmente el más vulnerable, atrapado en un mercado sin garantías sanitarias mínimas, expuesto a intereses empresariales opacos y desprovisto de una defensa pública sólida que lo proteja. En medio de esta guerra, no hay héroes. Solo hay cuerpos consumidores.
Un mercado multimillonario y profundamente desregulado
Según estimaciones internas de BAT, citadas por Reuters, cerca del 70 % del mercado de vapeo en Estados Unidos —lo que equivale a unos 13.000 millones de dólares anuales— está sobrecargado de productos desechables no autorizados, en su mayoría fabricados en China y sin el respaldo de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA).
Aunque su importación y venta son, en teoría, ilegales, estos dispositivos circulan masivamente a través de tiendas de conveniencia, gasolineras y plataformas digitales, dando forma a una economía paralela que sortea con desconcertante facilidad los marcos regulatorios establecidos.
BAT y Altria denuncian que esta proliferación erosiona su cuota de mercado, mientras sus propios productos aguardan el visto bueno de los organismos reguladores. Lo que omiten —y en ello radica un punto neurálgico— es que el auge de los vapeadores desechables no puede explicarse únicamente por la laxitud normativa. Su expansión obedece también a una lógica de mercado implacable: son más accesibles, más baratos y, sobre todo, más seductores para consumidores históricamente ignorados o directamente explotados por la industria tradicional del tabaco. Jóvenes con dependencia temprana, comunidades racializadas y personas de ingresos precarios conforman el blanco perfecto de esta nueva ofensiva.
El vacío regulador no es tanto la causa como el síntoma más visible de una maquinaria de exclusión que viene operando desde mucho antes; una estructura que, bajo nuevas formas, continúa dejando cuerpos vulnerables en el margen.
La maquinaria del lobby: cartas, aranceles y millones para influir
Según el reportaje, el 11 de marzo de 2025, Reynolds American —filial de British American Tobacco— envió una carta a la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos (USTR) solicitando la prohibición total de las importaciones de vapeadores desechables fabricados en China, así como la imposición de nuevos aranceles. En el documento, Reynolds acusaba a las compañías chinas de incurrir en prácticas comerciales “ilegales e injustas”.
Pero la carta es apenas la pieza más visible —y milimétricamente calculada— de una estrategia de influencia mucho más vasta.
Como reveló Reuters, Reynolds donó 10 millones de dólares al súper PAC Make America Great Again Inc., íntimamente ligado a la campaña de Donald Trump. A ello se suma una densa red de conexiones con el poderoso grupo de lobby Ballard Partners, dirigido por Brian Ballard, ex jefe financiero de la campaña presidencial de 2016 y vinculado a figuras clave del trumpismo como Susie Wiles y Pam Bondi.
Más que una defensa del cumplimiento normativo, estas maniobras parecen orientadas a blindar un modelo de negocio que envejece: lento, pesado, torpe frente a la velocidad con que los dispositivos desechables —más ágiles, más baratos, más deseables— se deslizan por las grietas del mercado y seducen a un consumidor sin tiempo para dudar.
Con todos sus riesgos sanitarios y su brutal impacto ambiental —especialmente por los problemas de reciclaje que multiplican su huella ecológica—, estos dispositivos ofrecen algo que las grandes tabacaleras aún no han conseguido legalizar: un futuro que ya está aquí, pero que se les escapa entre los dedos. Son más baratos. Y en la lógica brutal del consumo inmediato, eso —tristemente— basta.
¿Una guerra comercial con disfraz de legalidad?
Bajo un discurso legalista se esconde una disputa mucho más profunda: una guerra comercial sectorial que se libra en el interior del mercado estadounidense de la nicotina, pero cuyos contornos desbordan lo meramente regulatorio.
Las grandes tabacaleras —que se autoproclaman impulsoras de una “transición responsable” hacia productos como el tabaco calentado o los vaporizadores regulados y de hecho también lo son— enfrentan una competencia cada vez más agresiva por parte de los dispositivos desechables, mucho más accesibles, ampliamente consumidos por jóvenes dependientes del tabaco y, sobre todo, difíciles de rastrear en los canales convencionales de control.
