Un activista mexicano relata su experiencia en la protesta contra la injusta regulación del vapeo en México.
La mirada podría enfocarse hacia el imponente palacio legislativo mexicano. La mañana transcurre con normalidad. Son las 8:30 de la mañana y está todo sereno. Ahora este no solo es un recinto de diálogo y debate; hoy se convirtió en un espacio de protesta pacífica, de reclamo, de fastidio, de lucha social. Esta es la historia de esas personas que decidieron alzar la voz ante una tremenda e indolente injusticia.
Empezando el día
Son las 6:30 de la mañana y suena el teléfono. El sueño me impide contestar, la vigilia aún no se hace presente.
—Sabía que no te despertarías, por eso te llame. Ja, ja, ja.
Me avisa una notificación del WhatsApp. El mensaje es de un gran amigo, activista del vapeo mexicano, quien, por cierto, es de las personas más comprometidas que conozco. Él es el ejemplo de una bonita y muy repetida frase: “haz el bien sin mirar a quién”.
Comienza la rutina, comienza el desayuno, comienza el picor en los ojos, comienza la ducha; comienza un día que figura para ser largo y cansado. Y en efecto, lo fue.
Una vez terminado el aseo personal, una vez dispuesto el mod, las baterías y el líquido, me despido de mi familia, prometiendo que estaré a salvo y me mantendré todo el tiempo con la cabeza fría. Cuando termina el beso de despedida, emprendo el camino. Subo al metro. El trayecto es largo y me permite pensar en lo que vendrá y, sobre todo, en lo que ha sucedido: una diputada presentó un dictamen en contra de los vaporizadores, con la peculiaridad de que no venía firmado por ella, sino por un esbirro de Campaign For Tobacco-Free Kids. He ahí la injusticia, he ahí la falta de seriedad y compromiso con el trabajo que el pueblo mexicano le encomendó: velar por los intereses de todos los ciudadanos, procurar la ley y, por sobre todas las cosas, respetar la soberanía nacional.
La injusticia me nubla, me ciega, me hace rabiar. Tanto que casi pierdo de vista el rumbo: estuve a punto de bajarme en otra estación de metro, estuve a punto de retrasar mi llegada por elucubrar en torno al brazo ejecutor de Bloomberg Philanthropies. En la desesperación, tomo mi teléfono móvil. Marco un número que lleva retumbando en mi cabeza por horas.
—Papi, ¿dónde te veo?
No es un número al azar, no es el número de un cualquiera. Es el número de teléfono del amigo que antes mencioné. El número del activista, el número del que respeto como ser humano y como vapero.
—Estoy saliendo del túnel número uno. Aquí te espero.
Me reconforta saber que estoy acompañado de los mejores, de los que saben, de los que luchan. Me reconforta estar entre otros que tienen ideales, que creen en lo que yo creo y ponen todo su esfuerzo en ello.
Empezando la lucha
Llego al túnel, busco a mi amigo, lo encuentro, nos miramos, reducimos lo más posible el contacto y nos damos un abrazo fraterno con los ojos, pues la pandemia es cosa seria. Y mientras tanto, emprendemos el camino hacia el palacio legislativo. Aprovechamos el momento para ponernos al tanto, discutir algunas cuestiones y lanzar nuestros pronósticos:
—Ojalá que esto nos lleve a buen puerto —digo sin mucho énfasis.
—Ojalá que sí —me dice, como intentando corresponder mi falta de emoción.
Nuestros pasos nos conducen a un terreno desierto. Hay cuatro vaperos con la mirada desesperanzada. Como si el perder la esperanza fuera intercambiable por un puñado de vaperos, como si encontrar a otros de la tribu nos alejara de hacer un papelón de antología. Y no los culpo: falta muy poco tiempo para empezar y somos seis personas, con un par de pancartas, con la voluntad a punto de resquebrajarse. Aunque sí, lloramos la derrota muy pronto: poco a poco y con el pasar de los minutos, comenzaron a llegar los demás.
