La “otra” COP

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Mientras las delegaciones oficiales sellaron consensos opacos, en los márgenes de la COP11 una reunión paralela reunió a científicos, usuarios y disidentes de la salud pública para reescribir las reglas del cuidado —guiados por los datos, no por la doctrina. Una insurrección silenciosa en los bordes, que buscó rescatar la ciencia del moralismo y el cuidado de la burocracia.

A pocos minutos de la COP11, donde el lenguaje de la salud pública resonó como un mantra hueco y tecnocrático, otra conferencia tomó forma en silencio. Heterogénea, informal, casi clandestina, emergió en la periferia del evento oficial como una contracorriente deliberada, una desviación necesaria.

Pero no tuvo nada de marginal.

Lo que se gestó en estos pasillos menos vigilados no fue una rebelión frontal contra la Conferencia de las Partes sobre el Control del Tabaco. Fue, más bien, un punto de presión interna. Compartió el mismo campo de batalla, pero habló un léxico distinto, se movió a otro ritmo, respiró otro aire. Dentro del Centro Internacional de Conferencias de Ginebra, el futuro se tradujo en hojas de cálculo y cláusulas que imitan la claridad. Allí, el tiempo se enraizó en el presente visceral.

El contraste no pudo ser más nítido.

De un lado: la coreografía ceremonial de funcionarios gubernamentales y de salud, sus discursos orbitando lugares comunes previsibles, sus puertas cerradas, sus guiones alineados.

Del otro, una reunión de científicos, médicos, defensores de la reducción de daños, expertos en salud pública y exfumadores (algunos con vínculos con la temida industria, muchos suspendidos entre la estadística y la experiencia vivida). Hablaron una gramática distinta, una que aún se atrevió a preguntar si la ciencia puede ser algo más que un adorno, si puede ser recuperada como un lenguaje legítimo del cuidado. No doctrina, sino datos. No consignas, sino preguntas incómodas.

En el centro de este encuentro estuvo Martin Cullip, el anfitrión principal del evento. Su presencia ancló la agenda y marcó el tono: abierto, basado en evidencia, sin miedo a las conversaciones difíciles.

El evento se llamó a sí mismo la “Good COP”. A primera vista, el nombre pareció pura ironía. Pero a medida que se desplegó la radical heterogeneidad de sus participantes, el adjetivo empezó a desplazarse. De la ironía, pasó a la hipótesis. De la provocación, a la pregunta: ¿y si la “buena” conferencia no fue la oficial?

Su núcleo fue una ruptura deliberada: cambiar el moralismo por métricas, la retórica grandilocuente por evidencia fundamentada. Su misión: reducir la enfermedad atacando la combustión donde realmente arde, no donde la conveniencia política señaló.

Su lógica fue clínica, no catequética. Y lo que cayó fuera de este criterio —prohibiciones performativas, políticas coloniales trasplantadas sin contexto, campañas envueltas en celo doctrinario— se trató como lo que es: ruido disfrazado de virtud.

Lo que tomó forma fue más que un evento. Fue el esbozo de una nueva cartografía: un mapa del disenso. Una convergencia de voces desde geografías dispersas que reclamaron el centro.

¿Quién habló con quién? ¿Desde dónde? ¿Y con qué urgencias?

Como dejó claro este encuentro, lo que estuvo en juego no fue solo la ciencia. Fue el derecho a usar la ciencia como lenguaje del cuidado. Y, quizás, de la insurrección.

El pliegue histórico: Pangestu y el cuerpo del disenso

Tikki Pangestu se movió por la Good COP no como una figura institucional, sino como una memoria disonante hecha carne. Antiguo Director de Política e Investigación en Cooperación de la Organización Mundial de la Salud, estuvo en la mesa cuando se concibió el Convenio Marco para el Control del Tabaco (CMCT), un momento de idealismo regulatorio aún grabado en la narrativa de la salud global. Pero dos décadas después, regresó no para conmemorar aquel logro, sino para interrogar sus consecuencias.

Su presencia no fue ceremonial. Fue fricción viva.