Lo que se aprehende del reportaje es que, en realidad, no buscan una transformación estructural del sistema normativo. Lo que exigen es que la FDA acelere sus procesos y aplique con mayor severidad las normativas ya vigentes. Según dos consultores citados por Emma Rumney, ni BAT ni Altria aspiran a un nuevo marco legal: lo que anhelan es una burocracia eficaz que, bajo el disfraz de equidad regulatoria, legitime su hegemonía y desplace a los competidores incómodos.
China reacciona: adaptación silenciosa y cautela estratégica
Lejos de la caricatura del fabricante chino que inunda el mercado estadounidense con productos ilegales, el medio especializado 2Firsts, con sede en China, dibuja un escenario mucho más complejo y matizado. Según su análisis, numerosos productores han comenzado a desplegar estrategias defensivas ante el endurecimiento del cerco regulatorio en Estados Unidos, marcando lo que podría ser un punto de inflexión en las dinámicas del comercio bilateral.
Entre las transformaciones más relevantes se encuentra que:
- Las empresas chinas han replanteado su percepción del riesgo, abandonando la creencia de que las normativas de la FDA eran letra muerta.
- Se han creado estructuras corporativas diferenciadas —auténticos cortafuegos legales— para aislar las operaciones estadounidenses de las casas matrices en China.
- Los distribuidores estadounidenses han comenzado a exigir documentación regulatoria (como cartas de aceptación PMTA), lo que ha derivado en la cancelación masiva de pedidos.
- El desarrollo de nuevos productos dirigidos al mercado estadounidense se ha desacelerado drásticamente ante el temor de sanciones o nuevos aranceles.
En otras palabras, el canal de exportación ya no opera bajo la lógica del “todo vale”. La era del salvaje oeste comienza a resquebrajarse. El aumento —aunque parcial— del cumplimiento normativo sugiere que la presión institucional puede ser eficaz. Pero solo si se ejerce con rigor, sin dobleces y orientada verdaderamente al bien común. Todo lo demás es coartada, un relato decorativo para legitimar intereses privados.
Una regulación que ahoga a unos y privilegia a otros
Mientras las tabacaleras tradicionales claman por más “orden”, sus demandas no buscan transformar el sistema regulatorio, sino moldearlo a su conveniencia. Según fuentes citadas por Reuters, lo que realmente persiguen es una implementación más ágil, más indulgente, del proceso de autorización, pero sin renunciar a los privilegios que históricamente han detentado en el mercado.
El problema es que la FDA atraviesa un proceso de debilitamiento crónico: asediada por la escasez de recursos, presionada por intereses políticos, atrapada en una maquinaria que se ralentiza cuando más debería actuar. Hasta ahora, solo ha autorizado 34 productos de vapeo, todos con sabor a tabaco o mentol. No ha conseguido frenar la avalancha de dispositivos no autorizados. Tampoco ha logrado proteger de forma eficaz a quienes más lo necesitan.
Según el mismo reportaje, el Centro de Productos del Tabaco (CTP) podría ser reestructurado —o incluso desmantelado— como parte de las reformas sanitarias impulsadas por el gobierno de Donald Trump. Sería la institucionalización del abandono. Una medida así no solo indicaría negligencia, sino que la institucionalizaría, eliminando incluso la ilusión de supervisión y dejando un mercado aún más expuesto y un Estado aún más ausente. Una ciudadanía más sola.
Del daño al cambio: ¿pueden las grandes tabacaleras liderar una transición histórica?
Y sin embargo, en medio de esta erosión de la responsabilidad pública, surge un improbable agente de cambio: Big Tobacco. Pocas industrias han concentrado tanto poder económico, simbólico y político como las grandes tabacaleras. Reducirlas al papel de villanas eternas no solo sería un error, sino una simplificación peligrosa.