Inicialmente era un grupo reducido, con esa misma mirada desesperanzada. No obstante, y conforme se aproximaban otros vaperos, la tristeza de los ojos se disolvió y se convirtió de nuevo en esa mirada esperanzadora, combativa, lista para enfrentar lo que fuera.
La hora pactada fue rebasada. Las ocho y treinta de la mañana habían pasado y se disolvió cualquier incomodidad basada en el tiempo. Todo parecía empezar a funcionar. La gente hablaba, vapeaba, gritaba consignas, se tomaba fotos. Ahora todo estaba funcionando como debería funcionar. Un grupo llegaba, luego otro, algunos nutridos, algunos pequeños; individualidades que se juntan para entonar un grito de guerra en común: “VAPEAR SALVÓ MI VIDA”.
Los problemas no dejaban de hacerse presentes: la gente recordó un evento similar que ocurrió hace exactamente un año y hacen falta muchas caras conocidas. No faltó el que sigue utilizando este tipo de eventos para promocionar sus marcas de líquido, no faltó el que está desubicado, pero tiene ganas de alzar la voz.
Y de pronto, de forma intempestiva, todo comenzó. Solo hizo falta un megáfono y las ganas de muchas personas para improvisar un pequeño entorno que se basaba en testimonios, consignas y cánticos a favor del vapeo.
– ¡GOBIERNO OPRESOR, RESPETA MI VAPOR! ¡GOBIERNO OPRESOR, RESPETA MI VAPOR!
Se escucha al unísono cada cierto tiempo, se siente en el pecho el rugir de los asistentes, se siente en la piel esa emoción… la emoción del que sabe que la lucha está ganada cuando tienes la verdad de tu lado.
Silencio abismal. Silencio y miradas. Después del silencio se oye el chirrido del megáfono. Y así, sin más, una voz: el diputado Ricardo del Sol, con los pies en la acera, sin necesidad de guirnaldas y flores, toma el megáfono y da un discurso muy sentido, en donde le cuenta al gran público el por qué estamos aquí, el por qué tenemos que luchar, el por qué la lucha no debe claudicar. Los ánimos se encienden, las diferentes tribus vaperas se hacen una en medio de la felicidad por el discurso del diputado.
Los amigos llegaron, los amigos se encontraron. El tiempo se vuelve confuso: las consignas, las pláticas, las memorias, las quejas, las injusticias y el calor hicieron que pareciera una eternidad bajo las faldas del palacio legislativo, pero en realidad habían pasado un par de horas. Todo se mira lejano: la última expo, la última vez que estuvimos en San Lázaro, el último convite vapero, el último día que pudimos recorrer la ciudad lanzando vaporadas.
—¿Qué horas son?
—Apenas son las once de la mañana.
Ha pasado poco tiempo, en realidad. Y de pronto los activistas más experimentados toman el templete para narrar lo que ha pasado, para poner al tanto a los despistados, para mantener alerta al público que empieza a sufrir los embates del clima. Y de nuevo, un silencio que lo abarca todo: el diputado Del Sol ha regresado.
Regresó de las penumbras para contarnos un poco más: leyó, con cierta dificultad, un discurso muy interesante. La emoción lo inundaba y se notaba a la distancia. Fue un discurso lleno de voluntad, de fuerza, de lucha y de resistencia.
¡La lucha sigue!
Al decir eso y al bajar de la tarima, el diputado Del Sol se disolvió en un elogio generalizado, que lo llevó a desaparecer en el horizonte del palacio legislativo de San Lázaro.
Mucho tiempo pasó, o quizá no, pues entramos en un espacio-tiempo diferente. El vapor y las emociones encontradas nos llevaron a un punto sin retorno. El evento había terminado, no sin antes despedirnos a la distancia y recordar que, ante las injusticias, los testimonios y la comunidad se harán presentes.
Intempestivo llegó e intempestivo se fue. Tal como el vapeo se hizo presente en nuestras vidas. Logramos que se retrasara el dictamen. Se convocó a un foro de debate donde la injusticia se mantuvo, al menos en lo aparente. Ahora no nos queda más que esperar y estar listos para la siguiente convocatoria.
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Un honor conocer de viva persona a ya grande personaje , un saludo carnal !!