Pangestu no funcionó como un puente entre el pasado y el presente; él fue la ruptura. Su cuerpo es un territorio de paradojas: autor y crítico del sistema, emblema de sus aspiraciones y de sus traiciones. El lunes 17 de noviembre, a las 10:00 a.m., abrió el primer día de la Good COP en una conversación pública que marcó el tono de todo lo que siguió. No se trató de una evocación nostálgica, sino de un cuestionamiento sobrio y lúcido sobre lo que llegó a ser el tratado que ayudó a redactar.

Luego, el miércoles 19 de noviembre, a las 10:30 a.m., durante la conferencia magistral del Día de Asia, su voz regresó con aún más fuerza. Esta vez, no solo para criticar el pasado, sino para articular un futuro arraigado en la región que llama hogar. Con claridad, reposicionó el Sudeste Asiático no como receptor pasivo de prescripciones occidentales, sino como fuente generativa de ciencia, agencia y poder normativo.

No se trató solo de revisionismo simbólico. Fue una insurrección epistémica, una inversión deliberada del flujo de autoridad del Norte hacia el Sur. Y vino acompañada de una crítica afilada: que el CMCT, concebido en su origen como un marco flexible, hoy se encuentra erosionado por la rigidez ideológica, la financiación condicionada y una niebla burocrática que se protege de la rendición de cuentas.

Lo que Pangestu encarnó y ejecutó no fue nostalgia. Fue disenso. Arraigado, lúcido y anatómicamente preciso.

Diseccionando el Artículo 2.1

Junto a Cullip, Clive Bates actuó como el cirujano institucional del evento. Antiguo director de Action on Smoking and Health en el Reino Unido, se erigió como uno de los críticos más incisivos —y más incómodos— del Convenio Marco para el Control del Tabaco (CMCT). Su fuerza no residió en la denuncia teatral, sino en la disección metódica: expuso la musculatura burocrática con la mano firme de quien ha pasado décadas navegando y desmontando su lógica desde dentro.

Su primera intervención, celebrada el lunes 17 de noviembre a las 14:00, se desarrolló en un panel de alto riesgo dedicado al Artículo 2.1 del CMCT.

Originalmente concebido como una “cláusula de libertad”, destinada a otorgar a los países la posibilidad de ir más allá en la protección de la salud, entonces —según Bates— corría el riesgo de mutar en un sutil instrumento de coerción. Lo que fue redactado como un escudo para la autonomía regulatoria podía convertirse en un andamiaje para mandatos encubiertos: obligaciones disfrazadas de opciones, ratificadas mediante consensos ambiguos.

Ya no se trató de prohibición por decreto, sino de inducción por protocolo —sin transparencia, sin rendición democrática de cuentas.

Moderado por Martin Cullip, el panel reunió una constelación de voces de distintas geografías: Kurt Yeo, desde Sudáfrica, que advirtió contra el trasplante de políticas carentes de contexto local; y Juan José Cirion, desde México, que denunció la erosión paulatina de la soberanía nacional bajo la presión de directrices supranacionales. Cada voz aportó su propia urgencia, pero fue Bates quien hiló la anatomía del tratado con precisión de bisturí.

Pocos lograron volver visible lo invisible como lo hizo Bates: la captura regulatoria, la distorsión semántica, la alquimia del lenguaje utilizada para fabricar consentimiento. Pero su intervención no se detuvo en la crítica. Como un cirujano experto, su gesto también fue reconstructivo. Abogó por modelos de regulación fundados en el consentimiento informado, no en el pánico moral; por políticas que mitiguen el riesgo sin imponer la abstinencia. Un marco anclado en la ciencia, no en el estigma.

En el núcleo de su argumento latió un imperativo simple: restaurar el vínculo seccionado entre política y consecuencia, ese punto donde los ideales bienintencionados de la salud pública, cuando se desconectan de la evidencia, terminan mutando en daño no previsto.

La batalla por la ciencia

Entre los bloques más densos de la Good COP, un panel clave no solo planteó un debate: trazó una línea de frente. Celebrado el martes 18 de noviembre, a la 1:00 p.m., reunió voces de Canadá, México, Grecia y Malasia: cuatro geografías, cuatro tradiciones científicas, unidas por un mismo gesto de insubordinación metodológica.