Hoy, frente al colapso progresivo del modelo basado en la combustión, estas corporaciones atraviesan una encrucijada inédita: al transformar gradualmente sus productos —del tabaco combustible a dispositivos de menor riesgo— se abren a una posibilidad que en otro tiempo habrían descartado: liderar una transición real, profunda e irreversible.
Con su musculatura financiera, su arraigo social y su capacidad de influencia en las decisiones políticas, están en posición de acelerar el ocaso del cigarrillo tal como lo conocemos y, con ello, de la inmensa mayoría de los daños asociados al tabaquismo. No como un acto de redención, sino como una reconversión pragmática: la adaptación de un modelo que, tras décadas de negación, empieza a comprender que el futuro solo será habitable si se deja de arder.
Pero para eso no basta con innovar. Hoy por hoy, las grandes tabacaleras aún no han reducido sus márgenes de beneficio para fomentar el acceso a estos nuevos productos. Mientras tanto, los dispositivos de menor riesgo siguen siendo significativamente más caros que el tabaco convencional, especialmente en los países de ingresos bajos y medianos, donde vive la mayoría de los fumadores. Sin un compromiso real con la accesibilidad, la transición será, en el mejor de los casos, parcial; en el peor, una nueva forma de exclusión.
Hace falta una voluntad explícita de ampliar el acceso —también para quienes históricamente han sido ignorados— y de asumir públicamente su parte en la historia del daño. La pregunta, entonces, no es si pueden. Es si quieren. Y si están dispuestas a reescribir su relato para hacerlo creíble. No para limpiar su pasado, sino para merecer un lugar en el porvenir.
¿Salvar el vapeo o desregular para siempre?
Frente al abandono institucional como política y al modelo corporativo dominante, actores como Vapor Technology Association (VTA), que agrupa a fabricantes independientes, denuncian que el sistema actual ha criminalizado de facto los productos con sabor, herramientas que —según sus defensores e incluso la ciencia— podrían desempeñar un rol clave en la reducción de daños entre fumadores en transición.
Su presidente, Tony Abboud, sostiene que las normativas vigentes excluyen a los pequeños productores y bloquean el acceso a alternativas menos nocivas precisamente para quienes más las necesitan.
Tras una reunión con Donald Trump en 2024, el expresidente publicó un mensaje en Truth Social que condensó, en pocas palabras, el espíritu de la época: “Salvar el vapeo”. Más consigna electoral que política sanitaria. Más gesto simbólico que proyecto de salud pública. Pero eficaz, como suelen serlo los lemas que prometen futuro sin decir a quién se lo arrebatan.
Salud pública, intereses privados y el futuro de la nicotina
El reportaje de Emma Rumney traza una mirada lúcida sobre un conflicto que trasciende con creces el debate técnico. Lo que está en juego no es solo una regulación puntual, sino la disputa por el control del mercado de la nicotina. Es un tablero donde se entrecruzan intereses corporativos, redes de poder político y vacíos regulatorios que operan como grietas estructurales.
Mientras los lobbies maniobran en Washington y Pekín reajusta sus exportaciones, millones de personas consumen productos sin saber si están regulados, aprobados, adulterados o simplemente ignorados. Y las autoridades —entre la parálisis y la presión— apenas logran sostener una narrativa de orden que se desmorona en los márgenes.
Si hay algo que salvar —más allá del vapeo o de los márgenes de las multinacionales— es el derecho a una regulación justa, clara y protectora, especialmente para quienes más lo necesitan: los consumidores jóvenes ya adictos al tabaco, los fumadores en transición y las comunidades que llevan décadas pagando el precio de las adicciones promovidas desde arriba.
No es solo la salud lo que se debate. Es la capacidad de los Estados para proteger lo común frente al asedio de lo privado. Y quizá, en última instancia, la pregunta más incómoda de todas:
¿Quién tiene hoy el poder de decidir qué se consume, cómo se consume y… a quién se deja quemar?
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