Mark Tyndall, epidemiólogo canadiense formado en la primera línea de las crisis de opioides y VIH, entró en el debate sobre la nicotina con una máxima desarmante: menos combustión, más vida. Una frase tan simple que desconcierta, devastadora en su claridad. Condensó décadas de experiencia enfrentando políticas que confunden pureza moral con eficacia sanitaria.

Roberto Sussman, físico y profesor mexicano, aportó otro arsenal: modelización matemática y análisis aerodinámico que desmontaron con precisión el espantapájaros del “vapeo pasivo”. Su argumento no fue militante, sino metódico: enfrentó el silencio estratégico de instituciones como la OMS, que rutinariamente relegan la física y la química cuando éstas incomodan la narrativa dominante.

Konstantinos Farsalinos, cardiólogo griego, proveyó el soporte clínico y de laboratorio de la ciencia de reducción de daños. Su cuerpo de trabajo abarcó numerosos estudios sistemáticamente ignorados en las últimas ediciones de la COP. La ciencia existe; simplemente circuló en la dirección equivocada.

Sharifa Ezat Wan Puteh, desde Malasia, amplió la lente. Introdujo el costo como variable ética, recordando que el acceso, la efectividad y la desigualdad no son consideraciones periféricas: son el fundamento mismo sobre el cual debe erigirse toda política pública seria.

Moderado por Marina Murphy, el panel trazó un arco técnico que atravesó continentes y que, al ser escuchado, fracturó un mito persistente: el de que la “ciencia” es patrimonio exclusivo del Norte Global y de sus conferencias oficiales.

Estos científicos no estuvieron simplemente exigiendo un asiento en la mesa. Estuvieron reclamando autoría y voz sobre la evidencia que define qué significa la salud, y para quién.

Desde los márgenes: Filipinas, Tailandia, Nigeria, Costa Rica

Uno de los gestos más radicales de la Good COP no surgió de laboratorios ni de hojas de cálculo, sino de la insubordinación de los cuerpos. No de proclamaciones científicas, sino de quienes viven en el extremo receptor de las políticas.

Estas voces aparecieron a lo largo de varias sesiones entre el martes 18 y el viernes 21 de noviembre, incluyendo el Consumers Showcase, la plenaria del Asia Day sobre perspectivas de usuarios, y los debates sobre agencia y exclusión del consumidor. Juntas, conformaron la columna vertebral informal de los paneles más políticamente urgentes de la Good COP.

Figuras como Clarisse Virgino (Filipinas) y Asa Saligupta (Tailandia) hablaron no como casos aislados, sino como “usuarios organizados”, una categoría que resiste dos borramientos simultáneos: la criminalización nacida del prohibicionismo y el paternalismo de la caridad institucional.

Joseph Magero, desde Nigeria, llevó esta resistencia al relieve más crudo en el contexto africano, donde la economía informal sostiene la vida y la aplicación de la ley regula la existencia cotidiana. En esas realidades, importar políticas de salud diseñadas en Ginebra o Bruselas rozó la violencia epistémica. Las reglas llegaron cargadas de peso normativo, pero el contexto nunca viajó dentro de la caja.

Desde Costa Rica, Jeffrey Zamora añadió un registro mestizo: parte defensor, parte creador de contenido, parte estratega cívico. Como presidente de la asociación de vapeadores de su país y moderador de sesiones clave, su presencia osciló entre el testimonio y la articulación táctica. No vino a pedir atención; vino a ejercer autoría.

Estas voces —y muchas otras— no llegaron para presentarse como víctimas. No buscaron inclusión caritativa, sino agencia. No reclamaron solo un asiento en la mesa, sino participar en la redacción del plano. Y no fueron ingenuas. Saben que, desde los márgenes, no se espera permiso: se redibuja el mapa y se nombran las coordenadas por cuenta propia.

Suecia como Pregunta Viva

Si existió un caso capaz de tensar —o incluso hacer colapsar— el edificio moralista de la regulación global de la nicotina, ese caso fue Suecia. En un panel celebrado el jueves 20 de noviembre, a la 1:00 p.m., Bengt Wiberg —inventor, empresario y exfumador— presentó al país no como un modelo a imitar, sino como una anomalía incómoda.

Suecia ha reducido el consumo de cigarrillos mediante una fórmula que desafía el guion prohibicionista: productos orales de nicotina, regulación pragmática, adhesión voluntaria. Sin cruzadas. Sin coerción. Solo eficacia.

Su innovación, el dispositivo Stingfree/PROTEX, fue presentada tanto como una solución técnica como una alegoría política. En ella se encarnó una tesis que muchos reguladores se niegan a enfrentar: es posible reducir el daño sin reproducir el castigo. Que la regulación puede ser inteligente sin ser intrusiva.

El caso sueco no es doctrina ni fetiche. Es una pregunta viva —una que no formula “¿por qué no se exporta esto?”, sino algo mucho más incómodo:

Si funciona allí, qué hay en nosotros —en nuestras instituciones, en nuestras ideologías, en nuestras aversiones— que impide que funcione aquí?

América de las Buenas Intenciones; y de las Tragedias Predecibles

En el panel titulado “THR in the Americas: Fury, Failure and the FDA”, celebrado el jueves 20 de noviembre a las 2:00 p.m., el paradigma de la contradicción se mostró en su forma más cruda: mientras vapear se criminalizó, los cigarrillos siguieron siendo legales y omnipresentes. Jacob Grier y Jeff Smith, ambos de Estados Unidos, expusieron esta disonancia con una claridad forense, mostrando cómo la política pública castiga la alternativa menos dañina mientras, por inercia o conveniencia, protege el hábito más letal.

El Dr. Mark Tyndall, ya una voz familiar en los paneles científicos, regresó con datos imposibles de ignorar: el auge de los mercados ilícitos, las recaídas prevenibles y la judicialización de lo que debería ser un asunto de salud, nunca de crimen. Aunque Roberto Sussman no participó en esta sesión, su influencia resonó, especialmente al subrayar cómo la mala ciencia puede metastatizar cuando la política se niega a aceptar la evidencia.

Oficialmente, el panel invitó a reflexionar sobre las “consecuencias no intencionadas”. Pero la ironía fue imposible de pasar por alto: cuando la ciencia se ignora sistemáticamente, el daño deja de ser un efecto colateral.

Se convierte en política pública, con número fiscal, sello burocrático y víctimas disfrazadas de culpables.

Cuando el Dinero Escribe Toda la Historia

En lo que fue uno de los paneles más incisivos de la Good COP, celebrado el jueves 20 de noviembre a las 11:00 a.m., la discusión giró en torno a un término que pocas instituciones internacionales se atreven siquiera a pronunciar: filantro-colonialismo. La acusación fue directa —y vino desde dentro.

Jeannie Cameron se propuso diseccionar el CMCT no solo como un tratado, sino como una maquinaria diplomática que produce sus propios silencios. No se trató únicamente de lo que se firmó, sino de quién redactó el lenguaje, quién controló la financiación y de qué intereses se nutrieron las cláusulas que nunca se escribieron.

Desde Nueva Zelanda, la incansable Nancy Loucas expuso uno de los síntomas más brutales de esta asimetría: naciones del Pacífico que firmaron políticas sanitarias que no habían redactado, porque el lenguaje llegó ya empaquetado, atado a la financiación y envuelto en benevolencia. No es consulta; es obediencia programada.

Marina Murphy y Reem Ibrahim aportaron la síntesis final: un ecosistema regulatorio en el que términos como “comunicación”, “colaboración” y “fortalecimiento de capacidades” funcionaron menos como diálogo y más como mecanismos de captura. La gramática misma se ha convertido en herramienta de dominación: estratégica, higienizada y deducible de impuestos.

Aquí, la crítica invirtió los vectores habituales. No ascendió desde el Sur como una acusación resentida; nació en el Norte y regresó al Sur, pronunciada por quienes sintieron sus consecuencias no en la teoría, sino en los presupuestos.

Y en su aliento.

Europa: la fábrica de normas

El panel celebrado el lunes 17 de noviembre, a las 3:00 p.m., se centró en la revisión de la TPD/TED de la Unión Europea y en la influencia de la OMS sobre el continente. Lo que afloró no fue solo una crítica a las directivas sanitarias, sino un mapeo forense de un motor regulatorio: distante, opaco y blindado contra la retroalimentación democrática.

Alberto Hernández, Adam Hoffer, Benjamin Elks y Carissa During expusieron cómo las normas elaboradas en Ginebra se desplegaron por Europa con la fuerza de una ortodoxia, técnicamente precisas pero políticamente desvinculadas. La autoridad se impuso; la reciprocidad no.

El lenguaje de la “protección de la salud” apareció como fachada de resultados regresivos: esquemas fiscales que castigan desproporcionadamente a los más vulnerables, advertencias visuales que alarmaron más de lo que informaron, y la expansión de mercados ilícitos amplificada por la propia opacidad de las reglas que supuestamente buscan contenerlos.

Lo que se anticipó, entonces, no fue un debate tecnocrático, sino un callejón estructural: un sistema donde la complejidad no es accidental, sino estratégica.

Y la pregunta que quedó flotando tras este panel no fue solo “¿quién se beneficia de la complejidad?”, sino también:

¿quién la normaliza, y quién tiene el privilegio de escapar de sus consecuencias?

“Todo sobre nosotros se convierte en política sin nosotros”

En uno de los paneles finales —y políticamente más cargados— de la Good COP, celebrado el viernes 21 de noviembre a las 11:00 a.m., Mark Oates, desde el Reino Unido, encabezó un coro disonante pero agudamente articulado, acompañado por voces de Chile, Tailandia, Croacia, Nigeria y Filipinas.

No hubo metáforas, solo presencia. Fueron usuarios organizados, no convocados como accesorios para adornar los datos, sino como protagonistas que exigieron autoría en la creación de políticas públicas.

La demanda no fue por inclusión simbólica, sino por coautoría real. El mensaje fue inequívoco: existir más allá de la etiqueta de “víctima”, rechazar el tutelaje institucional y reclamar, con voz propia, la agencia democrática de decidir.

En este momento, la geografía dejó de ser escenario para convertirse en método: una disposición transversal que enlazó el Sur Global, Europa del Este y el Sudeste Asiático. No por identidad compartida, sino por exclusión compartida. Una cartografía de la marginalidad convertida en método.

Un mapa que rehusó las licencias del eje Ginebra–Bruselas, grabado no en papel sino en cuerpos reales —en la respiración, en las cicatrices, en la persistencia.

Y precisamente por eso, no pudo ser ignorado.

Política que Respira, Vida Fuera de los Palacios

Respirar allí fue más que biología o metáfora. Fue un acto político. Una negativa coreografiada. La Good COP no debe observarse como un evento paralelo ni archivarse como una nota al pie. Si cumplió su propósito, operó como una insurgencia cartográfica: un ensayo de política encarnada, impulsada por quienes cargan las consecuencias, anclada en la evidencia y animada por la urgencia de quienes no pueden darse el lujo de esperar.

En los márgenes de la conferencia oficial, lo que surgió no fue un nuevo consenso, sino algo mucho más perturbador: un registro vivo. Un territorio volátil compuesto de voces, de disenso productivo, de preguntas que no solo hablaron, sino que pensaron y respiraron juntas.

Un espacio donde la ciencia pudo recuperar su músculo ético: el cuidado de la vida tal como es, no como la doctrina la imagina.

Si la FCTC/COP aún vacila, esta otra reunión ya dejó su huella: no como ruido de fondo, sino como síntoma. Y quizás, como camino.

Todas las sesiones fueron transmitidas en vivo y abiertamente por YouTube. A diferencia de la COP11 oficial, que se celebró a puertas cerradas, el contenido está disponible para consulta pública.

Si desea revivir las discusiones, las transmisiones completas de los cinco días están disponibles aquí:


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